Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

sábado, 14 de enero de 2012

Jerusalén, Israel-El Cairo, Egipto. Domingo, 16 de noviembre de 2008.


Domingo, 16 de noviembre de 2008.

Jerusalén, Israel. Jerusalem Gate Hotel.



Son las nueve doce. Espero por mi vuelo a Egipto. Sala C2.



Estoy agotado. Anoche salí a conocer la ciudad de Jerusalén. Fue una buena experiencia; acaso la mejor que tuve en este país. Regresé al hotel a las once y media.

Conversé por teléfono con Aristóteles, mi padre.



Pasé el rigurosísimo control de seguridad israelí. Mis compatriotas mexicanas me habían platicado al respecto. Incluso hicieron hincapié en lo groseros que habían sido con ellas.

Yo ingresé sin problemas al país, pero no me libré de la molesta —denigrante y ofensiva— inspección al salir. 

A pesar de no estar de humor, traté de ser paciente —¿acaso tenía opción! Llegué temprano al aeropuerto —de hecho, la agencia se encargó de dejarme tres horas antes de que saliera mi vuelo—, y sortear cada uno de los retenes requeridos.



Cuando estaba formado, un grupo de jóvenes hermosas que trabajaban en el aeropuerto, se acercaron a mí, y comenzaron a cuestionarme. Inmediatamente, después llegó un tipo joven, quien me pidió mi pasaporte y mi boleto de avión. En tono golpeado, comenzó a interrogarme sin descanso, y yo respondí a cada una de sus preguntas lo más tranquilo posible:

—¿Cómo te llamas? —Y le di mi nombre completo.

—¿De dónde eres? —De México.

—¿Qué haces en Israel? —Vine de vacaciones.

—¿En qué lugares de Israel estuviste? —En Tel-Aviv, Jerusalén, Masada, el Mar Muerto, y Belén, en Palestina. Traté de mencionarle todos.

—¿Dónde más has estado, y a dónde te diriges? —Estuve en Grecia y Turquía, y ahora me dirijo a Egipto.

—¿A qué te dedicas? —Trabajo en el sector cultural —incluso le mostré mi credencial. Afortunadamente, se me ocurrió viajar con más identificaciones, además de mi pasaporte, las cuales también les había mostrado a los agentes franceses en París.

Continuó. La fila no avanzaba —más tarde me percaté por qué no lo hacía: debido a las minuciosas revisiones, mientras las jóvenes permanecían cerca de mí:

—¿Cómo se llaman tus padres? —Le dije los nombres de mis padres.

—Tu padre tiene un nombre griego. ¿Es griego? —No, es mexicano.

—Tu madre también tiene un nombre griego. ¿Ella es griega? —No, tampoco lo es.

—¿Tienes hermanos, Abraham? —Sí, tengo dos. En cuanto pronuncié el nombre de mi hermano, las jóvenes exclamaron un “oh” al unísono.

—¡Omar es un nombre árabe! —puntualizó el sujeto. ¿Tu hermano es árabe! —No, es mexicano también.

—¿Pero tú tienes un nombre hebreo, Abraham, y tu hermano tiene un nombre árabe, Omar? ¿Cómo es posible eso! —me preguntaba mientras él trataba de comprenderlo

—No lo sé. Mis padres nos nombraron... —respondí sin comprender el sentido de su pregunta.

Finalmente me devolvió mis documentos, y se alejó. Seguí formado, y llegué al primero de los tres puntos de revisión. Antes de llegar al segundo, donde sacaron y desacomodaron la ropa de mi maleta ante mis ojos, reapareció el sujeto que me había atosigado, y retomó el interrogatorio. Harto de tanta estupidez, saqué todas mis identificaciones y los itinerarios del viaje, y se los mostré. Comprendió lo que trataba de decirle, y me dejó en paz.

Llegué al tercer control. Allí, separaron del grupo a un par de jóvenes árabes, y los llevaron a otro lugar. Me hicieron que me quitara los zapatos y el cinturón, mientras inspeccionaban cada uno de los objetos de mi “equipaje de mano”.



Desayuné en diez minutos y entregué la llave en la recepción.

Aguardé por el taxista en la estancia. El trayecto no fue tan fácil como podría pensarse a tales horas de la mañana. El tráfico era considerable con dirección a Tel-Aviv.



Parto rumbo al “país de las propinas”. Tendré que ser tolerante con la idiosincrasia árabe.



Espero que sea un vuelo tranquilo —ora porque es domingo, ora porque supongo que ni muchos israelíes ni muchos árabes vuelan a Egipto, uno de los pocos aliados que tiene Israel en esta convulsa región.

Trataré de cambiar dinero en el aeropuerto cairota.



Hace algunos minutos, una persona se acercó a mí para encuestarme sobre mi estancia en Israel. Era argentina —hay muchos argentinos y uruguayos judíos: mi guía era “oriental”. Fui sincero con ella: “No recomendaré a nadie que venga a este país; y yo, por mi parte, jamás regresaré.” Se justificó, argumentando “la situación del país”. Sin embargo, no creo que al Ministerio de Turismo le importe mi opinión.



Me marcho de Eretz Israel, la Tierra de Israel —la “Tierra Prometida” de los judíos y la “Tierra Santa” de los cristianos— muy molesto y decepcionado por el trato de las personas. Sin embargo, Jerusalén, una ciudad compleja —llamada “de oro” por la célebre canción de Naomi Shemer—, me sedujo.

No es un lugar ni mucho menos amable, pero “hay algo” inexplicable en el medio. Se dice que incluso la más pequeña de las rocas que existe aquí, es histórica, sagrada... A pesar de estar colmada de turistas —quizá sea más preciso, de peregrinos—, de ser inaccesible por momentos —lo experimenté en carne y espíritu propios durante el Sabbat—, de su diversidad cultural, religiosa, étnica..., Jerusalén emana un halo de misticismo.

Ayer cuando recorría el barrio judío por la noche, y presenciaba la congregación de jóvenes para interpretar canciones religiosas, bajo el amparo de las luces de la luna y del amarillento alumbrado público sobre las calles adoquinadas, también veía a los judíos ortodoxos mezclarse —al menos compartiendo efímeramente el espacio— con los modernos, y me preguntaba cómo era posible que dicha tranquilidad, paradójicamente llena de vida, pudiera darse en un lugar tan frágil.



Los judíos son altivos, al grado de llegar a ser groseros.

Por ejemplo, al entrar al hotel en que me hospedaba, opté por mostrar mi llave electrónica, con el propósito de que no se me importunara, luego de que la vigilante, con la mano en la funda de la pistola que llevaba en la cintura, me preguntara si era huésped y me demandara el número de habitación. Algo indignante.

Asimismo, no era raro encontrar a más de una persona —vestida de militar o de civil— portar un arma en plena calle.



Antes de emprender la excursión nocturna, salí a buscar algo de cenar con la ingenua esperanza de que la “celebración” judía hubiera terminado. Me dirigí al local donde había comido con anterioridad, pero estaba cerrado. Entré a otro, y por NIS 25 comí “pita” nuevamente. En una tienda compré un refresco por NIS7, y así gasté los shekel que tenía —en realidad me quedé con alguna moneda de baja denominación: lo mismo me sucedió en Turquía.

Me sorprendió sobremanera la cantidad de israelíes que había en la calle. ¿De dónde salieron? ¿Dónde habían estado?

Se transmitía un partido de fútbol que captaba la atención de varias personas.

La central de autobuses abrió, y los usuarios, así como los soldados, reaparecieron.

Era una ciudad que había muerto el viernes por la tarde —como si hubieran desaparecido los seres humanos, y únicamente quedaran sus edificios abandonados como señal de su existencia—, y que resucitaba al caer la noche sabatina —aquí oscurece a las cinco y media de la tarde. Pero no estaba muerta, sólo era cataléptica. Resurgió de sus cenizas. Terminaba la farsa de Lázaro.



A mi lado, tres angloparlantes se quejan de la “seguridad”. Bromean. “¡Es toda una experiencia!”, menciona una de ellos. Otro asiente.






El Cairo, Egipto.


Habitación 704 del Hotel Husa Gawharet El-Ahram.



Tengo 35 euros, 9 dólares y 692 libras egipcias.



Pagué 40 euros por un paseo nocturno por la ciudad, así como 25 por “concepto de propinas” —para que no me molesten durante mi estancia en el país... ¡Ah, ojalá sea cierto!

No llegué al hotel que tenía programado en el itinerario: el “Delta Pyramids”, ya que el matrimonio tabasqueño que conocí en Grecia y Turquía, y del que me separé en Israel, pidió el cambio después de la información que compartí con ellos sobre las deplorables condiciones y la inseguridad de las habitaciones que había leído en la red en diversas páginas de viajeros.

La fama de El Cairo es cierta: las bocinas de los automóviles no cesan; la gente cruza las calles temerariamente...

¡Mañana salgo a Luxor a las dos de la madrugada!



Cuando salí de Tel-Aviv, después de cuarenta minutos aproximadamente de retraso por “exceso de tráfico aéreo”, vi el espectáculo más maravilloso que recuerdo.

Tan pronto como dejaba atrás la costa israelí, el sol iluminaba el mar, pero sólo en la parte que yo podía ver por la ventana.

La azafata que me atendió tenía unos ojos cautivadores que no podía dejar de admirar: eran enormes y negros, y armonizaban perfectamente con su hermoso rostro.

También había un hombre que parecía más agente que sobrecargo, e imponía respeto. Era gigantesco, corpulento y calvo. Sin embargo, era muy amable. De hecho él halagó mi fez:

—¡Qué hermoso tarbush! —por lo que deduje que así le nombraban en Egipto.

Shukran [Ár. Gracias], le respondí.

—¿Sabes cuál es el origen de dicho sombrero?

—Sí, es un antiguo sombrero árabe. Y me correspondió con una sonrisa.



El Cairo, “la ciudad café”, me dejó sin aliento desde el aire. Una urbe inmensa —muchísimo más grande de lo que me había parecido Estambul. La lejanía se perdía en la arena del desierto: límite óptico. El cielo parecía sucio.

Pude divisar desde el avión, el principio del Río Nilo. ¡Espectáculo conmovedor!

¡Gasté treinta libras egipcias en el hotel por una hora de internet! Tuve que comprar una tarjeta.



Jerusalén, Israel. Sábado, 15 de noviembre de 2008.


Sábado, 15 de noviembre de 2008.

Jerusalén, Israel. Jerusalem Gate Hotel.



Fue un día complicado que aún no termina. A las ocho saldré del hotel para conocer Jerusalén por la noche; paseo que me costó veintiocho euros.



Me desperté temprano, desayuné. Regresé a mi habitación para preparar mis maletas, previendo que volvería demasiado tarde del recorrido nocturno.

Mañana me recogerán a las siete —el restaurante abre a las seis y media— para trasladarme a El Cairo, la entrada a mi último destino a visitar durante este largo itinerario: Egipto.



Han sido dos semanas en las cuales he perdido la noción del tiempo, rompiendo mi rutina durante algunos días. Mejor dicho, cambiándola por otra.



Hoy estuve en el Monte de los Olivos, Getsemaní, la Iglesia de la Dormición, adonde no entré porque se celebraba un concierto, además de recorrer el zoco, mercadillo que se encuentra en el barrio árabe de la parte antigua de la ciudad.

Los comercios judíos permanecieron cerrados desde ayer, debido al Sabbat, una situación difícil para quien visita el país por primera vez: no hay dónde comer, cómo transportarse...

Gasté mucho dinero hoy. Tuve que comprar cinco cintas de vídeo y una tarjeta de memoria de cuatro gigabytes para la cámara fotográfica, pues no tenía la certeza de que en Egipto las pudiera conseguir. Pagué por ambas mucho más de lo que cuestan; sin embargo, ese es el precio —irónico modo de emplear las palabras— que hay que pagar cuando se es un viajero inexperto como yo.

Acompañado por Claudia, la chica colombiana que conocí, así como por un par de compatriotas poblanas —madre e hija—, con quienes desayuné en el hotel hace algunos días, y entablé una amistad, recorrí el mercado. Incluso entré a un “café internet”, desde donde percibí las torretas que el ejercito israelí instaló en las entrañas del barrio árabe.

Tengo mucha hambre y no hay dónde comer. El restaurante del hotel no es una opción, debido a la escasez de dinero que experimento. Estoy hospedado a la entrada de la ciudad, cerca del puente atirantado, llamado popularmente —y no sin cierto dejo de ironía— “el arpa del Rey David” y “el Puente de Cuerdas”. Hace algunas horas simplemente el taxi me cobró diez euros —más “propina”— del centro al noroeste.



Por cierto, descubrí que el ruido de las ambulancias que evocaban en mí las imágenes televisivas de los atentados, y que me inquietaban, se debían a que hay un hospital cerca del hotel.



Doscientos euros y nueve dólares es lo que tengo para sobrevivir de aquí al domingo. Ojalá lo logre... Lo único que me tranquiliza un poco, es que Egipto es el país más barato de este recorrido, así como el último.



Jerusalén, Israel. Viernes, 14 de noviembre de 2008.




Viernes, 14 de noviembre de 2008.


Jerusalén, Israel. Jerusalem Gate Hotel.




Dispongo de 282 euros, 29 dólares y 36 nuevos shekels (NIS).

Hoy recorrí los lugares más santos para los cristianos —ora católicos, ora ortodoxos, ora armenios, ora etíopes...

Recorrí el Viacrucis o estaciones de la cruz. Estuve en el Santo Sepulcro, el Muro de las Lamentaciones, el Museo del Holocausto...

Conocí Palestina, la ciudad de Belén, donde según la tradición, nació el hombre que cambió el curso de la Humanidad.

Estuve formado durante horas en el interior de la Basílica de la Natividad, con el propósito de tocar —y así lo hice— la estrella de plata donde se cree que fue el lugar donde María parió a Jesucristo.



Conocí a una joven colombiana llamada Claudia —¡vaya que la vida es curiosa!—, quien me orientó sobre Egipto.



Realmente fue un día abrumador. No tuve descanso. Me llevo diversas impresiones de Palestina sobre las cuales espero reflexionar.

Mi tarjeta de la cámara fotográfica está casi llena, y me queda una cinta de vídeo para el día de mañana. Esto implicará gastos con los que no contaba.

Me telefoneó Angélica, mi hermana.



Cuando se habla del Shabbat, descanso, de los judíos no se sabe de qué se habla hasta que se experimenta en Israel.

La ciudad está muerta. Algunos automóviles circulan por las calles esporádicamente, y se distinguen algunos judíos ortodoxos caminando rápidamente por las aceras. El comercio está ausente: no se puede comprar ni un dulce ni un refresco en una tienda. El único medio de transporte disponible son los pies.

Mañana visitaré el Monte de los Olivos, Getsemaní, el Monte Scopus...




Jerusalén, Israel. Jueves, 13 de noviembre de 2008.


Jueves, 13 de noviembre de 2008.

Jerusalén, Israel. Jerusalem Gate Hotel.



Pensé que la Cisterna Basílica o la Torre Gálata serían mis mayores decepciones; sin embargo, el hotel “La puerta de Jerusalén” lo ha sido. Acaso porque tanto en las fotografías que había visto como en la información que había consultado, lucía imponente. Se trata de un hotel enorme, ostentoso en la superficie, y muy descuidado en el interior.

Curiosamente, se me asignó el mismo número de habitación en que me hospedé en Estambul: 502. Sin embargo, dista mucho del Hotel del Sultán Yasmak, un edificio más pequeño, pero con muchísima más clase.

Mis vecinos son una molestia: entran y salen; hablan sin parar, ya por la mañana, ya por la noche.

Me siento inseguro en Israel. Las ambulancias transitan incesantemente con las sirenas encendidas, y esto no ayuda a mis nervios.

Ya desayuné. El menú es variado en cuanto a ensaladas, pero en lo demás es similar al de Atenas y Estambul.

Aguardo para ir a Massada y el Mar Muerto.

Amaneció lloviendo.



Ayer por la tarde, cuando me trasladaba del Aeropuerto Internacional Ben Gurión de Tel Aviv a Jerusalén, llovía también. La ciudad me recibió con un terrible accidente automovilístico. El carro estaba volteado.

Me disgustó bastante la actitud del chofer, con quien después de platicar amenamente, al llegar al hotel prácticamente me exigió la propina. Le di cinco euros, y me hizo caras. ¡Ah, supongo que Egipto —por lo que he leído— será peor!



En cuanto bajé del avión, sentí las miradas despreciativas de la gente.

Llevaba puesto el fez, sombrero árabe, que compré en el Gran Bazar, ya que no quería que se maltratara. En el primer control me detuvieron e interrogaron. Las miradas continuaron. No lo hice de mala fe.

La persona de la agencia que me recibió me preguntó molesto: —¿Y ese gorro! Traté de explicarle la historia y el significado del objeto, pero no me permitió hacerlo.

Opté por quitármelo cuando me sellaron el pasaporte.

—¿Qué puedo y qué no puedo hacer en Israel? —le pregunté al sujeto, una vez que me percaté de lo difícil que sería mi estancia aquí.

—¡Todo se puede hacer! Este es un país democrático como cualquier otro —me respondió tajantemente. Habrá que ver si sus palabras son ciertas —pensé.

Inmediatamente después me sugirió con tono imperativo que “mejor me quitara el sombrero para evitar problemas” (?).



Estoy preocupado porque mi itinerario no concuerda con el que me dio el agente. De acuerdo con el mío, tengo que abandonar el país el domingo, y no el sábado como me lo señaló por teléfono la encargada de la agencia.



Regresé a mi habitación, después de comer cerca de la Estación de autobuses —que está a la vuelta del hotel—, a la cual había caminado por la mañana, con el propósito de conocer la zona.

Probé una especie de “taco grande en forma de barquillo” de pollo: “pita”, que vi comer a unos adolescentes. Se lo pedí al dependiente con señas, debido a que él no hablaba inglés, y yo desconozco el hebreo, salvo algunas palabras.

Después, me detuve en una tienda de música, donde compré un disco doble de la cantante griega, Glykería, quien interpreta en hebreo, así como uno triple de Ofra Haza. También cambié cincuenta euros por 235 nuevos shekels, de los que me quedan cincuenta y uno.



En el camino a Masada y el Mar Muerto no sólo vi a algunos beduinos a las afueras de Jerusalén, sino que cerca de la zona donde se descubrieron los “Rollos del Mar Muerto”, el autobús cruzó un riachuelo, y apareció en el cielo el arco iris. Algo mágico por espontáneo.

Masada, “la fortaleza”, no me pareció espectacular en sí, salvo por la vista del paisaje árido y sinuoso. Asimismo, me sorprendió sobremanera el significado que tiene —o mejor dicho, que le han atribuido en el decurso— para los israelíes. Es un país difícil de asimilar.

El Mar Muerto, Yām HamMéla, el “Mar Salado” me resultó más una curiosidad que otra cosa. Si bien no floté sobre sus aguas “estancadas”, sí caminé dentro de ellas. La sal está por doquier —incluso en el sabor—, y forma estructuras interesantes. Tomé fotos y grabé vídeo.



Transité por el barrio de los judíos ortodoxos de Jerusalén; descendí en un abrir y cerrar de ojos hasta “el lugar más bajo de la tierra”: Ein Gedi o Ein Guedi; experimenté los más diversos cambios climáticos, entre otras experiencias el día de hoy.



Israel me asombra realmente. Por las calles puedo ver jaredies, judíos ultraortodoxos, mujeres vestidas al estilo occidental, soldados con armas colgando de sus hombros, niñas con mochilas, peregrinos...



Con dirección a Masada, antes de salir de Jerusalén, me encontré con un camión escolar, lleno de adolescentes con uniformes militares. Esto me impactó y me entristeció mucho.

Por otra parte, me percaté de la existencia de vagonetas blancas con caracteres árabes escritos en color verde.



Me quedé atónito cuando me paré afuera de la entrada de la Estación de autobuses, y presencié la cantidad de elementos y medidas de seguridad que se toman para permitirle la entrada a la gente. Me acerqué a un militar, y le pregunté si lo podía fotografiar, y me dijo que no. Esto no sólo me desmotivó sino que me asustó.



En Grecia, debido a que la televisión no se veía muy bien, sólo la encendí el primer día. Sintonizaba únicamente canales griegos. Sin embargo, en Turquía pude ver programas estadounidenses —preferentemente series— subtitulados en turco, así como canales rusos, españoles, egipcios, italianos...



Mi viaje ha sido interesante en este aspecto, ya que he brincado de una cultura a otra vertiginosamente: de la mexicana a la francesa, de la griega a la turca, y pronto lo haré de la israelí a la egipcia. De una religión a otra, de un idioma a otro, donde cada vez se complica más para mí, debido a mi falta de conocimiento del hebreo y el árabe.

El aeropuerto es la entrada a cada uno de esos mundos, tan cercanos y tan distintos a la vez. El aspecto de la gente y la lengua en que se comunican, me señala cuán lejos estoy de casa.





jueves, 12 de enero de 2012

İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía. Miércoles, 12 de noviembre de 2008.


Miércoles, 12 de noviembre de 2008.

İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía.



El espectáculo de anoche fue divertido, si bien fue como todo lo que aquí se ofrece: turístico.

Regresé a las once de la noche al hotel aproximadamente. Me dormí tarde, preparando mis cosas para abandonar la habitación mañana.

Ya desayuné. Disfruté de la salida del sol. Espero en la estancia del hotel para que me recojan a las nueve y media, y me trasladen al aeropuerto posteriormente.

Estoy a la mitad del viaje. He vivido ya tantas cosas que me resulta difícil establecer fechas.

Camino mucho, duermo poco. Acaso de este modo pueda definirse este lapso de mi vida.

Hay preocupación en mí, debido a mi llegada a Israel. La gente con la que he platicado aquí, no me refiere información favorable sobre aquel país.

A pesar de ello, yo tengo la disposición de vivir tanto las buenas experiencias como las malas.

Me restan 400 euros y 46 dólares. En monedas, 5, 86 € y .40 (Yeni kuruş, cuarenta centavos de la Nueva lira turca, yeni türk lirası, la cual sustituyó a la lira turca, türk lirası). Si en México le quitaron tres ceros al peso, aquí fueron más osados, desapareciendo el doble: ¡Seis ceros!

Afortunadamente, cierro esta travesía en un país “barato” como Egipto. No obstante, primero tengo que visitar Israel que, según he escuchado, es más caro incluso que Turquía.

Siento que mi partida de Estambul se da cuando empiezo a conocerla —lo mismo me sucedió con Atenas. No sé si este sentimiento sea exclusivamente mío, o si la melancolía tenga que ver.

Salvo el clima, el cual fue más benévolo ayer, Turquía me impactó gratamente.

A decir verdad, Estambul me sorprendió desde que la vi por primera vez desde el aire. Es una ciudad desconcertadora; uno de esos lugares que te golpea con el puño en la cara.

Dejó atrás Turquía satisfecho, como me fui de Grecia. No me llevo las decepciones ni las actitudes negativas. Me quedo con la pericia de sus comerciantes, la belleza de sus mujeres, el anhelo de occidentalización... Recordaré siempre sus lugares históricos —aun cuando algunos sean excesivamente caros—; la seguridad que priva —esto me permitió convertirme en estos días en un caminante enamorado de sus contrastes: la modernidad y la tradición unidas.

Beşiktaş, Karaköy, Sirkeci, Sultanahmet, Beyoğlu, Ortaköy, Kabataş, Çemberlitas, Taksim... son lugares sobre los que había leído, pero jamás me imaginé con los conocería —y menos en la forma en que lo hice: caminando codo a codo con su gente, disfrutando de sus olores y sabores, escuchando su difícil lengua, y fascinándome con sus interminables mezquitas.

Parafraseo a los turcos —respecto de su situación geográfica: “Acaso mi cabeza y mi cuerpo estén en América, pero buena parte de mi corazón, ya está en Turquía.”



Anotaciones:



Las gaviotas que sobrevuelan Sultan Ahmet Camii y Ayasofya.

Los gatos de las calles.

Los cuervos en el Hipódromo.



(Continua en la siguiente)



Estoy sentado en el asiento 24C del avión de las Aerolíneas Turcas, Turkish Airlines, con dirección al Aeropuerto David Ben Gurion de Tel-Aviv.

Ha sido una mañana accidentada en demasía.

En algunas horas más espero arribar a Israel, y así haber estado en cinco países en diez días.

Acabo de experimentar el momento más peligroso de mi viaje —y acaso de mi vida. Una vez que estaba formado en la fila para registrarme, me percaté de que no llevaba conmigo una de mis mochilas. ¡La había olvidado en el control del aeropuerto!

Actué intempestivamente, y abandoné mi maleta. Afortunadamente la encontré en un contenedor junto al guardia, quien no me disparó por suerte.

Me disculpé por mi descuido, y soporté la reprimenda que me dieron.

El interrogatorio realizado por un joven de la aerolínea mientras estaba formado, no se compara con lo que presencié una vez que me instalé en la sala de abordaje.

Primero fue una pareja china, y después una rusa. Precisamente, este último matrimonio está sentado a mi izquierda. Los agentes de seguridad los subieron al autobús que después nos transportaría al avión: los catearon, abrieron sus maletas, e incluso les quitaron sus documentos… Esto, evidentemente, retrasó el vuelo.

Los turcos del aeropuerto se portaron bien conmigo. Conversé con los que registraron mi equipaje y me dieron el boleto de abordaje: —Pumas, Santos Laguna... —me dijeron, luego de enterarse de que era mexicano—, mientras yo les nombraba diversos elementos de la cultura turca contemporánea, ya que eran jóvenes: equipos de fútbol: Galatasaray, Fenerbahçe, Beşiktaş; cantantes: Şebnem Ferah, Ali Tufan Kiraç, Hülya Avşar, Funda Arar; equipos de básquetbol, jugadores y entrenadores: Efes Pilsen, Tamer Oyguç, Harun Erdenay, Ömer Büyükaykan...   

La persona de la agencia “Meridian” que me recogió en el hotel, fue sumamente amable. Incluso entró conmigo al aeropuerto, y me formó en la fila. Dicha actitud contrasta completamente con la del taxista griego que se me asignó, quien además de no hablar mucho —volteaba y me sonreía a cuanto le decía—, me botó en una puerta equivocada. Así, la atención que recibí aquí —sin mencionar las instalaciones, el servicio, el transporte, la comida...—, fue mejor que en Grecia.

Entre la gente del aeropuerto, causó sensación mi “fez”, sombrero, el cual complementaba con una sudadera azul con la inscripción “HELLAS”, Grecia. Esta última, por cierto, no pasó inadvertida para algunos turcos, quienes llegaron a cuestionarme “por qué vestía un tocado turco con una prenda griega, siendo que eran enemigos.” A lo que yo respondía humildemente: “Sólo soy un turista.”

El encargado de sellarme el pasaporte, me habló en español, y me deseó buen viaje con una sonrisa —¡Ah, cuán diferente a aquel que me selló cuando ingresé al país, quien cotejaba incesantemente la foto con mi rostro! Posteriormente me enteré de que esto no sólo me había ocurrido a mí, sino a otros compatriotas, así como a los simpatiquísimos padres chilenos con quienes compartí algunos paseos: “Veía y reveía el pasaporte; lo hojeaba de ida y vuelta, y estoy seguro de que ni siquiera sabía qué era Chile, ni dónde estaba”, me comentó uno de ellos mientras comíamos en el restaurante de Topkapi.



Volé sobre el conflictivo Chipre, una zona dividida entre turcos y griegos. A la parte turca únicamente se puede acceder desde Turquía.



Desciendo en “Tierra Santa”, sea lo que eso signifique. El avión se mueve de un lado a otro. La mujer que viene a mi lado se cuelga de su marido mientras resuella. Le incomoda volar.  Cuando emprendimos el vuelo, trató de distraerse completando crucigramas.





Nota:

Siempre trato de ser respetuoso no sólo de la gente, sino también de los lugares que visito. Sin embargo, durante una de las muchas caminatas que hice a lo largo de la avenida del “camino al consejo imperial”, Divan Yolu Caddesi, captó mi atención un cementerio, al cual ingresé. Después de un rato de admirar y fotografiar la caligrafía de las lápidas, un sujeto comenzó a gritarme a la distancia. Al parecer había profanado las tumbas caminando sobre ellas. Me disculpé sentidamente; sin embargo, continuaba gritándome. Salí apenadísimo de aquel antiguo cementerio otomano, y agradecido de que mi imprudencia no me hubiera costado salvo una reprimenda.