III.
El
“valor” del “precio”.
Asuán,
Egipto.
Durante mi estancia en Egipto conocí a
un par de compatriotas: Ramón y Mauricio, con quienes entablé
amistad.
El primero había cumplido la promesa de llevar a su hijo al destino que escogiera, si obtenía buenas calificaciones en la escuela.
Mientras el crucero permanecía en el muelle, salimos a caminar por la noche.
En un quiosco compramos tres refrescos —cada uno por 15 libras egipcias: ¡Casi al mismo precio que en el restaurante del crucero!
Cuando regresábamos a la embarcación, después del paseo nocturno, nos detuvimos en una tienda. ¡El mismo refresco costaba cinco libras, y el agua grande (1,5 litro), dos! Como si esto no fuera suficiente, inmediatamente después encontramos otro puesto: cuatro libras.
Desconcertados, nos preguntamos si era posible que no hubiera un precio fijo en algo tan simple como un refresco, y llegamos a la conclusión de que en un país donde no se conoce el “valor” de las cosas —al menos para el extranjero— el “precio” podría ser cualquiera.
Anteriormente, mi compañero había
intentado comprar el juguete de un camello —o dromedario: honestamente no
reparé en cuántas jorobas tenía el animal— en el mercadillo del obelisco inacabado.
El vendedor le dijo que costaba ¡170 libras! Con tal de vender, bajó la tarifa de golpe hasta quince libras. ¡Increíble!...; no en este país.
En una tienda de recuerdos de Asuán, Ramón —médico de profesión— compró un dromedario en mejor estado —y de acuerdo con el vendedor, de piel de este animal— por dos euros: cuatro libras egipcias aproximadamente, luego de que el dependiente le hiciera una rebaja de un euro.