Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

jueves, 30 de mayo de 2013

Retazos de viaje. V. El desprecio por las monedas en Medio Oriente.

Texto publicado originalmente en la página de Facebook de “Presencia Universitaria”, periódico de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), el miércoles, 29 de mayo de 2013.








V.



El dinero no es la vida
es tan solo vanidad.

Luis Alcaraz, Quinto patio.



El dinero es el dios cotidiano de esta época, pero cada cultura tiene su particular modo de venerarlo.

Sorprende que en el Cercano Oriente, donde se acuñaron de manera oficial las monedas más antiguas que se conocen, la gente las desprecie y prefiera los billetes.

En esta región, donde nada parece tener precio fijo —y que puede ser tan molesto—, corroboré el valor subjetivo del dinero en la cotidianeidad del viaje. La pericia ancestral de los mercaderes —quienes ya comerciaban antes de que aparecieran las culturas antiguas de mi país—, lo hace fluctuar a su antojo. De hecho, se experimenta la sensación de que estas personas poseen tal habilidad, que al final hacen pensar al cliente que hizo un buen negocio. Lo cierto es que jamás pierden.

En Grecia, donde comenzó mi travesía por el Oriente Próximo, en la zona comercial ateniense de Monastiráki, ingresé a un local estrecho donde, al fondo permanecía sentada una anciana. Yo buscaba una sudadera que portara el nombre del país y, si bien ya había visto otras, encontré la que más me agradó en ese lugar. Le pregunté cuánto costaba y me respondió que treinta y cinco euros. Le agradecí y me dirigí a la salida cuando me alcanzó ¡y me dijo que me la vendía en veinte!

Deseaba un sombrero tradicional árabe que en Turquía recibe el nombre de fez. Además de los euros y las liras turcas, llevaba algunos dólares. Lo compré en el interior del laberíntico Gran Bazar de Estambul, no sin ciertas dificultades. El tocado estaba metido dentro de otro, por lo que cuando el anciano vendedor lo sacó y me lo mostró, tenía una marca. Yo le argumenté que quería otro porque ese estaba maltratado. Aquél sacudía el sombrero con la mano para demostrarme que el desperfecto se quitaría mientras gritaba: “¡No problema, siñór: ’stá bien, siñór, ’stá bien!” Ante mis dudas, se enojaba más y golpeaba la mercancía repitiendo la misma fórmula. Pagué diez dólares —originalmente costaba trece— y me alejé regañado de aquel puesto.

Sin embargo, el desprecio por la morralla —como nombramos coloquialmente en México a las monedas de baja denominación—, lo percibí verdaderamente en pueblos más milenarios como Israel y Egipto.

A mi llegada al primero conversé amenamente con el conductor que me transportó de Tel-Aviv a Jerusalén. Me confesó que su familia provenía de Connecticut. Tan pronto como llegamos al hotel, prácticamente me exigió la propina. Yo le di cinco euros en moneda —¡aproximadamente cien pesos, de acuerdo con el tipo de cambio de entonces!—, y al ver el dinero en la palma de su mano me dedicó un gesto de desprecio, lo cual me disgustó bastante.

Días después, en la propia Jerusalén me dirigí al barrio árabe, donde además del zoco se encuentra el Santo Sepulcro. Debido a que los judíos suspenden toda actividad durante el Sabbat y la ciudad se muere prácticamente hasta el anochecer del sábado, uno se queda varado si no prevé como me sucedió a mí. Me acerqué pues a un sitio de taxis para fijar la tarifa de la transportación. Primeramente el sujeto me dijo que serían veinte euros. Al percatarse de que no pagaría tal cantidad, ofreció llevarme por diez, pero me condicionó a que además le diera propina. Lo repitió muchas veces: “Ten iuros an tip, ten iuros an tip, ser.” El conductor palestino, nacido en Sudáfrica, quien se dedicó a quejarse amargamente de los hebreos en un trayecto más bien fugaz del centro al noroeste de la ciudad, apelando así a mi conmiseración, se indignó cuando le pagué con cambio.

Ubicado en la Avenida de los pirámides en Guiza, opté por comer en Domino’s Pizza. Las libras egipcias de veinticinco piastras me cautivaron y me hicieron recordar a los yenes japoneses agujereados de cinco y cincuenta —incluso concebí la idea de hacerme un collar con ellas. Les comenté a los empleados que era la última oportunidad que tendría para cambiar los billetes que me quedaban. Como si hubiera dicho algo mágico, de la cocina salió un sujeto con sonrisa que no le cabía en el rostro portando un alambre circular cargado de monedas. Yo ya conocía este artefacto porque durante mi recorrido en el interior de Egipto los niños se acercaban a los extranjeros para que les cambiaran los diez euros que tenían en monedas por billetes —en realidad eran tres o cuatro euros y las demás eran piastras, pero cuando los gentiles turistas se percataban de ello ya era demasiado tarde.   


Hoy, al abordar el transporte y recibir esas indeseables monedas de cinco y diez centavos que circulan, soporto estoicamente. Después las junto y envuelvo con cinta adhesiva y pago la tarifa, regresándoles así el favor a los conductores abusivos que me observan con incredulidad. Supongo que me aleccioné bien con los sagaces habitantes del oriente.

viernes, 24 de mayo de 2013

10, 000 visitas de "Cuadernos de Sal". Viajero invitado: Florentino Fuentes.






A decir verdad, no recuerdo cuál fue el primer blog que creé: “Palabras de viento” o “Cuadernos de sal” —el archivo señala que la primera publicación data de octubre de 2011. Lo cierto es que aunque ambos son contemporáneos, han seguido caminos totalmente diferentes.

El primero, por ejemplo, dedicado a la literatura, y al que he dedicado más tiempo, alcanzó recientemente las 50, 000 visitas.

“Cuadernos de sal”, con cuyo título pretendí aludir a la sal con que se pagaba a los soldados en algunas culturas antiguas —de ahí la palabra salario— y a su control en los registros públicos, así como a la remisión al término “cuadernos de saldos” que generaba en mí, y su consecuente relación con mis diarios de viaje, donde no sólo consignaba las experiencias que vivía, sino que llevaba un control económico, es un espacio donde figuran crónicas tanto escritas como fotográficas, además de viñetas anecdóticas.

En el lapso más reciente he invitado a otras personas a colaborar, con el propósito de nutrirlo con diversos puntos de vista —y a quienes agradezco mucho porque en lo personal también me han enriquecido. En el proyecto original jamás estuvo planeado que alguien además de mí participara, pero como redactor y editor de bitácoras electrónicas, en más de un año he aprendido que hay que tener el criterio suficiente para respetar el cauce de las cosas. 

Aunque también se tiene que saber cuál es el enfoque que se desea. Sé que en la actualidad abundan los portales —sin mencionar las revistas, guías y suplementos especializados— con información turística, pródigos en consejos, que son empresas exitosas y lucrativas.

Mi objetivo ha sido compartir mi experiencia personal, y lo que he visto y aprendido, sin la pretensión de afirmar que “conocí” tal o cual país.

Si los relatos y las fotografías ofrecidos han resultado valiosos o inspiradores para el visitante, me alegro sobremanera porque considero que así —y no mediante fórmulas— se descubre el mundo.

Entre los planes que albergo para “Cuadernos de sal”, está la participación de más personas que deseen compartir sus vivencias, así como la difusión de autores que ofrezcan una perspectiva literaria del viaje, y finalmente la transcripción de los diarios de Cuba y Rusia.

Sean pues estas 10, 000 visitas un augurio favorable para esta página que es tan suya como mía.


César Abraham Navarrete Vázquez.










Como a tanta gente que admiro —y a quien no conozco personalmente—, entré en contacto con Florentino Fuentes por medio de las redes sociales, y confieso que lo hice por accidente mientras buscaba a quién agregar en Facebook.

Florentino correspondió gentilmente a mi invitación, y a partir de entonces hemos cultivado una relación virtual amistosa, basada en el respeto.

En este punto habría que preguntarse si conocer de este modo a alguien no es más “genuino” —aun cuando se argumente que la gente se proyecta en estos medio como desea ser percibido y no como realmente es.

Cada cual se muestra por lo que hace. Y en este caso en particular por el modo en que interactúa con sus congéneres a partir de la escritura, la fotografía, el viaje...

Alguna vez reparé en viajeros verdaderos que habían estado en lugares inaccesibles o prohibidos para el resto de las personas: bases militares, montañas... Seres humanos que demostraban con los sellos de sus pasaportes que habían visitado más de cien, ciento cincuenta, doscientos países... ¡algo difícil de asimilar!

Florentino, a quien admiro sinceramente, bien podría pertenecer al selecto grupo referido. Empero, él es un viajero diferente. Se trata —como alguna vez se lo comenté por mensaje privado— de un peregrino, en cualquiera de sus acepciones.

Esta entrada la concebí en la mente hace meses, pero hasta ahora me obligué a escribirla, y creo que no hay mejor manera de conmemorar la cifra tan simbólica que alcanza esta bitácora que con un personaje como “Tino”, quien con sus comentarios y fotografías me revela los lugares en que se encuentra.

Pensé en realizarle una entrevista, pero después me di cuenta de que sería más enriquecedor propiciar un “diálogo indirecto” para conocer su aprendizaje respecto del viaje —entre otras cosas, a mí me intriga saber cómo alguien puede pasar largas temporadas abrevando de otras tradiciones.

Redacté pues algunas reflexiones personales, que fungieran como incentivo para que Florentino hablara de lo que quisiera y cómo deseara desde la India, lugar en que radica desde hace algunos meses. ¡Bienvenido, viajero!

Invito al lector a la página Across the Universe... En ésta disfrutará de algunos textos e imágenes captadas durante sus periplos. A pesar de no concebirse como fotógrafo, Florentino posee la capacidad de mimetizarse con el medio en que se encuentre. De ahí que sus imágenes sean tan vivas y auténticas.
















Durante mucho creí que mi gusto por el viaje era semejante al que experimento por la literatura: algo innato que descubrí por mi cuenta, ya que en casa no se leía.

Sin embargo, al crecer y ser un poco más consciente de mi propia existencia, en un ejercicio retrospectivo me remití a la infancia para descubrir —recordar— que el traslado de un lugar a otro fue algo constante, sobre todo durante los períodos vacacionales, gracias a mis padres.

Hoy, desde la madurez que me han otorgado los años, comprendo que aquellos “viajes familiares” realizados en una etapa de desarrollo, sembraron la semilla que germinó dentro de mí.

Si bien el destino era Guerrero preferentemente —Tlalchapa y Acapulco—, también se presentaron los espontáneos recorridos carreteros por Oaxaca y el Sureste (Tabasco, Campeche, Yucatán y Quintana Roo), ¡llegando incluso a San Antonio, Texas! Además de visitas a muchos otros estados que me permitieron conocer a mi país. 










Sucedieron diversas cosas en mi vida hasta que a los veintiocho años, y aparentemente de la nada, sentí el impulso de viajar fuera de México. Y así lo hice, convirtiéndome en un viajero tardío que se percató de lo que había hecho hasta que regresó después de más de veinte días en el Medio Oriente.

Asimilé que el viaje no sólo representa trasladarse físicamente. Uno se lleva a sí mismo, y todo lo que es, incluso a cuestas, durante este período. En mi caso, que viajé solo varias veces, me reencontré conmigo y tuve que soportarme hasta que comencé a simpatizarme.

Pero también existe la posibilidad de reinventarse, de ser alguien más. En Egipto, cuando volaba de Asuán a El Cairo, si no me traiciona la memoria, entablé conversación con un anciano estadounidense por demás afable, y al preguntarme por mi nombre y lo que hacía, terminé creando una historia tan verosímil que no sólo él, sino también yo, quedamos satisfechos con la respuesta. Los idiomas facilitan esta escisión de la personalidad: es sorprendente reconocerse como si se fuera “alguien más” cuando uno se escucha hablando y pensando en otra lengua.  

Aunque confieso que yo requiero de retornar a mi país para poner los pies sobre la tierra, sobre mi tierra —sin caer en nacionalismos sensibleros: restablecerme tanto económica como espiritualmente. La satisfacción de saber que tal experiencia se solventó por el trabajo propio, es una de las experiencias más provechosas que puede atesorar un ser humano —salvo los políticos y sus familias y los “artistas” vividores del erario; ellos jamás sabrán de qué hablo.

No obstante, los días siguientes a mi llegada sufro de “depresión post-viaje” —ya de por sí mi carácter es melancólico y nostálgico. Me siento ajeno, desfasado de la realidad. Pero a punta de mentadas de madre, toques de bocina y otras manifestaciones propias de la neurosis citadina, me reinsertó en la aplastante cotidianeidad.

Con el tiempo, el hartazgo de la carretera, de los aeropuertos, de los puertos... se transforma en impulso —necesidad— de emprender el rumbo otra vez, y la concepción de un nuevo destino devuelve la ilusión, la cual nunca dispone de un fundamento sólido, sino estriba en un anhelo instintivo.

Curiosamente tuve que salir de “mi terruño” para valorarlo. Durante años me queje amargamente de haber nacido aquí: sobre todo por los mexicanos. Albergue la esperanza de radicar en otro lugar. Estuve en naciones más desarrolladas que, si bien son espectaculares, me resultaron insípidas —“desabridas”, por usar un término de casa, llevándome a aceptar que moriré en México, salvo que la muerte me sorprenda en el camino.

Mi modo de pensar acaso sea arbitrario. Hay lugares a los que me gustaría volver, pero no lo haré hasta estar primero en otros desconocidos. Esto, indudablemente, responde al descubrimiento tardío de mi vocación viajera, y al deseo de querer conocer un poco más este planeta.










He aprendido a nunca dar por hecho nada. Y así sucede con el viaje.

El deseo de regresar al mundo siempre está presente en aquellos que alguna vez tuvimos la oportunidad de errar por él. Para ello hay que disponer de la vida misma.




. . . . .










Lo coloquial










Disfruto mucho el ejercicio de analizar a la gente en sus contextos geográficos originales. Es también, en mi caso, una tarea de carácter espiritual, de otro modo no tendría sentido el nervio y el miedo que representan el traslado hacia lugares desconocidos y a veces inhóspitos; el cansancio físico no tendría recompensa y quizá sería uno de tantos que sólo toma fotos de museos o de iglesias sin acercarse a la gente real.










No tiene que ver cuántos sellos o países se visitan sino el tiempo de permanencia, y la comodidad y satisfacción deben ser primordiales.










Disfruto la convivencia y observación de los diversos estratos de una sociedad y las diversas aristas desde donde se intenta apreciar y analizar: un canal de televisión, un mercado, una plaza comercial y un parque, un antro de mala muerte, la cantina, el bar fresa, el centro de oración, un periódico.









Detenerse, observar, hablar con ellos, vestir como ellos, convertirte en ellos, ser ellos. Sé que lo logro cuando camino por la calle de alguna ciudad y alguien se acerca a preguntarme una dirección. Soy ya uno de ellos.










La fuga










Comencé a viajar desde pequeño, obviamente acompañado; el auténtico reto ocurrió cuando me aventuré por Europa siendo todavía un jovencito, inexperto e inseguro —salvo la edad, no he cambiado mucho, me temo. Los idiomas que hablo fueron de gran ayuda ya que me perdí muchas veces pero fue muy fácil encontrar el camino y ubicarme. Desde ese primer viaje en solitario contemplé la idea de hacer una vida en el camino, un camino y un modo que yo mismo diseñaría. Nunca fui un hippie o un backpacker y no creo llegar a serlo alguna vez. Hay muchas ciudades a las que siempre regreso y en donde más que un visitante soy un habitante o ciudadano: París, Ciudad de México, Nueva York, Berlín, Buenos Aires, Santiago, Nueva Delhi.










La fuga consiste en haber nacido con piel de huérfano y salir corriendo y evadir todo tipo de situaciones que me sean innecesarias vivir o enfrentar. Es válido siempre que lo pueda hacer, me lo permito, y aunque llegue el arrepentimiento, continúo con la vida. Justo hace un par de días leí sobre la visita del “biciclown”, Álvaro Neil, a Ciudad de México. Cuando inicié éste periplo, hace dos años, vi en TVE un documental sobre éste hombre que viajaba por el mundo teniendo como único fin el hacer reír a la gente, sin embargo me detuve en sus ojos y asumí profunda tristeza y nostalgia; su huida era muy clara y palpable; argumentaba que no podía dormir más de tres días en la misma cama de lo contrario comenzaba a sentirse mal física y anímicamente. Fue casual que haya visto ese documental y fue decisivo para no querer ser como él y no acabar como él.










No quiero viajar toda la vida, tengo 28 años y estoy muy cerca de establecerme en un sólo lugar; he llegado a odiar la incertidumbre de lo que me espera en la próxima ciudad; detesto la desilusión y la decepción y hay muy poco del mundo que me pueda sorprender hoy en día.










Desde esa perspectiva India me ha enseñado la mejor de las lecciones. Mi traducción de “Iluminación” al venir e intentar recorrer todo éste país, significa que uno nace con la habilidad de fabricarse su propia “iluminación”.










La fuga, desde ese punto, es y será siempre sobre un camino interior. El viaje es un mero pretexto —de carácter obligatorio. Un oxímoron.

Florentino Fuentes
Kochi, Kerala. India 2013.






viernes, 3 de mayo de 2013

Новодевичье кладбище, Novodévichye kládbische: Cementerio de Novodévichi. Moscú, Rusia.



Para mi madre, cuyo tesón me inspiró y aleccionó,
haciendo de éste el mejor viaje que he realizado en la vida.








Partí de la Ciudad de México aproximadamente a las diez de la noche del viernes.


Crucé la puerta del hotel de Moscú a las cinco de la mañana del domingo, tras completar el vuelo de conexión con su respectiva espera... desespera... en el Aeropuerto de Schiphol de Ámsterdam, donde un desperfecto mecánico obligó a la aerolínea KLM a cambiar de avión.






Pese al desconcierto por la diferencia de horario y el cansancio del trayecto, tan pronto como me enteré de que tendría el día libre, no concilié el sueño y esperé sobre la cama a que amaneciera.




Vista del Monasterio de Novodévichi,

también conocido como Monasterio Bogoróditse-Smolenski.



Me dirigí a la recepción, donde solicité un mapa de la ciudad, además de ayuda para determinar el modo óptimo para dirigirme al Cementerio de Novodévichi (Ново девичье кладбище, Novodévichye kládbische). Leí que el complejo permanecía cerrado el lunes, y era consciente de que quizá no dispondría de otra oportunidad para conocerlo.


El taxista que me trasladó por la madrugada me informó que la estación de metro más próxima al también monasterio era Sportívnaya. Esto facilitó su ubicación en la línea roja —la número uno.









Después de superar el pánico escénico que supone llegar a un país ignoto y aventurarse por sus rincones —salir a la calle, abordar el transporte público y sentir las miradas inquisitorias de los usuarios; recibir de lleno el golpe del idioma ajeno, así como descifrar un alfabeto extraño mientras se cotejan los nombres del papel con los letreros...—, transbordé en un par de ocasiones para alcanzar mi destino.









Consideré exagerada la fama del Moskovski metropolitén. Si bien es un «palacio subterráneo», a mí me pareció uno bastante descuidado. Llamaron mi atención las interminables escaleras que me internaron, lentamente, en el profundo andén —otrora planificado como refugio antibombas durante la Guerra Fría.






Los candiles, los pasamanos de madera y los arcos, así como los trenes viejos, me recordaron a los escabrosos vagones —casi quirófanos móviles— de Budapest que no sólo me transportaron al distrito de Ferencváros, sino a la misma época de los regímenes comunistas.






Me encaminé a la salida. Le pregunté a una comerciante por el lugar. Con el ceño y sendos ademanes con la mano —derecha e izquierda— me indicó el camino.


La llovizna que comenzó durante la larga cuesta que remonté del hotel a la estación de Ulitsa 1905 goda, de la línea violeta, arreció. Yo no asimilaba —entre otras cosas por no haber dormido y carecer de la noción del tiempo— que ya eran poco más de las once. 







Supe del Cementerio de Novodévichi, gracias al capítulo moscovita de la serie de la BBC titulada Classical Destinations: Great Cities and their Music[Destinos clásicos: las grandes ciudades y su música], conducida por Simon Callow. La emisión se dedica a dos de los compositores fundamentales del siglo XX: Dmitri Shostakóvich y Serguéi Prokófiev. De hecho, el presentador cierra el programa con las imágenes in situ de las tumbas de ambos músicos.






Al doblar la esquina divisé algunos autobuses, e intuí que había llegado: las cúpulas ortodoxas y los enjambres de turistas se desvelaron ante mis ojos más adelante.

Me allegué a la entrada. Un vigilante con impermeable flanqueaba la reja. La mayoría de los visitantes y sus guías se replegaron por el agua. Consulté el plano, erigido cual atril con partitura desplegada ante los miembros acostados de la orquesta fúnebre: mi objetivo era la sepultura de Antón Chéjov. La localicé; sin embargo, por más que lo intenté, no pude ubicarme.

—¿Chéjov? —inquirí al encapuchado. Con el brazo derecho señaló hacia ese mismo lado —¡como si su ademán me sirviera de algo en un panteón con más de 27, 000 lápidas!


Comencé a deambular. La gente se guarecía bajo el techo aledaño a los sanitarios. Salió paulatinamente: hablaban en japonés, chino, noruego... En ocasiones, para hacerme de datos, me arrimaba a estos grupúsculos como el carroñero que devora las sobras dejadas por los depredadores.









Identifiqué inmediatamente el sepulcro de Borís Yeltsin —el de la bandera tricolor rusa. Fotografié cuatro más cercanos a éste: uno en que destacan sendas efigies de un sujeto sentado y un perro, los cuales están junto al de una danzante —los últimos dos que capté se encuentran frente a los anteriores.















Dichas losas resultaron pertenecer respectivamente al más célebre cómico soviético, Yuri Vladímirovich Nikúlin, quien en las postrimerías de su vida fungió como director general del Circo de Moscú; a la bailarina, Galina Ulánova —que muchos suponen la de Anna Pávlova, también enterrada en este «camposanto»—; al exitoso violonchelista de origen azerbaiyano, Mstislav Rostropóvich; y un monumento donde figuran tres héroes de la Unión Soviética: Lev Dovátor, Iván Panfílov y Víktor Talalíjin.


Si alguien se extravía dentro de esta necrópolis, siempre tiene el consuelo de toparse con personas que lo están aún más. Refiero esto porque una pareja de homosexuales viejos se acercaron a mí para enterarse de quiénes eran algunos túmulos.






Al aceptar que no hallaría a Antón Pávlovich por mí mismo, demandé a una intérprete local que mostraba la losa de Nikita Jrushchov a un reducido grupo asiático. Sin aclarar mi duda, me orientó hacia uno de los muros atestados de columbarios.

Los retratos de los personajes de las paredes se me semejaron a esos viejos relojes de bolsillos que simultáneamente dan la hora y remiten al pasado: estirpes enteras reposan en sus imágenes amarillentas.


Tanta vida y tanta muerte conviven diariamente aquí: los moradores silentes y los viandantes ruidosos que concurren para honrar con fotografías, miradas y flores a fantasmas idealizados.









Más por persistencia que certeza, reconocí el sitio que me planteé encontrar —incluso me olvidé de otros como los de mis admiradísimos Nikolái Gógol y Vladímir Mayakovski.


En este laberinto también yacen Velimir Jlébnikov, Mijaíl Bulgákov, Serguéi Eisenstéin, Konstantín Stanislavski y Nâzım Hikmet, uno de mis dos poetas turcos contemporáneos predilectos —el otro es el malogrado, Orhan Veli Kanık, quien murió de un derrame cerebral después de caer en una zanja estambulita.






Satisfecho, me embarqué en la búsqueda de Shostakóvich y Prokófiev, con la corazonada de que sólo encontraría a uno de los dos... tal como sucedió.

No pude dar con Serguéi Prokófiev, aquél a quien «Acero», Stalin —sobrenombre de Iósif Vissariónovich Dzhugashvil—, fastidiara no sólo en vida y muerte —ambos fenecieron el cinco de marzo de 1953 con una hora de diferencia, lo que hizo más luctuosa la desaparición del artista.






Reparé en algunos mausoleos —escala de los multifamiliares socialistas— y registré aquellos cuyas esculturas me parecieron más interesantes —me percaté de la inexistencia de epitafios; las inscripciones se limitaban al nombre del difunto y a sus fechas de nacimiento y defunción.
















Investigué: se trataba de la dirigente y ministra de cultura, Ekaterina Fúrtseva; el pedagogo Antón Makárenko; el dramaturgo Aleksandr Afinógenov; el payaso Vladímir Dúrov y Nadezhda Allilúyeva, la segunda mujer de Iósif Stalin.






Este cementerio es Rusia y representa lo que fue la U. R. S. S. Un sitio nostálgico, melancólico..., donde reposan seres humanos —algunos de ellos extraordinarios— de la historia de esta convulsa tierra, nunca leve, en que las contradicciones aún palpitan —como en el cuento de Edgar Allan Poe, y el celebérrimo epigrama de Fiódor Ivánovich Tiútchev:



Умом Россию не понять,
Аршином общим не измерить:
У ней особенная стать —
В Россию можно только верить.

[Rus. A Rusia no la comprende la razón,
ni se le mide con el arshín1 común.
Posee su particular forma de ser.
En Rusia sólo es posible creer.]




Abandoné aquel lugar tiritando. La falta de descanso y el hambre recrudecieron, y experimenté la sensación de haber hecho una visita onírica y no física.






Con la perspectiva que sólo el decurso otorga a los recuerdos, comprendo que aquel paseo fugaz fue uno de mis mejores ensueños. Después de todo, la Vida es una procesión solitaria por el mundo en que, como creían los antiguos, Sueño y Muerte se hermanan.




__________
1 N. del T. El аршин, arshín es una unidad de medida rusa —hoy en desuso—, equivalente a 0, 7112 metros. Se puede traducir como «codo» o «patio». Se utiliza en diversas frases. Por ejemplo, medir algo por su arshín; juzgar a alguien por los propios arshines (o alcances).


Anexo el vínculo de la página del cementerio (en ruso): http://novodevichye.com/