A partir de ambas,
Beatriz Estrada ofrece no sólo un recorrido geográfico, sino también uno, ante todo, vital.
Para mi Padre y Montana que, sin
saberlo,
secretamente me llevaron a
Rumania.
Me gustaría decir que mi historia con Rumania está ligada a mi lengua materna, por las historias que me
contaban mis abuelos antes de dormir o porque alguna vez fui rescatada del
Danubio, como Moisés del Nilo, y me cultivaron en otra tierra. Tal vez fue
Montana, la mamá de una amiga de mi madre con quien muchos años coincidí en el
Club España, quien se quejaba amargamente de mi país en los vestidores de
mujeres, la que despertó en mí la curiosidad de su origen; quizás de donde ella
venía habitaba un cosmos resuelto. Era su pálido cuerpo y sus tetas arrugadas
lo que me conmovía pues parecía un girasol solitario, a la deriva, entre tantos
cuerpos apiñonados, en especial el de mi madre.
Mi
madre tiene un extraño talento para ficcionar, o quizás yo tengo el talento de
ficcionar todas sus historias. Recuerdo que alguna vez me contó que cuando
Montana dejó Rumania durante la Segunda Guerra Mundial decidió no volver a
hablar en su idioma. Mi mente de niña, y ahora de adulta, no entendía una
renuncia de tal envergadura. Muchos años después, ya en México, Montana fue
internada en un hospital por algún padecimiento y en su delirio comenzó a
hablar el idioma de su infancia.
Todos
los domingos mi padre nos compraba un fascículo de una colección de
enciclopedias. Yo prefería los atlas. Quizás desde entonces presagiaba mi profesión.
Recuerdo una fotografía en particular, era un campo verdísimo con algunas
mujeres sentadas frente a una cerca resguardando esos valles. Cada una portaba
una basma (pañoleta), como si un
huerto de flores o un pedazo de paisaje sujetara su cabellera. Es una imagen
que no puedo quitarme del corazón y desde entonces, de alguna manera, me
hizo cómplice de aquellos paisajes y de aquella lengua. Ésa es mi historia con
Rumania, no la del erotismo de Drácula, no la de la leyenda olímpica, Nadia Comăneci,
ni la de las cantantes rumanas de pop. Mi amor por Rumania se resume en
historias e imágenes prestadas que he ido bordando a través de los años.
Llegué
a Rumania el 11 de agosto de 2012 con el objetivo de recorrer una parte de
Transilvania y asistir a la boda de mi amiga Nicoleta en una pequeña ciudad
llamada Drobeta Turnu Severin, de la mítica región de Valaquia. Después de
sortear una serie de eventos inesperados, como un vuelo demorado a Londres, una
carrera para alcanzar mi conexión a Bucarest –que bien me hubiera coronado como
la reina del atletismo, a pesar de mi asma–, y de una maleta perdida en el
aeropuerto de Heathrow, ahí estaba, una noche de agosto, al este de Bucarest y
arropada por el rumor de un idioma que se resignaba a revelarse.
Decidí
indagar el paradero de mi maleta y un hombre me condujo a un pequeño cuarto en
el ya de por sí pequeño aeropuerto internacional Henri Coandă. Un vuelo de
Estambul había desembarcado justo después del mío. Tuve que describir mi maleta
en toda su carga de normalidad preocupada por que no me dejara el transporte
que había contratado para que me recogiera (antes de viajar leí todas las
recomendaciones amarillistas de viajeros que habían acabado con la reputación
de los taxistas rumanos). Dos hombres entraron al cuarto, eran altos, portaban
dignamente unos bigotes al estilo de Stalin o Zapata. Su ropa se antojaba de
ciudad, a pesar de su percudido, y parecía gente de campo por la dignidad con
la que la portaban; uno de ellos llevaba un sombrero y un diente de oro para
adornar su boca. Se acercaron al mostrador hablando en un idioma tan
extraño que cada frase parecía una sucesión de conjuros; por fin el rumano
comenzó a brotar de sus bocas y mis oídos alcanzaron a escuchar que iban a
Ruse, una ciudad búlgara en la frontera con Rumania. El hombre que amablemente
me ayudó cambió totalmente su expresión, y después de quejarse con un amargo ¡oh,
țigani! (gitanos),
los ignoró jugando con su silla giratoria. «¿Por qué no ayuda a los señores? No
tiene nadie más a quién atender», le dije en inglés. El hombre se reincorporó,
los miró fijamente y les dijo: «Tienen suerte». Nunca voy a olvidar la mirada
del hombre del sombrero y el diente de oro; aunque estoy segura de que no
entendió ni una sola palabra de lo que dije, me agradeció desde lo más profundo
de sus ojos azules y me dedicó un resplandor con su boca.
La
aerolínea dejó mi maleta en Londres, no podía quedarme a esperarla en Bucarest
porque tenía un itinerario cuasimatemático que contemplaba la herencia
comunista de los trenes rumanos, por lo que arreglé que mandaran mi maleta
directo a Drobeta Turnu Severin. Siempre he tenido mala suerte y he decidido
vivir con ella. Sabía que algo tenía que salir mal en este viaje y por eso
empaqué una maleta pequeña con algunos cambios de ropa incluyendo el vestido
que usaría para la boda. Resultó. Ambas haríamos un viaje paralelo, yo por los
Cárpatos hacia Transilvania con una maleta de contingencia y ella por Valaquia
y sus llanuras.
Mi
primera plática en rumano fue con los hombres, bastante jóvenes, que me fueron
a recoger al aeropuerto. Me dijeron que no era necesario cambiar dinero a esa
hora y que mejor pagara en el hostal (error garrafal). Subiendo al coche uno de
ellos, me dijo:
—Mira
a esos hombres, son gitanos.
—Sí,
los conozco, van a Ruse –respondí.
Los
atentados del 11 de septiembre de 2001 no sólo cambiaron el paradigma de la
seguridad sino de la higiene personal de los viajeros y uno tiene absolutamente
prohibido embarcar con más de 100 mililitros de cualquier líquido. En el
aeropuerto reina la democracia y todas las sustancias son sospechosas por
igual. Si mi madre llegara a leer estas líneas seguramente se infartaría con mi
confesión pero ahí estaba yo, sola, pasada la medianoche, caminando por
Bucarest para encontrar un supermercado y comprar artículos básicos de higiene.
Un matrimonio joven que paseaba a su bebé en una carriola me encaminó a un
supermercado de 24 horas. No salía de mi asombro contemplando el pan, la harina
y las cerezas como reliquias celestes en ese recinto de la cultura alimenticia
rumana, hasta que la realidad volvió a golpearme con toda su carga de
arbitrariedad. No aceptaban euros ni dólares, no servía mi tarjeta de crédito
ni mi primera tarjeta de débito. Me encomendé a todos los santos a los que mi
abuela era devota para que pasara mi última tarjeta. Nunca había anhelado tanto
una pasta de dientes, un shampoo o una crema para la cara. Después de
un momento que se prolongó como la de un sentenciado a la espera de su
veredicto, la tarjeta pasó y aprendí una nueva palabra que guardaba cierta
sonoridad afroantillana, pungă, que significa bolsa.
Llovía.
Empezó a llover desde la madrugada. El dueño del hostal arregló que una
holandesa, una alemana y yo compartiéramos un taxi a la estación central. De
repente, Valentín, ése era su nombre, comenzó a hablarme en español; había
estudiado unos años en el Instituto Cervantes. Yo hablo un poco de rumano, le
dije: «Por qué son tus ojos negros como el color de los motivos wagnerianos y
tu cabello negro como el error de las vírgenes inmaculadas…» Me miró
sorprendido como si le hubiera hecho alguna revelación científica. «¿Cómo es
que una mexicana recita poesía rumana?», me preguntó.
El
primer y verdadero reto lingüístico al que me enfrenté fue esa tarde al comprar
un boleto a Brașov en el tren 4589 a la una. La alemana, más lista que yo,
decidió escribir los datos de su tren y consiguió su boleto en un santiamén.
Pero mi orgullo me hizo detener la fila, limpiar las telarañas de mi memoria y
decirle a la señorita de la ventanilla con una voz cortada y temblorosa: imi
dati un bilet pana la Brașov la trenul patru mii cinci sute optzeci şi
nouă pentru ora treisprezece.
Llegué
por la tarde a Brașov, una pequeña ciudad en la parte sur de Transilvania,
enmarcada por los Cárpatos. Qué curiosa es Rumania y sus provincias, uno tiene
que adivinar la parada de tren donde bajarse porque no todas las estaciones
tienen nombre. Brașov tiene un problema de delincuencia organizada pero de osos
que bajan de la montaña para buscar comida en los basureros. Mi vocabulario era
prácticamente inservible, no sabía preguntar cómo llegar al antiguo centro
histórico de la ciudad y después de algunas risas descubrí que al bosque ya no
se le dice codrule como en el poema del poeta nacional,
Mihai Eminescu.
No
sabría cómo describir la tranquilidad de ese lugar, los ancianos se reunían
para esperar la tarde en la plaza y en los jardines aledaños, desde donde se
veía la vieja iglesia gótica del pueblo. Fue entonces que me senté en una banca
mirando cómo las palomas emprendían el vuelo, dos niños jugaban con aviones de
papel y comencé a escribir una carta que en ese momento no sabía si mandaría a
su destinatario del otro lado del Atlántico.

Hay
una vieja torre en Sighișoara que parece un vigía del pueblo y sus alrededores.
Fue la ciudad donde nació Vlad Țepeș (para muchos Drácula), que guarda una
sonoridad y una arquitectura sajona, sobre todo en sus iglesias. Todavía se conserva
la casa de este personaje, que para fortuna de los excéntricos, ahora es un
restaurante. Está bien, comí ahí, ¡lo confieso! pero la única presencia que me
perturbó en ese lugar fue una abeja que se posó en mi plato demămăligă (polenta) y luego comenzó a revolotear
en mis notas de viaje. El día anterior visité el castillo de Bran y la
fortaleza de Râșnov. Mi rumano mejoró con los días, así que pude platicar un
poco con el taxista que nos llevó a un australiano y a mí a la fortaleza y al
castillo. Si hay algo que llamó mi atención fueron las fábricas derruidas que
adornaban el paisaje de camino. Subiendo la colina encontramos a un grupo de
rumanos que visitaba la fortaleza y llevaba un guía, a cambio de unas cerezas
le dije al australiano que yo le traduciría. Una anciana vendía muñecas y
compré una păpușa para mi abuela del color de los
frutos en mi boca. Seguimos subiendo por un sendero antiquísimo mientras
trataba de imaginar cuántos pasos habrían aguantado esas piedras hasta hacerse
polvo. Nos detuvimos en el punto más alto de la fortaleza para ver el bosque,
tomé la păpușa en mis manos, y pensé en Beatriz, mi
abuela, cuyo nombre es el mayor tesoro de mi linaje, y quien jamás podría
compartir conmigo ese momento. Entonces cerré los ojos para rememorar sus
sueños y los sueños de mi infancia.
Antes
de tomar el tren de la media noche a Timișoara, y cruzar toda Transilvania,
decidí matar el tiempo en una cafetería frente a la estación de Sighișoara. En
la mañana discutí con la encargada del guardarropa de la estación; asumo que me
coroné victoriosa porque, aunque de mala gana, recibió cinco leu que
le di en monedas y guardó mi equipaje. Entré a la cafetería y sólo alcancé a
ver a una mesera detrás de la barra y a un señor tomando café, me senté y abrí
un libro. No había dado el primer sorbo a mi bebida cuando el señor a lado de
mi mesa me preguntó:
—Pájaros
de América –le contesté.
El
hombre hizo una cara de extrañado. «¿De dónde eres?», preguntó. «De México».
«Entonces hablas español». Se rascó la cabeza. «Yo sólo hablo rumano, húngaro y
alemán». Y se encogió de brazos. «No se preocupe que yo hablo rumano, en
realidad lo entiendo más de lo que lo hablo», le dije, y entonces comencé la
conversación más larga que jamás he sostenido en el idioma que decidí adoptar
para comprender el mundo.
El
hombre me contó que trabajaba con albinuțe (abejas) –conocía la palabra porque
alguna vez Nicoleta me hizo aprenderme una canción sobre ellas cuando
comenzamos las clases de rumano los domingos en su departamento. La mesera se
metió a la conversación para soltar dos o tres palabras en español porque había
emigrado a España, a La Mancha, como muchos rumanos que salen de su país
para buscar fortuna. «Te voy a presentar a mi hija para que hable contigo, ella
habla muy bien español», me dijo el hombre. Volteé desconcertada a ver a la
mesera mientras el hombre hacía una llamada por su celular. «¿Cómo que me va a
presentar a su hija si me acaba de conocer?», en menos de cinco minutos
apareció Andrea, su hija, en la cafetería y entonces su padre hizo la
presentación.
Andrea
aprendió a hablar español por las telenovelas mexicanas; lo escribo y todavía
me cuesta trabajo aceptarlo pero su español era perfecto, claro que su
generación no era de los Ricos también lloran ni de las Marías de
Thalía, ella hablaba español por una tal «Mari Chuy» que había salido en Rebelde.
Platicamos un largo rato, le dije por qué estaba en Rumania, que iba a una boda
y que venía a conocer el país de las fotografías de mi infancia. Le hablé de
una de mis poetisas favoritas, Ana Blandiana, y me dijo que iría a su casa, a
la vuelta del restaurante, por unas cosas que tenía guardadas. En un acto de
confianza me dejó el cargador de su celular para conectar el mío y me aseguró que
volvería. Ya no estaba su padre, sólo quedaba un silencio que supongo antecede
ese tipo de espera y una taza de café frío. Pocos minutos después Andrea
regresó con algunos libros de literatura rumana que usó para preparar su examen
de ingreso a la Universidad de Babeş-Bolyai, en Cluj-Napoca, la capital de
Transilvania. Un cadou pentru dragostea pe care o porti
ţarii mele (un regalo
para ti por el amor que le tienes a mi país). Hay una especie de solidaridad
que sólo surge en los viajes y su gesto me conmovió en lo más profundo del
alma. Yo no tenía nada que darle, hurgué en mi mochila y encontré una moneda.
Entonces le propuse un trueque, le daría un sol y un águila por las palabras
más bellas en esa lengua romance.
Su
padre regresó con unos amigos y comenzaron a beber. Me acerqué a él, sabía que
viajaba sola, se paró, estrechó mi mano y me despidió con un sincero ai
grijă de tine! (¡cuídate!). Entonces Andrea y yo cruzamos la calle y
me acompañó a la estación para embarcarme en el tren de medianoche.
En
el trayecto a Timișoara tuve que cambiar de tren, y para aguantar la
desmañanada me tomé un café en un local que, para mi sorpresa, se llamaba Café
Acapulco. A ciencia cierta no puedo decir qué era lo que despertaba la
curiosidad de la gente cuando me veía en el tren o esperando en alguna
estación, no sé si era porque viajaba sola, por mi impúdico rostro sin
maquillaje, o el grosor de mi cabello (Norica, la mamá de Nicoleta, me dijo que
era tan grueso y resistente como la cuerda de un barco). Una mujer se animó a
preguntarme de dónde era y se emocionó cuando le dije que era de México y que
iba a una boda, creyó que era la mía aunque le insistí que sólo era dama de
honor.
Después
de una aventura para llegar al hostal (un taxista neurótico me dejó a tres
cuadras, la calle estaba vacía a las siete de la mañana, no había a quién
preguntarle mi paradero y la única persona que encontré fue una mujer que casi
se vio orillada a dibujarme un mapa por las complicaciones lingüísticas
derivadas de la falta de sueño) decidí empujar la reja de los departamentos y
entrar como Pedro por mi casa. Toqué la puerta, sin respuesta, por un rato pero
decidí seguir intentándolo con la devoción de un peregrino; por fin me abrió un
hombre en bermudas con dibujos tropicales y un corte de cabello de afro que
bien pudo llegar surfeando desde Florida al mar Negro. Quitó su maleta de una
cama para que pudiera dormir en ella y me perdí por horas.
Hay
tres cosas que me tenían muy impresionada de Rumania, la primera era la
conexión inalámbrica a internet, uno podía conectarse gratuitamente desde el
supermercado o la heladería; la segunda eran los parques, el follaje de los
árboles era algo inconcebible, tanto así que Central Park me pareció una simple
pretensión, y la tercera eran las banquetas, así es, las banquetas, ¡cuántas
veces escuché a Nicoleta quejarse de que las banquetas en México no se habían
ganado ese título con dignidad!
Caminé
a la plaza de la revolución donde en 1989 un sermón del pastor húngaro, László
Tőkés, despertó al pueblo rumano y lo llevó a derrocar a Nicolae Ceauşescu. Hay
una magia en ese lugar que sería difícil transmitir, por primera vez me sentía
en comunión con ese país y sequé mis lágrimas mientras observaba cómo el sol
adornaba la catedral ortodoxa. Al entrar, me recibió un olor distinto al de las
iglesias católicas. Aún no tengo algún muerto al que le sea devota, pero hay un
salón cerca de la entrada en el que, como lo dicta la tradición ortodoxa, uno
reza a los santos, y les enciende velas que quedan flotando. No me di cuenta
sino hasta que compartí las fotos con Fernando, el esposo de Nicoleta, que en
todas mis imágenes de la catedral había retratado ancianas fervorosas que
portaban su basma como aureola.
Di
vueltas en círculo para encontrar el museo de la Revolución. Caminé hasta el
mercado de flores donde un hombre me enseñó en su celular el huerto donde
cultivaba Gura leului (una flor europea llamada boca de
dragón). En el mercado una anciana me regaló măceșe, esas frutillas que
crecen en los arbustos parecidas a las bayas o a la pingüica; a pesar de
los mitos de la infancia, que decían que esas frutas estaban envenenadas, en un
acto de buena fe las llevé a mi boca. Seguía perdida. Un gitano me ayudó
a retomar mi camino al centro de la ciudad pero nunca pude llegar al
museo, al parecer, no hay mapas ni caminos para llegar a la Revolución.

Terminé
de escribir aquella carta que comencé en Brașov y me invadió una especie de
soledad ancestral. Se había roto algo y así como el tren deja el paisaje para seguir
con su marcha, yo tenía que dejar pedazos de mi corazón. Pasé una velada con la
gente del hostal, y un francés me dijo que en el tren de medianoche se había
topado con dos alemanes que cargaban ajos en los bolsillos. En nombre de las
amistades alemanas que tengo, asumiré que mi camarada francés era escritor. Me
despedí de mi nuevo acompañante, James, un australiano que llevaba nueve meses
viajando (parece que el mundo se poblará de ellos) y tomé el tren rumbo a
Drobeta Turnu Severin. Frente a mí se sentó un hombre con la mitad del cuerpo
quemado. Imaginé su historia, así como la de mi madre cuando se quemó de niña
con leche hirviendo, a ella no le quedaron cicatrices porque mi abuela le untó
un remedio que preparaban en la fábrica de cerillos donde trabajó una de sus
hermanas. El hombre me empezó a hablar pero yo prefería dormir, por lo que le
dije que no entendía rumano, pero eso sólo agravó su curiosidad. Después de
platicarle la misma historia que repetía en cada tren al que me subía me
preguntó. «¿Qué es lo que más te gusta de mi país?», y le respondí con la
certeza de mi vida: «La forma en la que vuelan los pájaros, el sabor de las
ciruelas y la forma en que las ancianas esperan a que llegue el tren».
El
día de la boda el departamento de los señores Ilie, Norica y Nicoale, era un
caos. Nicoleta se había ido al salón de belleza muy temprano y yo ayudaba a
Rosa, la mamá de Fernando, a arreglarse. La ceremonia civil se hizo por la
mañana. Fernando no habla rumano, aunque entiende un poco, así que quiero
pensar que entendió cuando le preguntaron si había llegado hasta esa pequeña
ciudad rumana junto al Danubio por su propia voluntad. Norica era el alma de la
celebración, estaba tan contenta por la boda de su hija que replicaba como
campana en un día de primavera. Con el profesionalismo que me caracteriza, me
había propuesto ser una dama de honor transatlántica ejemplar, así que estuve
ayudando a la novia a guardar las flores que le regalaban todos los invitados
junto con Mariana, una de sus amigas de la infancia, con la que podía hablar en
español porque también lo había aprendido con las telenovelas mexicanas.
Saliendo
del registro civil la gente comenzó a quitarme las flores y afuera de la
Alcaldía se montó una guardia con los invitados que elevaron los ramos, como
espadas, para que pasaran los novios mientras cantaban: Mulţi
ani traiascã, mulţi ani traiascã , la mulţi ani. Cine sã traiascã? Cine sã
traiascã? la mulţi ani… (muchos años más, muchos años más… ¿Quién
vivirá? Muchos años más). Comencé a corear la canción porque fue de las
primeras cosas que aprendí en rumano, pensé que era una canción de cumpleaños
pero al parecer la gente la usa en todas las ocasiones especiales. Unos días
después cuando dejé la ciudad para irme a Bucarest, Rosa me la cantó afuera del
tren.
Los
padrinos son los personajes centrales de la boda, después de los novios, y
toman muchas de las decisiones ese día, así que ellos decidieron que la boda
civil fuera por la mañana para permitirle a la novia descansar antes de llegar
a la iglesia. Hay una palabra en rumano para la novia el día de la boda, mireasă,
que no he podido traducir al español, pero ese día sentí todo la carga de su
significado en Nicoleta mientras le ayudaba a acomodar el encaje marfil de su
vestido. El sonido de un acordeón y un violín me hizo caminar a la sala, donde
encontré un grupo de músicos tradicionales que comenzaron a tocar para recibir
a los invitados que acompañarían a la novia. Fernando fue por los padrinos y,
en mi muy importante rol, los recibí en la entrada del departamento con unas
copas de agua y ciruelas. Al son de la música y la voz de una cantante que
emulaba un jilguero sobrevolando esos campos verdísimos de mi memoria, la
madrina colocó el velo en la mireasă cumpliendo con un ritual ancestral.
Nicoleta colocó adornos de flores en la solapa del saco de los hombres y me
pidió que yo se lo colocara a su papá para no llorar. Los barandales de ese
viejo edificio comunista estaban llenos de flores y al llegar al
estacionamiento una gitana comenzó a gritar deseando fortuna a los novios.
Todos los invitados se congregaron en un círculo y comenzaron a bailar como si
bordearan el universo infinito.
Un
pequeño incidente lingüístico estuvo a punto de desatar un caos afuera de la
iglesia. Rosa preparó bolsitas de arroz para aventárselos a los novios. Si no
hubiera sido por el espíritu santo, esa paloma que en mi clase de formación
católica me enseñaron que conoce todos los idiomas, no habría podido explicarle
a la anciana que coordinaba a las mujeres del arroz que había que abrir la
bolsa y aventar su contenido y no lapidar a los novios. La misa duró menos de
lo previsto, dos sacerdotes cantaron de pie durante toda la liturgia impregnándome
de una carga de santidad que sólo recuerdo de aquella época en la que todavía
creía en algo divino. Dice la gente de la comunidad que está escrito que uno de
los hijos del sacerdote ortodoxo del pueblo siga sus pasos, pero esto no lo
determina su devoción sino sus aptitudes en el canto.

En
el hotel de la recepción había charolas de fruta y bebidas de todo tipo. Antes
de llegar a la iglesia acompañé a Fernando y a Nicolae a comprar pepene roşu (sandía). No lo
hubiera creído de no haberlo visto con mis propios ojos pero la gente en
Rumania padece de una especie de amor enfermizo por las sandías en los días de
verano. En una boda rumana se regala dinero y no cosas materiales. La boda no
está pagada del todo porque los novios van a contar el dinero al final. La
aportación de los invitados depende de la calidad del evento y, como en la
mayor parte de los rincones del mundo, a la gente se le gana por el estómago.
No entiendo cómo los rumanos pueden ser tan delgados con la cantidad de cosas
que comen. El primer platillo fue un abanico de carnes frías que imaginé que se
pondrían en el centro, después llegaron el pollo, las ciruelas, la polenta, el sarmale (rollos de carne en hojas de parra),
las papas y el pescado. El vino y el Ţuică(una bebida alcohólica
hecha a base de ciruelas) los había hecho Nicolae y Fernando llevó tequila de
México.
La
fiesta estuvo ambientada por música rumana tradicional y yo me animé a bailar
inventando un paso que no rompiera la armonía de esa fila que parecía un
eslabón del universo. Quizás en los bailes rumanos descansaba ese cosmos
resuelto que tanta curiosidad despertaba en mí esa voz de antaño. Salí con el
primo de Nicoleta a fumar un cigarro y la noche se dejó caer mientras las
estrellas alumbraban lo que alguna vez había sido Yugoeslavia del otro lado del
río.
Fue
una odisea que nos dejaran pasar a Serbia. En la frontera la gente habla rumano
y serbio con fluidez, y ya adivinarán las peripecias que tuve que sortear para
explicar que en la embajada serbia en México me dijeron que no necesitábamos
visa; el asunto es que nunca habían cruzado mexicanos esa frontera, y los
oficiales no hablaban inglés, por lo que el encargado del cruce tuvo que
verificar en su libro blanco. Visitamos dos pueblos fronterizos, Kladovo y
Davidovac. Primero llegamos de sorpresa a casa de unos amigos de Norica. George
Steiner se hubiera extasiado de escuchar tantos idiomas (serbio, rumano,
francés, inglés, español) convergiendo en una especie de Babel.
Nuestros
anfitriones, Jeliko, un policía que patrullaba esa comunidad de 10 mil personas
y su esposa, Dusiţa (flor que cura), nos llevaron a comer al pueblo aledaño,
Davidovac. Sin temor a exagerar, en ese lugar probé la mejor comida de mi vida.
En Serbia es una falta de respeto dejar comida en el plato así que asumí que me
iría al infierno por pecar de gula y devoré cuanto pude. Jeliko le dijo al
dueño del restaurante que éramos mexicanos y por esas casualidades de la vida
la rocola tenía un disco de sones jarochos que en seguida comenzó a sonar. Rosa
y yo nos pusimos a bailar, ese tipo de cosas dejan de ser ridículas cuando hay
un océano de por medio. Saliendo de ahí el dueño nos dio a Rosa y a mí su
tarjeta con su correo para que le escribiéramos. Hace poco la encontré en mis
curiosidades y recordé la foto que me saqué con él y luego la que él me pidió
para el recuerdo.
De
regreso a Kladovo caminamos por la orilla del Danubio. Jeliko se detuvo frente
a una casa y me dijo que había sido de Josip Broz, «¡Ah, de Tito!», le
contesté. Le extrañó que del otro lado del mundo supiéramos de Tito y me
preguntó qué había escuchado de Yugoeslavia. A diferencia de lo que sabía o lo
que creía saber, Jeliko refutó todo lo que le dije, no podía contestarme en
inglés porque su corazón lo sentía mejor en serbio o rumano, se disculpó; ésa
había sido la mejor etapa de su vida, había servido en el ejército yugoeslavo
creyendo en algo. La noche comenzó a anclar las estrellas en el río y con una
mirada triste y a la vez digna, Jeliko dijo en voz alta: «Todos los días me
levanto con la certeza de que en algunos años mi país no existirá más.»
La
gente trafica cosas de Serbia a Rumania por la diferencia de precios. Conocí a
una vecina de Nicoleta que pasaba cientos de cajetillas para venderlas en el
mercado negro y tenía cualquier cantidad de escondites en su pequeño
departamento, le apodamos la Reina del Sur. Norica secundaba ese nombre con las
únicas palabras que sabía decir en español «mafia, tráfico + reina del sur». Es
difícil para mí pensar cómo se vivía el comunismo en Europa del Este, hasta ese
momento mis únicos referentes habían sido los libros. A veces, cuando veo a
Nicoleta devorando un mango, descubro una clase de milagro cotidiano que de
este lado del mundo crece en los árboles, y me siento afortunada. De niña su
vecina les conseguía plátanos en el mercado negro; sus padres y ella se
encerraban en la sala y corrían las cortinas para devorarlos secretamente en
una complicidad que no alcanzo a comprender pero que me conmueve en lo más
hondo. La mayoría de la gente vive en edificios. En Bucarest, por ejemplo,
cerca de la Avenida de la Victoria, la avenida principal, aún se ven rastros de
balas que sembró el caos de la Revolución. Hay cierta tristeza en algunos de
sus edificios que contrasta con sus esplendorosos parques y los restos de una
capital que alguna vez se hiciera llamar la pequeña París. Parece como si la
historia se pintara de gris para dejar una huella ineludible.
El
último día del viaje me senté en una vieja taberna de Bucarest y vi cómo montaban
un teatro callejero del otro lado de la calle. Un día antes recibí una carta.
Comencé a tomar una cerveza mientras recorría con la mirada todos los rincones
de ese lugar. Quise pedir un limón y en su lugar pedí un limonero, un error que
asumí como poético. Me pregunté si ese viejo pedazo de madera guardaría mi
historia en el tiempo y si alguna vez me acostumbraría a usar palabras tan
misteriosas para desear fortuna (noroc)
o para pedir un helado (înghețată).
Pasé mi última tarde en Rumania viendo cómo se ocultaba el sol detrás de aquel
teatro, cerré mi libreta de viaje donde guardé todas las imágenes que me
regaló el paisaje de aquellos trenes y me decidí a disfrutar el espectáculo.
Llevo
días viajando en trenes adormecidos
frente
a senderos de alguna vez o para siempre el norte.
Las
máquinas silban para anunciar la huida
y
en su marcha comienzan una revolución silenciosa.
La
noche cae como una piedra pesada sobre un pasto púrpura.
Los
motores emprenden un vuelo impasible
como
el de las palomas sigilosas sobre los charcos.
A
lo lejos: «un lei por un ramito de flores»,
en
un alfabeto que no comprendo.
Dos
niños arrullan el bosque,
y
la hierba crece en los rieles.
Una
gitana llena sus zapatos de agua
y
en su blusa se alcanzan a ver sus pezones.
Un
hombre me dijo que hay que tocarlos como las moras
porque guardan celosos
el sabor del campo.
con
la tranquilidad de la derrota.
«Camina
conmigo, en la noche anclaremos estrellas
en
la profundidad del Danubio», me dice aquél hombre;
Una
novia blanquísima baila sobre el último puente
y
una lluvia de amapolas cubre su danza.
«Camina
conmigo», insiste,
mientras
las ancianas esperan con su basma a que llegue el tren.
Beatriz Estrada Moreno
(ciudad de México, 1985), estudió Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales de la UNAM. Observadora profesional de la ciudad, le tiene
miedo a las mariposas negras y carga con una profunda nostalgia por las cosas
que fueron y por las que serán. Actualmente trabaja temas de seguridad e
integración latinoamericana, cursa el diplomado de Escritura Creativa en el Claustro
de Sor Juana en sus talleres de poesía y cuento; dedica sus ratos libres y no
tan libres a maquinar sus historias y tiene la ligera sospecha de que en su
otra vida fue rumana.