Termino un ciclo
llamado Bon Voyage: ¡Gracias a todos
por el viaje!
Siempre, desde que supe que quería dedicarme al periodismo,
quería viajar y que me pagaran por ello. Me costó meses de búsqueda,
desesperación y hasta llanto, pero llegó el día. Este trabajo me permitió ver
el mundo con ojos nuevos, literalmente.
Volé por el cielo de Cuautla en
paracaídas, por el de Valle de Bravo en Ala Delta, por el de Lima en parapente,
el de Orlando en un globo aerostático, y el de Monterrey en bungee.
Nadé con delfines en Jamaica, con manatíes en Cozumel y con
lobos marinos en Perú. En Chiapas sostuve una enorme víbora en los brazos y en
Orlando monté un cocodrilo, claro que con el hocico debidamente cerrado.
Me adentré en el mar abierto de la costa michoacana, del que
por cierto, casi no consigo salir de no ser por un surfer que me ayudó a llegar nuevamente a la orilla; caminé por la
selva veracruzana donde, por la noche reina la luz de las luciérnagas, y en
Nuevo León practiqué cañonismo en Matacanes.
Recorrí Mazatlán en cuatrimoto, la sierra tarahumara a bordo del Chepe, las aguas transparentes de Jamaica en catamarán, las empinadas calles de San Francisco en el tradicional cable car y las calles de la Ciudad de México en moto.
Al pueblo de Tequila, Jalisco, llegué en un tren de lujo, y
al Cerro de Monserrate, en Bogotá, Colombia, ascendí en teleférico.
Durante este viaje tuve la
fortuna de cumplir varios sueños: visité ese al que muchos han llamado “el
lugar más feliz del mundo”: Disneylandia, en Orlando, Florida. No sé si sea “el más feliz del mundo”, pero sin duda es mágico. Ahí la edad para divertirse no importa y tras saber que las princesas aquí cobran vida, la noche se enciende con cientos de juegos artificiales.
En Denver, Colorado, toqué por
primera vez la nieve y me maravillé con la perfecta forma que tiene cada copo. La
probé, hice un ángel de nieve y hasta esquié, bueno, al menos lo intenté.
Conocí exquisitos museos, como el de Historia Natural en Chicago y el del oro en Bogotá Colombia, además de ciudades coloniales llenas de color, como San Miguel de Allende y pueblos que parecen haber salido de un sueño surrealista, como Xilitla en San Luis Potosí.

Admiré paisajes que no creí siquiera que pudieran existir más que en las películas, como los everglades en Orlando, las pozas de agua transparente en la huasteca potosina, montañas nevadas haciendo juego perfecto con un lago como de cuento en Tahoe, California, poblados que aún en ruinas mantienen su propio encanto, como el fantasmagórico Real de Catorce, otra joya potosina.
Probé los uchepos que sólo las mayoras michoacanas logran
hacer con sus perfectos cinco picos, recién salidos del fogón, las maravillas
gastronómicas que preparan en Lima, y un sushi de verdad, sin aderezos ni salsa
de soya, en Tokio, Japón. Aprendí sobre el proceso del tequila, del mezcal, del
saque y el pisco sour.
Escuché
a la marimba en el puerto de Veracruz y en el centro de Tuxtla, en Chiapas; el reggae que
no muere en la isla de Bob Marley y escuché a los tokiotas cantar pop y hasta
salsa en japonés.
Bailé salsa en Miami con
extranjeros de todas partes, aprendí los pasos de un verdadero rodeo a las
afueras de Monterrey, y vi danzar una noche entera a los indígenas de Papantla,
en Veracruz, para pedir por una buena cosecha.
Increíblemente vi
la alegría en el rostro de las niñas tarahumaras, que por supuesto no se debe
al dinero.
Escuché leyendas de cada sitio, dormí en camas que parecían para
reyes, me sorprendí también con las maravillas que crean los artesanos de todos
esos lugares, aprendí de las antiguas civilizaciones y sus zonas arqueológicas,
y abracé cuanto árbol pude.
Admiré los tonos rojizos que
tomó el cielo al caer la tarde en la bahía de Matsushima, una de las más
bonitas de Japón, los colores naranja del semidesierto del altiplano potosino y
el cielo leonés repleto de globos de muchos colores y tamaños.
No todo fue fácil y bello, en Santiago de Chile no llegó mi
maleta y yo moría de frío, aunque por fortuna viajé con dos mujeres increíbles
que no dudaron en apoyarme. Conocí a personas de las que lo único que hay que
aprender es a no ser como ellas. Me llené de granos
del estrés, vomité la bilis de un coraje, dejé de comer, de dormir, de ver a la
gente a la que quiero. También me desilusionaron y hasta me enamoré de quien no
debía.

Ciclos, le llaman.
Luego de cuatro años en Bon Voyage y
en Excélsior, se acaba uno para mí,
con la consigna de que el siguiente viaje sea mejor. Ya les platicaré en que
andaré.
Por ahora sólo me resta agradecer y asegurarles que nos encontraremos más que pronto.