Con anterioridad, mi amigo José Antonio Ruiz Piña generosamente editó y post-produjo tres cápsulas sobre Marruecos. Esta
mañana me sorprendió con la noticia de que había terminado una cuarta: en esta ocasión
sobre Jerusalén.
Al disfrutar de ella, no pude sino evocar las
experiencias vividas —no todas agradables, pero sí provechosas— en Israel hace
más de cinco años.
Recuerdo que me transporté del aeropuerto David
Ben-Gurión de Tel-Aviv —el único del país por razones de seguridad— hasta
Jerusalén. Era un día lluvioso. A las afueras de la ciudad, había ocurrido un
accidente automovilístico terrible: una camioneta se volteó, quedando con las
llantas para arriba.
Las señales no eran halagüeñas. Fue una
estancia difícil, quizá la más complicada que he experimentado como viajero.
Sin embargo, el tiempo, ese cicatrizante de heridas y manipulador de recuerdos,
me ha permitido recordar simultáneamente con nostalgia y alegría a aquel hombre
que solía ser en el año de 2008.
Nunca olvidaré, por ejemplo que, en un carro de
golf, rumbo al Mar Muerto se zafó de mi muñeca el reloj y se rompió, y que
antes de eso presencié absorto el espectáculo de un arcoíris —uno de mis
momentos más espirituales como ser humano—; las ambulancias del hospital
contiguo al hotel que por la madrugada me hacían pensar en una atentado terrorista;
la tajante negativa de un soldado israelí a mi petición de fotografiarlo; las
quejas amargas de un taxista palestino-sudafricano; el uso de la red en un
cibercafé del barrio árabe... y tantas anécdotas que pronto contaré.
La asimilación de caminar y conocer lugares
santos, llenos de peregrinos de diversas creencias, que a mí me importaban más
por cuestiones histórico-literarias que por religión. Un sitio plagado de conflictos
inverosímiles cuyas piedras son sólo eso: piedras revestidas de Historia.
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