IV.
El
día en que me extravié en el metro y, de paso, se me perdió mi madre.
Moscú,
Rusia.
Antes de que mi madre y yo conociéramos
la Plaza Roja, el Kremlin, la Catedral de San Basilio..., haríamos el recorrido
por el célebre metro moscovita y sus hermosas estaciones muy temprano.
El día anterior ya nos
habíamos aventurado a viajar por nuestra cuenta en él cuando nos dirigimos al Cementerio de Novodévichi, donde reposan destacadas personalidades de la sociedad rusa.
Descendimos con el grupo en una
estación sobre la avenida principal de la ciudad. El guía puntualizó que “si
alguien se perdía, el punto de encuentro sería la Plaza Roja”.
A decir verdad, olvidé el
nombre de la estación, pero recuerdo que en la pared del fondo del andén había
una placa dedicada al novelista Máximo Gorki, donde se ubicaron mi madre y los
compañeros de la excursión.
Yo
me alejé para tomar algunas fotografías, y cuando
me percaté, el grupo había desaparecido.
Mi primer pensamiento fue para mi madre.
Hacía tan solo un mes que se había caído y fracturado el tobillo, por lo que su
viaje se vio comprometido.
Finalmente viajó sin el yeso ni las
muletas, pero con un bastón de madera.
En los días previos, mi tía Laura me
había suplicado —bastante afligida: “Por favor, no se te vaya a perder mi
hermana.” Yo movía incrédulo la cabeza mientras recordaba sus palabras a
kilómetros de distancia.
Después innumerables vicisitudes llegué
al punto de reunión mucho antes que los demás.
Caminé una y otra vez por los alrededores
hasta que algunas horas después, mientras deambulaba cansado por Krásnaya plóshchad, la Plaza Roja, en
una de las esquinas del gigantesco centro comercial GUM, identifiqué a algunos
miembros y conversé con ellos brevemente.
A la distancia, a algunos pasos del
Museo Histórico, distinguí a una pequeña mujer ataviada con una chamarra que recorría
la zona con un bastón desenfadadamente.
¡Era mi madre!
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