Sábado,
08 de noviembre de 2008.
Αθήνα,
Ἑλλάς. Atenas, Grecia.
(En
el avión).
Debido
a que anoche se le acabó la tinta a mi pluma, retomaré mi relato con tinta
azul. Traté de comprar un bolígrafo en el aeropuerto, pero increíblemente no
encontré ninguno. La pluma con la que escribo, me la obsequió una empleada del
Banco de Grecia, luego de llenarle una encuesta.
(Continuación) …indiferente a mis preguntas. Salí de
aquel lugar bastante molesto.
Me dirigí a un negocio de
fotos, y el empleado me ofreció quemar mis fotos en un DVD por la módica suma
de diez euros. No tuve alternativa. De cualquier modo, me quedaban doscientas
fotos. Después de un rato, regresé por mi tarjeta de memoria y mi disco.
Me acosté tarde otra vez. Soy
un zombi viajero. Hice un poco de ejercicio, rebobiné el vídeo que tomé, guardé
mis cosas en las maletas, me bañé... En fin, alisté todo para salir por la
mañana.
Viví sucesos extraños. No sé si
fue mi culpa, o simplemente la gente de aquí tiene otras costumbres. Primero,
en la calle, un tipo me preguntó la hora. Como no le respondí —sólo le mostré
el reloj, y le señalé la hora—, me abordó. Me cuestionó, y me identificó. Habló
un poco de español. Me dijo que había trabajado en un restaurante mexicano. Me
informó que había puesto el suyo propio, y me invitó a que lo acompañara.
Cuando caminaba junto a él, me percaté de la situación, y reaccioné: le
agradecí la gentileza, y me alejé.
Llevaba ambas cámaras colgadas
al cuello, además de la mochila con los discos compactos, el Ipod, los cables...
Continué caminando, y me dirigí
al Jardín Nacional, Εθνικός Κήπος. Un par de chicos me salieron
al paso, y me hablaron en un idioma que no pude reconocer. Parecían indios o
paquistaníes. Se acercaron, y me manosearon el pecho —debido al ejercicio, esta
parte de mi cuerpo se ha desarrollado: se burlaban de mí, gesticulando y
dándome a entender que estaba fuerte. Sin poder explicarlo, interpreté que
sugerían que era homosexual. Alcé la voz, y les remití algunas groserías
mexicanas. Decidí no internarme más en aquel lugar, demasiado grande para un
extranjero, y salí.
De nuevo, junto a la ventana
del avión. Asiento A17 del ala izquierda. Türk
Hava Yolları (THY), Aerolíneas
turcas. Escuchó un vídeo en turco e inglés con las medidas de seguridad. El
avión se apresta a despegar.
Desde temprano estuve listo
para abandonar el hotel. Con mis maletas en la mano, se me ocurrió subir a la
azotea del edificio, donde me encontré con una vista matutina espectacular de
la Acrópolis. A decir verdad, me había olvidado de visitar este parte del hotel.
Ahora que lo pienso, hubiera logrado fotografías nocturnas impresionantes no
sólo de Atenas, sino también de la luna. Supongo que tendré que esperar mi
regreso a Grecia...
La vista de Atenas es avasalladora:
la ciudad blanca, se alarga ante mis ojos —no se permite la construcción de
edificios altos que tapen y opaquen a la Acrópolis.
El aeropuerto está a tres
cuartos de hora del centro aproximadamente. El taxista que me recogió y
trasladó, era de pocas palabras: un griego más bien seco.
Estaba preocupado por la
mochila que compré. Sin embargo, no tuve problema: la llevo conmigo en la
cabina.
Checaron mi visa, y después de
consultar algo, me devolvieron el pasaporte. Entré al aeropuerto. Sellaron mis
documentos y revisaron mi equipaje. Tuve que tirar a la basura mi pasta de
dientes y mi crema, debido a las normas de la Unión Europea.
Después de salir de los
jardines, donde abundan los bustos de los grandes escritores y pensadores de la
antigüedad helénica —Esopo, Sócrates, Eurípides...—, crucé la calle.
Hallé una construcción que
captó mi vista: Άγιος
Νικόδημος, Agiós Nikódimos, San Nicodemo. “Es una iglesia ortodoxa rusa
que data del siglo XI”, pronunció un griego viejo, delgado y altísimo, llamado
Ioánnis, quien salió de la nada, causándome un sobresalto. Me contó que era
ingeniero, y trabajaba en Arabia Saudita. Además, agregó que le gustaba la
cerveza, y aprovechó su comentario para invitarme a tomar algo. Le dije que no
bebía, y me insistió en que fuéramos por un jugo o un refresco. Nuevamente,
cuando ya lo acompañaba, volví a reaccionar. Se molestó conmigo, a pesar de mis
disculpas por declinar su oferta, y me mentó la madre con una seña.
Regresé al Parlamento para
registrar el cambio de guardia, y así lo hice.
Disfruté mucho del ritual de
los Εύζωνες o Ευζώνοι,
Evzones, en la Tumba del soldado desconocido. Un militar enorme del
ejército griego de boina azul, quien coqueteaba con una hermosa joven, mantenía
a raya a los turistas que se acercaban demasiado para fotografiar a los jóvenes
reclutas.
Regresé a la calle Ermóu, esta
vez, colmada de gente. Parecía una pasarela de modelos. Una pareja de ancianos
venden castañas y elotes asados en un carrito; músicos urbanos interpretan su
música. Los comerciantes ven desde sus negocios a la muchedumbre con sus
bolsas.
Los policías rondan la zona de
tres en tres. Un negro mece una maleta como si fuera una carriola. Me habla. Me
ofrece mercancía barata: cinturones, bolsos... El ambiente se tensa cuando ve
aproximarse a la autoridad.
Continúo grabando. Un hombre
balcánico, quizá albanés, sigilosamente me susurra al oído que me vende relojes
de marca en buen precio. Éste, a diferencia del otro, es más discreto y lleva
bolsas de comercios. Lo he visto deambular a lo largo de la calle. Le
agradezco, y retomo mi paso.
Me sentía confundido. ¿Acaso yo
había propiciado las insinuaciones que experimenté? ¿Mi cuerpo y mi playera
entallada —los cuales habían captado la atención de algunas altivas mujeres
griegas, según me percaté— provocaron tales reacciones? ¿Se trataba de simples
muestras de hospitalidad, y yo las malinterpreté? No lo sé, y creo que nunca lo
sabré. Para mí está bien así.
İstanbul,
Türkiye. Estambul, Turquía.
Terminé de comer. Los asientos
son cómodos y bonitos: azul turquesa. Hace algunos minutos llegamos a
territorio turco. Creo que el niño que viene en el asiento delantero se cagó:
huele muy mal.
Los mapas de los cuales me
habló el vendedor de bienes raíces de León, aparecieron en las pequeñas
pantallas del avión. Estamos a punto de llegar al aeropuerto Atatürk —aquí todo
se relaciona con Mustafá Kemal, “el padre de los turcos”.
La tripulación no fue grosera,
pero tampoco destacó por su solicitud. Quizá su actitud hacia mí se deba a que
visto una playera y una chaqueta de Ἑλλάς, Grecia.
Ya conocí el punto de vista
heleno, a quienes no agradan sus vecinos. Ahora, conoceré el sentir otomano.
¡Maldita sea! Observo el
Bósforo con mis propios ojos. Topkapı,
Dolmabahçe, Aya Sofya... están al alcance de mi mano. Estambul es una ciudad
extensa, interminable. Por la ventanilla veo a Santa Sofía y la Mezquita Azul.
Si desde el aire son intimidadoras, ya me imagino lo que será tenerlas frente a
frente. Hay minaretes por doquier.
El aterrizaje fue difícil —de
ahí mi letra casi ilegible.
Las banderas blanquiazules se
han convertido en rojiblancas: Pasé del país azul a la nación roja.
La llegada fue azarosa. El agente
de migración revisó una y otra vez mi pasaporte. Finalmente, lo selló, no sin
antes mirarme con desprecio.
Tomo mi primer café turco en la
terraza del Hotel Yaşmak Sultan İstanbul,
Hotel del Sultán Yasmak, ubicado en el barrio del Sultán Ahmed.
Acabo de regresar de presenciar
un espectáculo de música turca, donde también disfruté de los derviches
giróvagos —el boleto me costó 30 YTL. Allí, en la otrora estación de trenes,
conocí a un matrimonio mexicano de Baja California, quienes me identificaron
por el logotipo de los Estudios Churubusco Azteca de mi chamarra. Conversamos
amenamente después de la presentación, mientras regresábamos a nuestros
respectivos hoteles. No pude grabar mucho, y las fotografías tampoco son muy
buenas. Me sentaron en un lugar incomodísimo, detrás de una columna.
Caminé mucho porque regresé en
dos ocasiones al hotel.
El viento de Estambul en esta
época del año es infame —de hecho, ni el de Pachuca se compara. Aquí sopla tres
veces más fuerte, por lo menos: cala los huesos. Y sin embargo, los turcos
caminan tranquilos con la camisa desabotonada. Yo, en cambio, traigo una
camiseta, una sudadera —¡qué bueno que compré algunas en Atenas!—, y una
chamarra, y me congelo.
La agencia salió con la nueva
de que no conocería Santa Sofía porque cierra los lunes. ¡Qué casualidad! Ya me
lo esperaba... Sin embargo, muy amablemente me “compensaran”, y me llevaran a
las cisternas de Yerebatan: la Cisterna Basílica —en turco, Yerebatan Sarayı “Palacio Sumergido”, o Yerebatan Sarnıcı “Cisterna
Sumergida”—, y de paso se ahorraron las treinta liras turcas que
cuesta entrar a la iglesia-mezquita.
La pareja mexicana que conocí
en Atenas también está aquí. De hecho, nos transportaron juntos desde el
aeropuerto al hotel. Asimismo, asistiremos al espectáculo de la danza del
vientre que contratamos por sesenta euros, el cual incluye una botella o dos
bebidas nacionales.
Cuando llegamos a Sultanahmet, la vagoneta bajó la
velocidad. Aun sentado, me agaché, y por el vidrio pude ver directamente por
primera vez la magnificencia de Aya Sofya
y de Sultan Ahmet Camii, la Mezquita
del Sultán Ahmed.
A decir verdad, fue una de las
visiones que más me ha impactado hasta ahora en la vida. Creo que jamás la olvidaré.
Más tarde recorrí el barrio con
mayor tranquilidad, y me admiré con ambas. Sin embargo, hasta el momento la
Mezquita Azul me parece más hermosa que la “Basílica de la Santa Sabiduría” —a
decir verdad, siempre me lo pareció.
Estuve a punto de comprar mi
entrada para Sancta Sophia o Sancta Sapientia, como también se le
conocía, pero decidí que dos horas no me alcanzarían ni siquiera para
fotografiarla. Iré, pues, el día que tenga libre.
(Nota
para mí mismo: Tratar de ir a la Plaza Taksim, conocer la
Torre Gálata y el Palacio de Dolmabahçe, y regresar antes de las siete y media
para disfrutar de la cena.)
Por cuatro liras y media comí
en la zona de Çemberlitaş, muy cerca
de la columna de Constantino, la cual está siendo remozada, pues
Estambul será la capital europea de la cultura dentro de dos años. Probé una especie de “torta” de
cordero con jitomate y papas a la francesa —dentro del mismo pan—; además de un
chile con sabor peculiar y perfumado que no picaba.
No me gustó mucho el café
turco, pero tenía que consumir algo para poder estar aquí en el restaurante.
Es una bella ciudad. Ojalá
mejore el clima —aunque la gente de aquí me dice que está bastante benévolo
para estas fechas. El hotel es agradable. Si bien es pequeño, es comodísimo, y
tiene una ubicación privilegiada.
Nuevamente un par de sujetos me
abordaron en la calle, so pretexto de que parecía turco, y de que querían
practicar su inglés conmigo. Conversamos mientras caminamos. Me preguntaron mis
datos. Cuando comenzaron a hablar en turco, la desconfianza se apoderó de mí. Uno
de ellos quería invitarme un trago, y el otro se despidió, argumentando que se
tenía que ir a trabajar a un hotel que me señalaba. Pero antes de hacerlo, le
dijo algo al otro, que a pesar de no comprender, me dio mala espina. Me zafé,
excusándome con el que se había quedado conmigo.
Ahora recuerdo que mientras
caminaba por los jardines donde se encuentran las Mezquitas, estas mismas
personas se atravesaron en mi toma, aparentemente por accidente, y después se
disculparon amablemente. Ahora entiendo que aquella fue la forma de aproximarse
a mí.
Las gaviotas vuelan alrededor
de la cúpula de Santa Sofía, y en menor medida, de la Mezquita Azul, las cuales
incluso por la noche compiten, iluminadas, por la atención de la gente:
hermanas y rivales. Oscureció como a las cinco y media.
Cambié 60 € en una casa de
cambio. Sin embargo, no tengo noción de cuánto dinero gasto. Tengo que
adaptarme a las liras turcas. De otro modo, pronto sufriré. En una tienda vi
discos de Sezen Aksu, Candan Erçetin, Cem Karaca, İbrahim Tatlıses, Ümit Besen...
Escucho “La Bamba” —o algo que
se le semeja—, interpretada por un par de músicos. Dicen algo así como: “Io no
soi gallinero, soi capítan, soi capítan.” Por cierto, lo grabé con la cámara
para que no se me tilde de exagerado y mentiroso.