Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

viernes, 23 de diciembre de 2011

İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía. Martes, 11 de noviembre de 2008.


Martes, 11 de noviembre de 2008.

İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía.



Ayer fue devastador para mis pies, y hoy fue peor. Caminé como peregrino.

Después de desayunar muy temprano, abandoné el hotel, en busca de los legendarios baños otomanos de Cağaloğlu, Cağaloğlu Hamam, que había visto ayer. Regresé a Santa Sofía, y fui el primero en entrar.

Salí a las once de la mañana aproximadamente, después de regodearme con las cámaras.

Me trasladé a Karaköy en el “tranvía de la nostalgia”, y desde ahí subí a pie hasta la Torre de Gálata, Galata Kulesi. Llamada por los genoveses, la “Torre de Cristo”, y por los bizantinos, “Gran torre”.

Las fotografías jamás podrán transmitir lo que se experimenta allá arriba, cuando se observa la ciudad de Estambul.

El distrito de Beyoğlu me desconcertó por su cosmopolitismo. Otra realidad, una ciudad pequeña dentro de una metrópolis.

Estambul es una ciudad contrastante, a la cual da armonía la diversidad de sus distritos.

Llegué a Taksim Meydanı, la Plaza de Taksim, y corroboré lo que había leído en las revistas, en la red... Recorrí vehementemente la Avenida de la independencia, İstiklâl Caddesi, y me perdí por las calles aledañas.

Busqué el mítico Peras Palace, donde se alojara la escritora Agatha Christie, hasta que mis fuerzas me lo permitieron, pero fracasé. Algunos días atrás, estuve en la Terminal del Expreso de Oriente, y por casualidad me enteré.

Entré a la Catedral de San Antonio de Padua, cerca del Liceo de Galatasaray.

Compré un par de camisetas.

Comí en el “Bereket Halk Döner Restaurant”.

De vuelta, me confundí y me perdí en el metro. Reaccioné y encontré el teleférico a Kabataş, una de las palabras que mayor repercusión tendrá en mi existencia. Experimenté lo que sienten los estambulitas: el vagón se llenó en Eminönü.

Regresé al Gran Bazar, donde adquirí una sudadera y una chaqueta. Asimismo, compré algunos obsequios —quería gastarme las liras turcas que me sobraban: monederos, postales...



Estoy molido. Sin embargo, saldré al espectáculo de la danza del vientre.



Me olvidé de comentarlo ayer, pero mientras caminaba, detuve mi andar, y me senté en una de las bancas que se encuentran afuera de la Mezquita Azul, para escuchar la oración de la tarde, magnificada por el altavoz.

Muy cerca de ahí, en la avenida de Divan Yolu o Divanyolu, “camino al consejo imperial”, calle que he  recorrido una y otra vez durante mi estancia en esta ciudad, hay otra pequeña mezquita, Firuz Ağa Camii, de la cual también salía el llamado del almuédano.

Me pareció que conversaban. Fue conmovedor. Mi llanto estuvo a punto de aflorar.




İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía. Lunes, 10 de noviembre de 2008.


Lunes, 10 de noviembre de 2008.

İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía.



Si el día de ayer viví un momento mágico en mi vida, estando en dos continentes, hoy también fue especial sobremanera.



Desayuné. Salí muy temprano para fotografiar Santa Sofía y la Mezquita Azul, y capté ángulos diferentes, simplemente porque no había turistas, retratándose por doquier.

Necesitaba cambiar dinero, pero aún no abrían la Casa de cambio. Aquí se trabaja a partir de las nueve de la mañana.

Regresé al hotel sólo para que me llevaran nuevamente a la zona donde había estado más temprano: el Hipódromo romano, los obeliscos de Teodosio y Constantino...

Finalmente conocí la Mezquita Azul o Mezquita del Sultán Ahmed, Sultan Ahmet Camii. Un sitio sobrecogedor: el interior me dejó boquiabierto.

Antes de entrar al Palacio de Topkapi, visité las cisternas de Yerebatan, las cuales no me gustaron, a pesar de que se les elogia bastante.

Los jardines, las habitaciones, los tesoros, las colecciones... del “Palacio de las Puertas de los Cañones”, sugieren la grandeza del Imperio Otomano.

Asimismo, fue el primer lugar donde se me prohibió fotografiar y grabar, salvo en algunas salas y el exterior. Sin embargo, lo que mis ojos vieron jamás podrán prohibirme que lo reviva.

Comí en el precioso restaurante del Palacio, adonde llegué tarde.

Me he hecho notable en el grupo —conformado por argentinos, chilenos, uruguayos y mexicanos— por quedarme siempre rezagado, registrando cuanto percibo tanto en fotografía como en vídeo.

“Sr. Navarrete” era el apelativo conque tanto la guía del grupo como mis compañeros, se referían a mí.

Por cierto, gracias a mis conocimientos sobre la cultura turca, sorprendí gratamente a “Rocío” —como se hacía llamar, Şebnem, la guía, para facilitárselo a los hispanoparlantes.

Incluso le pregunté si su nombre era como el de la bella y famosa cantante, Şebnem Ferah, quien interpreta una de mis canciones turcas favoritas: Sigara, Cigarrillo, y asintió sonriendo.

Los argentinos eran bastante simpáticos, contrariando así la opinión que se tiene en mi país sobre ellos. Uno era bonaerense, y los demás de Neuquén. También había un par de padres católicos chilenos amables y simpatiquísimos.

Atatürk, el “Padre de los turcos”, está en todos los canales de televisión. Se conmemora otro aniversario más de su muerte —falleció en 1938. Ayer fue el balompié, y hoy, el fundador de la República turca.



Mientras escribo veo un canal egipcio. Me llama la atención el vestuario de la conductora: cubierta de la cabeza y el pecho, viste un traje que le cubre las piernas completamente.

Curiosidades. He visto y grabado canales turcos, rusos, europeos...

Me enteré de que murió la cantante sudafricana, Miriam Makeba.



Por la tarde, visité el Gran Bazar, Kapalıçarşı, y ciertamente honra su fama como uno de los mercados más grande del mundo.

Los vendedores son difíciles. Compré un par de gorras, tres playeras, algunos llaveros...



El distrito donde me encuentro, es muy curioso. Todo queda cerca.

Me he ubicado, gracias a las visitas guiadas. Cuando el autobús me transportó hacia el bazar, recorrió calles por las que bien había caminado, o que me gustaron para conocerlas.

Por ejemplo, por la tarde, cuando el hambre me devoraba, caminé a lo largo de Sultanahmet, y di vuelta en Çemberlitas. Regresé a “Elti Biife”, lugar donde días atrás había comido. Retomé mi caminata, sólo para percatarme de que esa calle desembocaba en el Gran Bazar.  

Caminé en sentido contrario, y fui a salir al Hipódromo romano. Así, pues, cuando regresaba al hotel, crucé un parque, el cual para mi sorpresa me llevó al palacio de Topkapi. ¡Todo está conectado!

Acabo de conversar por teléfono con mi hermana.



Tengo la intención de conocer la Torre de Gálata y la zona de Taksim. Sin  embargo, mi prioridad es Santa Sofía. Ojalá me de tiempo, pues a las siete y media de la noche tengo que estar en el hotel para disfrutar del espectáculo de la danza del vientre, conocido en el mundo como Belly dance.

No conoceré la Mezquita de Solimán o Suleiman, Süleymaniye Camii, debido a que también es remozada para el año 2010, en que la ciudad será la Capital europea de la cultura. También he decidido no visitar Dolmabahçe.



Compré tres encendedores de los equipos más populares del fútbol turco: Galatasaray SK, Fenerbahçe SK y Beşiktaş JK. También adquirí por diez dólares, un fez, tocado o sombrero tradicional, después de regatear incesantemente con el comerciante. Una de las dos gorras la pagué con euros.

Así, a mis recibos de cambio, habrá que añadir estos gastos.

Tuve la oportunidad de conversar con algunos compañeros sobre Israel y Egipto, los dos países que aún me restan en este viaje. Poco a poco me preparo para afrontar lo que me espera.

Mañana es mi último día en Turquía, hablando en términos prácticos, pues el miércoles parto a Tel- Aviv, y de ahí a Jerusalén.

Cambio y fuera.



P. S. Le di cinco euros al de los llaveros.




İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía. Domingo, 09 de noviembre de 2008.

Domingo, 09 de noviembre de 2008.

İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía.



Hoy es el “derby” del fútbol turco: Fenerbahçe contra Galatasaray. “El partido más importante del año”, como me manifestó el encargado de un bar, mientras me invitaba a pasar.

El primer día que caminé por los alrededores del hotel, un par sujetos, quienes me manifestaron que eran amigos y rivales, me presumieron que tenían boletos para el “clásico”.

Hombres y mujeres atentos al televisor con las playeras de sus equipos. Yo caminaba por la calle semivacía del tranvía. Los gritos de los fanáticos se escuchaban por doquier.



Acabo de tomar un baño caliente en la tina. Me relajó muchísimo. Ya no soporto los pies. Mañana es el día más pesado del itinerario aquí en Turquía: la Mezquita Azul, el Palacio de Topkapi...



Hoy conocí dos mezquitas. De hecho, entré a una por primera vez: Yeni Camii o la Mezquita Nueva, con sus casi cuatrocientos años de antigüedad.

Fue una experiencia interesantísima: quitarme los zapatos y cargarlos en una bolsa de plástico dentro del recinto; embarrarme las agujetas con el excremento de las palomas que suelen abarrotar la entrada, y a quienes se debe el nombre popular de “la mezquita de las palomas”.



Crucé el Puente de Gálata, y después me embarqué en un crucero.



Desayuné en el restaurante por la mañana. Comí miel, dátiles, mazapán, huevos, salchichas, yogurt... El menú es variado, no así bueno.



Navegué por el Bósforo, İstanbul Boğazı. Tomé muchas fotos. El aire fue terrible: más fuerte y frío incluso que el de ayer.

Pude conocer sitios impresionantes desde el agua: los palacios de Dolmabahçe, Çırağan y Beylerbeyi —Dolmabahçe Sarayı, Çırağan Sarayı y Beylerbeyi Sarayı, respectivamente. Este último, lo visité después personalmente. La Mezquita de Şemsi Pasha, Şemsi Paşa Camii, fue otra construcción que me deleitó la vista.



Comí diversos platillos marinos en un restaurante desde donde se divisaba el Karadeniz, Mar Negro.



Estuve en Asia y regresé a Europa. Estambul es la única ciudad en el mundo que se localiza en dos continentes.

Pasé por debajo del gigantesco Puente del Bósforo, Boğaziçi Köprüsü, y más tarde regresé a la parte europea en camión a lo largo del Puente del Sultán Mehmet.

Fotografié el Palacio de Beylerbeyi casi por completo, lo cual despertó incluso sospechas en los encargados, quienes me prodigaron miradas desaprobatorias. Pagué 6 YTL, liras turcas, por ingresar la cámara fotográfica.



Por la tarde, el autobús me dejó en el distrito de Beşiktaş, desde donde caminé hasta Ortaköy, pasando por Çırağan.

Comí un taco de cordero, y no degusté las famosas papas con queso, las cuales me hicieron recordar mi infancia, ya que las comí en Helen’s.

Me transporté en el autobús público, y compartí el asiento con una mujer musulmana, quien iba acompañada por su hijo. Una experiencia, si bien cotidiana, enriquecedora, que me permitió sentirme por primera vez un viajero, y no un turista.

Tomé el tranvía posteriormente con dirección a Sultán Ahmed, y así le perdí el miedo al mundo.

Descarté el Palacio de Dolmabahçe para visitarlo el día que tenga libre. Me enteré de que está en remodelación, lo cual limita el acceso a sus habitaciones. Así, contemplo la visita de la Mezquita de Solimán, la Torre de Gálata y la Plaza de Taksim, una vez que haya conocido Santa Sofía. Ojalá me alcance el tiempo.



Me compré unas galletas Ülker y una Cola Turka.



El Fenerbahçe goleó cuatro a uno al Galatasaray. En la televisión es el tema del día.



Vi en la televisión que hubo problemas en Israel. Concretamente, en el interior del Santo Sepulcro, donde hubo golpes.

Me preocupa no sólo por lo que vi, sino también por lo que me comentó un paisano acerca de la situación y el trato de los israelíes.



Apéndice:

Hoy tuve la oportunidad de observar más detalladamente a las mujeres turcas. ¡Son hermosas! Hasta ahora, había visto a la mayoría cubiertas de la cara —aclaro que preferentemente eran adultas. La zona de Beşiktaş congrega no sólo turistas, sino también jóvenes, quienes visten a la usanza occidental. Un barrio lleno de vida.


Jamás había percibido tal contraste entre hombres y mujeres.





jueves, 15 de diciembre de 2011

Αθήνα, Ἑλλάς. Atenas, Grecia-İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía. Sábado, 08 de noviembre de 2008.









Sábado, 08 de noviembre de 2008.

Αθήνα, λλάς. Atenas, Grecia.

(En el avión).



Debido a que anoche se le acabó la tinta a mi pluma, retomaré mi relato con tinta azul. Traté de comprar un bolígrafo en el aeropuerto, pero increíblemente no encontré ninguno. La pluma con la que escribo, me la obsequió una empleada del Banco de Grecia, luego de llenarle una encuesta.



(Continuación) …indiferente a mis preguntas. Salí de aquel lugar bastante molesto.

Me dirigí a un negocio de fotos, y el empleado me ofreció quemar mis fotos en un DVD por la módica suma de diez euros. No tuve alternativa. De cualquier modo, me quedaban doscientas fotos. Después de un rato, regresé por mi tarjeta de memoria y mi disco.

Me acosté tarde otra vez. Soy un zombi viajero. Hice un poco de ejercicio, rebobiné el vídeo que tomé, guardé mis cosas en las maletas, me bañé... En fin, alisté todo para salir por la mañana.

Viví sucesos extraños. No sé si fue mi culpa, o simplemente la gente de aquí tiene otras costumbres. Primero, en la calle, un tipo me preguntó la hora. Como no le respondí —sólo le mostré el reloj, y le señalé la hora—, me abordó. Me cuestionó, y me identificó. Habló un poco de español. Me dijo que había trabajado en un restaurante mexicano. Me informó que había puesto el suyo propio, y me invitó a que lo acompañara. Cuando caminaba junto a él, me percaté de la situación, y reaccioné: le agradecí la gentileza, y me alejé.

Llevaba ambas cámaras colgadas al cuello, además de la mochila con los discos compactos, el Ipod, los cables...

Continué caminando, y me dirigí al Jardín Nacional, Εθνικός Κήπος. Un par de chicos me salieron al paso, y me hablaron en un idioma que no pude reconocer. Parecían indios o paquistaníes. Se acercaron, y me manosearon el pecho —debido al ejercicio, esta parte de mi cuerpo se ha desarrollado: se burlaban de mí, gesticulando y dándome a entender que estaba fuerte. Sin poder explicarlo, interpreté que sugerían que era homosexual. Alcé la voz, y les remití algunas groserías mexicanas. Decidí no internarme más en aquel lugar, demasiado grande para un extranjero, y salí.



De nuevo, junto a la ventana del avión. Asiento A17 del ala izquierda. Türk Hava Yolları (THY), Aerolíneas turcas. Escuchó un vídeo en turco e inglés con las medidas de seguridad. El avión se apresta a despegar.



Desde temprano estuve listo para abandonar el hotel. Con mis maletas en la mano, se me ocurrió subir a la azotea del edificio, donde me encontré con una vista matutina espectacular de la Acrópolis. A decir verdad, me había olvidado de visitar este parte del hotel. Ahora que lo pienso, hubiera logrado fotografías nocturnas impresionantes no sólo de Atenas, sino también de la luna. Supongo que tendré que esperar mi regreso a Grecia...

La vista de Atenas es avasalladora: la ciudad blanca, se alarga ante mis ojos —no se permite la construcción de edificios altos que tapen y opaquen a la Acrópolis.

El aeropuerto está a tres cuartos de hora del centro aproximadamente. El taxista que me recogió y trasladó, era de pocas palabras: un griego más bien seco.



Estaba preocupado por la mochila que compré. Sin embargo, no tuve problema: la llevo conmigo en la cabina.

Checaron mi visa, y después de consultar algo, me devolvieron el pasaporte. Entré al aeropuerto. Sellaron mis documentos y revisaron mi equipaje. Tuve que tirar a la basura mi pasta de dientes y mi crema, debido a las normas de la Unión Europea.



Después de salir de los jardines, donde abundan los bustos de los grandes escritores y pensadores de la antigüedad helénica —Esopo, Sócrates, Eurípides...—, crucé la calle.

Hallé una construcción que captó mi vista: Άγιος Νικόδημος, Agiós Nikódimos, San Nicodemo. “Es una iglesia ortodoxa rusa que data del siglo XI”, pronunció un griego viejo, delgado y altísimo, llamado Ioánnis, quien salió de la nada, causándome un sobresalto. Me contó que era ingeniero, y trabajaba en Arabia Saudita. Además, agregó que le gustaba la cerveza, y aprovechó su comentario para invitarme a tomar algo. Le dije que no bebía, y me insistió en que fuéramos por un jugo o un refresco. Nuevamente, cuando ya lo acompañaba, volví a reaccionar. Se molestó conmigo, a pesar de mis disculpas por declinar su oferta, y me mentó la madre con una seña.



Regresé al Parlamento para registrar el cambio de guardia, y así lo hice.

Disfruté mucho del ritual de los Εύζωνες o Ευζώνοι, Evzones, en la Tumba del soldado desconocido. Un militar enorme del ejército griego de boina azul, quien coqueteaba con una hermosa joven, mantenía a raya a los turistas que se acercaban demasiado para fotografiar a los jóvenes reclutas.



Regresé a la calle Ermóu, esta vez, colmada de gente. Parecía una pasarela de modelos. Una pareja de ancianos venden castañas y elotes asados en un carrito; músicos urbanos interpretan su música. Los comerciantes ven desde sus negocios a la muchedumbre con sus bolsas.

Los policías rondan la zona de tres en tres. Un negro mece una maleta como si fuera una carriola. Me habla. Me ofrece mercancía barata: cinturones, bolsos... El ambiente se tensa cuando ve aproximarse a la autoridad.

Continúo grabando. Un hombre balcánico, quizá albanés, sigilosamente me susurra al oído que me vende relojes de marca en buen precio. Éste, a diferencia del otro, es más discreto y lleva bolsas de comercios. Lo he visto deambular a lo largo de la calle. Le agradezco, y retomo mi paso.



Me sentía confundido. ¿Acaso yo había propiciado las insinuaciones que experimenté? ¿Mi cuerpo y mi playera entallada —los cuales habían captado la atención de algunas altivas mujeres griegas, según me percaté— provocaron tales reacciones? ¿Se trataba de simples muestras de hospitalidad, y yo las malinterpreté? No lo sé, y creo que nunca lo sabré. Para mí está bien así.



İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía.



Terminé de comer. Los asientos son cómodos y bonitos: azul turquesa. Hace algunos minutos llegamos a territorio turco. Creo que el niño que viene en el asiento delantero se cagó: huele muy mal.

Los mapas de los cuales me habló el vendedor de bienes raíces de León, aparecieron en las pequeñas pantallas del avión. Estamos a punto de llegar al aeropuerto Atatürk —aquí todo se relaciona con Mustafá Kemal, “el padre de los turcos”.

La tripulación no fue grosera, pero tampoco destacó por su solicitud. Quizá su actitud hacia mí se deba a que visto una playera y una chaqueta de λλάς, Grecia.

Ya conocí el punto de vista heleno, a quienes no agradan sus vecinos. Ahora, conoceré el sentir otomano.



¡Maldita sea! Observo el Bósforo con mis propios ojos. Topkapı, Dolmabahçe, Aya Sofya... están al alcance de mi mano. Estambul es una ciudad extensa, interminable. Por la ventanilla veo a Santa Sofía y la Mezquita Azul. Si desde el aire son intimidadoras, ya me imagino lo que será tenerlas frente a frente. Hay minaretes por doquier.

El aterrizaje fue difícil —de ahí mi letra casi ilegible.

Las banderas blanquiazules se han convertido en rojiblancas: Pasé del país azul a la nación roja.

La llegada fue azarosa. El agente de migración revisó una y otra vez mi pasaporte. Finalmente, lo selló, no sin antes mirarme con desprecio.



Tomo mi primer café turco en la terraza del Hotel Yaşmak Sultan İstanbul, Hotel del Sultán Yasmak, ubicado en el barrio del Sultán Ahmed.

Acabo de regresar de presenciar un espectáculo de música turca, donde también disfruté de los derviches giróvagos —el boleto me costó 30 YTL. Allí, en la otrora estación de trenes, conocí a un matrimonio mexicano de Baja California, quienes me identificaron por el logotipo de los Estudios Churubusco Azteca de mi chamarra. Conversamos amenamente después de la presentación, mientras regresábamos a nuestros respectivos hoteles. No pude grabar mucho, y las fotografías tampoco son muy buenas. Me sentaron en un lugar incomodísimo, detrás de una columna.

Caminé mucho porque regresé en dos ocasiones al hotel.

El viento de Estambul en esta época del año es infame —de hecho, ni el de Pachuca se compara. Aquí sopla tres veces más fuerte, por lo menos: cala los huesos. Y sin embargo, los turcos caminan tranquilos con la camisa desabotonada. Yo, en cambio, traigo una camiseta, una sudadera —¡qué bueno que compré algunas en Atenas!—, y una chamarra, y me congelo.

La agencia salió con la nueva de que no conocería Santa Sofía porque cierra los lunes. ¡Qué casualidad! Ya me lo esperaba... Sin embargo, muy amablemente me “compensaran”, y me llevaran a las cisternas de Yerebatan: la Cisterna Basílica —en turco, Yerebatan Sarayı “Palacio Sumergido”, o Yerebatan Sarnıcı “Cisterna Sumergida”—, y de paso se ahorraron las treinta liras turcas que cuesta entrar a la iglesia-mezquita.

La pareja mexicana que conocí en Atenas también está aquí. De hecho, nos transportaron juntos desde el aeropuerto al hotel. Asimismo, asistiremos al espectáculo de la danza del vientre que contratamos por sesenta euros, el cual incluye una botella o dos bebidas nacionales.

Cuando llegamos a Sultanahmet, la vagoneta bajó la velocidad. Aun sentado, me agaché, y por el vidrio pude ver directamente por primera vez la magnificencia de Aya Sofya y de Sultan Ahmet Camii, la Mezquita del Sultán Ahmed.

A decir verdad, fue una de las visiones que más me ha impactado hasta ahora en la vida. Creo que jamás la olvidaré.

Más tarde recorrí el barrio con mayor tranquilidad, y me admiré con ambas. Sin embargo, hasta el momento la Mezquita Azul me parece más hermosa que la “Basílica de la Santa Sabiduría” —a decir verdad, siempre me lo pareció.



Estuve a punto de comprar mi entrada para Sancta Sophia o Sancta Sapientia, como también se le conocía, pero decidí que dos horas no me alcanzarían ni siquiera para fotografiarla. Iré, pues, el día que tenga libre.

(Nota para mí mismo: Tratar de ir a la Plaza Taksim, conocer la Torre Gálata y el Palacio de Dolmabahçe, y regresar antes de las siete y media para disfrutar de la cena.)



Por cuatro liras y media comí en la zona de Çemberlitaş, muy cerca de la columna de Constantino, la cual está siendo remozada, pues Estambul será la capital europea de la cultura dentro de dos años. Probé una especie de “torta” de cordero con jitomate y papas a la francesa —dentro del mismo pan—; además de un chile con sabor peculiar y perfumado que no picaba.



No me gustó mucho el café turco, pero tenía que consumir algo para poder estar aquí en el restaurante.

Es una bella ciudad. Ojalá mejore el clima —aunque la gente de aquí me dice que está bastante benévolo para estas fechas. El hotel es agradable. Si bien es pequeño, es comodísimo, y tiene una ubicación privilegiada.



Nuevamente un par de sujetos me abordaron en la calle, so pretexto de que parecía turco, y de que querían practicar su inglés conmigo. Conversamos mientras caminamos. Me preguntaron mis datos. Cuando comenzaron a hablar en turco, la desconfianza se apoderó de mí. Uno de ellos quería invitarme un trago, y el otro se despidió, argumentando que se tenía que ir a trabajar a un hotel que me señalaba. Pero antes de hacerlo, le dijo algo al otro, que a pesar de no comprender, me dio mala espina. Me zafé, excusándome con el que se había quedado conmigo.



Ahora recuerdo que mientras caminaba por los jardines donde se encuentran las Mezquitas, estas mismas personas se atravesaron en mi toma, aparentemente por accidente, y después se disculparon amablemente. Ahora entiendo que aquella fue la forma de aproximarse a mí.



Las gaviotas vuelan alrededor de la cúpula de Santa Sofía, y en menor medida, de la Mezquita Azul, las cuales incluso por la noche compiten, iluminadas, por la atención de la gente: hermanas y rivales. Oscureció como a las cinco y media.



Cambié 60 € en una casa de cambio. Sin embargo, no tengo noción de cuánto dinero gasto. Tengo que adaptarme a las liras turcas. De otro modo, pronto sufriré. En una tienda vi discos de Sezen Aksu, Candan Erçetin, Cem Karaca, İbrahim Tatlıses, Ümit Besen...



Escucho “La Bamba” —o algo que se le semeja—, interpretada por un par de músicos. Dicen algo así como: “Io no soi gallinero, soi capítan, soi capítan.” Por cierto, lo grabé con la cámara para que no se me tilde de exagerado y mentiroso.











Αθήνα, Ἑλλάς. Atenas, Grecia. Viernes, 07 de noviembre de 2008.




Viernes, 07 de noviembre de 2008.

Αθήνα, λλάς. Atenas, Grecia.

Hotel Arethusa.



Creo que en otros días de mi vida he gastado más dinero. Sin embargo, hoy siento que he pagado más de lo que cuestan las cosas realmente.

Acabo de hacer cuentas, y tengo 630, 86 €. El πόσο κάνει, póso káni, ¿cuánto cuesta?, es peligroso para mí —y más si gasto en euros. Encontré 10 euros más en mi bolsillo derecho, y eso me da mucho gusto… en verdad. Así, pues, dispongo de 640, 86 €.

Alisto mis cosas para abandonar Grecia mañana temprano, con destino a Turquía.

Fue un día extraño. Me costó mucho levantarme. Desayuné a las seis y media, mientras revisaba un mapa ateniense para ubicarme, pues por la tarde gozaría de tiempo libre.

Me apresuré, ya que deseaba recorrer la calle de Elefthérios Venizélos —nombre también del aeropuerto—, la cual se conoce popularmente como, Panepistemiou o “de la universidad”. El día de ayer, mientras recorría la ciudad en el autobús, captaron mi atención tres edificios: la Academia platónica, la Universidad —aquí no hay universidades privadas—, y la Biblioteca Nacional.

Por cierto, en la universidad, cuyo nombre oficial es Universidad Nacional y Kapodistriaca de Atenas, Εθνικό και Καποδιστριακό Πανεπιστήμιο Αθηνών, abundaban las mantas de protesta, tan conocidas para mí por las innumerables marchas, huelgas... que hay en mi país, y más concretamente, en mi ciudad.

También caminé por la única iglesia católica de la ciudad, así como por el Museo Numismático, otrora residencia del polémico Heinrich Schliemann, presunto descubridor de Troya.

Regresé justo a tiempo al Hotel Elektra para que me recogiera la gente de la excursión.

La primera parada fue el mítico estadio Panathinaikó, “el mármol hermoso”: καλλιμάρμαρο, Kallimármaro. Dispuse de poco tiempo antes de que el sol saliera y dificultara las toma fotográficas y de grabación —sin mencionar las inherentes al lugar: puertas cerradas, visibilidad casi inexistente…

Asimismo, los camiones con más turistas extranjeros arribaban al lugar sin cesar. Era ridículamente gracioso observar que en cuanto mi grupo se dirigía rumbo al autobús, el otro grupo prácticamente estaba sobre nosotros, para tomarse una foto con el estadio de fondo. Esta sensación la experimenté también ayer en Epidauro, donde los estudiantes griegos atacaban como huestes.

Finalmente llegué a la Acrópolis. La subida fue pesada y eterna porque tuve que aguardar por la gente del grupo. ¡El boleto cuesta 12 €! Si bien ya lo sabía desde hace algunos días, no por ello me deja de sorprender. Menos mal que con dicho boleto se puede visitar otros sitios arqueológicos.

Los inmigrantes asedian a los visitantes. Venden botellas de agua, así como pegatinas. Realmente me pareció bastante burdo que habiendo tantos turistas, estos comerciantes vendieran productos tan banales.

El lugar estaba abarrotado. El otro día, cuando hablé por teléfono con el representante de la agencia, aquél me informó que en esta época del año, las visitas no son diarias. Supongo que por eso la zona era una babel: ingleses, japonés, alemanes, españoles, italianos, argentinos, brasileños, mexicanos...

A pesar de ello, siempre me las ingenié para fotografiar los monumentos. La explicación de la guía fue larga en exceso. Yo opté por separarme del grupo, y regresar a él, mientras captaba algunos instantes inolvidables.

El Partenón era remozado —como hace mucho tiempo. Eso no me afectó. No sé si haya sido el exceso de gente, aunado al calor, pero me siento decepcionado porque un recinto tan determinante para Occidente, no me haya trascendido como esperaba. Sentí como si la cantidad ingente de seres humanos en un espacio tan reducido, le arrancara su espíritu al lugar.

Al regresar al camión, el grupo se dividió: algunos regresaron a sus hoteles, y otros optamos por quedarnos. Seguí el mapa, y llegué al Ágora de Atenas. La fotografié, la caminé y la disfruté —incluso más que la propia Acrópolis. En el recorrido me encontré con una enorme tortuga, la cual me sorprendió y me recordó las paradojas de Zenón de Elea.

Cuando salí de allí, estaba extenuado. Era temprano. Sin embargo, opté por no dirigirme al Cerámico, Κεραμεικός, Kerameikós, sitio al cual me daba acceso también el boleto adquirido en la Acrópolis.

En la calle de Adrianou, a la altura del Museo del Ágora y el túnel del metro, me detuve para comprarle un collar con caracteres griegos a Claudia. Platiqué con el sujeto que moldeaba con unas pinzas el nombre en el metal: —¿De dónde eres? —De México. —¡Ah, México! ¡Estadio Azteca! ¡Cerveza Corona: muy buena, pero muy cara aquí en Grecia! ¡“Jugo” Sánchez!...

Era un tipo simpático. Se llamaba Gregorio, Γρηγόρης, Grigóris. Le pregunté dónde podía comer bien y barato, y me encaminó a una “tavérna”, ταβέρνα, cercana a su negocio —una bicicleta y una mesa donde colocaba sus pinzas y las tiras de metal que convertía en nombres posteriormente—, al parecer de un amigo suyo.

Le argumenté que las mujeres griegas eran hermosísimas, pero me contestó que eran “muy estiradas”. Agregó que el prefería a las sudamericanas —las colombianas y venezolanas en particular. Me confió que juntaba dinero para realizar un viaje de mochila al hombro por el continente americano.

Asimismo, me habló sobre los inmigrantes ilegales que venden fayuca en las calles comerciales atenienses —le confesé la fuerte impresión que causó en mí ver a tantos africanos enormes en el barrio de Omonia: fue una de las visiones más demoledoras que recuerdo. Sintiéndome más en confianza, le pregunté sobre los turcos, y esta vez, su respuesta fue tajante: “Son nuestros enemigos.”

Comí bien. Degusté tres alambres de cerdo, acompañados con jitomate, cebolla morada —en mi país evito la cebolla, ¡y vine a Grecia a comerla!—, así como triángulos de pan: Σουβλάκι Χοιρινό, Soubláki Xoirinó. Bebí Coca-Cola porque quería saber cuán diferente sabía de la mexicana —recuerdo, por ejemplo, que la estadounidense que probé en Texas cuando era adolescente no sabía a nada: le faltaba azúcar.

Conversé con el dueño del lugar, Tákis Soukarás, viejo parlanchín y atento. Se sentó junto a mí súbitamente, y me preguntó si me gustaba la música griega —le había comentado algo a Gregorio. Me recomendó un lugar, y me indicó que preguntara por Mario. Antes de levantarme de la mesa, le pedí que me sugiriera dónde podría comprar ropa de los equipos de Atenas, y me mandó con otro amigo suyo.



Quería acostarme temprano, pero eso será imposible. Ya son las once trece.



Paseé por Monastiráki. Tomé fotos y vídeo, y compré algunos artículos. Entré a la tienda oficial del Olympiakós, y los productos eran carísimos, y yo, después del gasto de la música, ya no podía darme el lujo de despilfarrar el dinero.

Treinta y siete euros. Compré tres sudaderas, cinco playeras; separadores y postales; y sin percatarme mi cuenta se incrementó. Con mi griego y el inglés y español de algunos comerciantes, hicimos negocios. Poco a poco aprendo a regatear.

Llevé mis compras al hotel. Tenía pensado descargar mis fotos en un café internet, además de escribirles a mis padres. También quería transferir al Ipod los discos que adquirí —aunque éste se fastidió desde la primera noche que llegué a la ciudad mientras escuchaba a Michális Xatzigiánnis, Μιχάλης Χατζηγιάννης. Con este propósito, llevé mis cables en la mochila “más barata y cara” que he comprado en mi vida. Me explico. ¡Cara porque me costó 30€! —en México esto no cuesta ni doscientos pesos—, y barata porque le dije a la dependienta que me vendiera “la más barata” que tuviera... Sin embargo, era necesario comprarla porque no preví que compraría tantas cosas: la inexperiencia del viajero novel.

El uso de red es costosísimo: 3 euros por hora. A mí me cobraron 4, 50 € porque me tardé descargando las casi mil imágenes que acumulé en el aeropuerto de París y Grecia: cuatro kilobytes de fotografías en la mejor definición. El tipo del café, quien en realidad es un empleado, o acaso el dueño de una agencia de viajes de transbordadores, era desesperadamente indiferente... (Continuará).

Αθήνα, Ἑλλάς. Atenas, Grecia. Jueves, 06 de noviembre de 2008.




Jueves, 06 de noviembre de 2008.

Αθήνα, λλάς. Atenas, Grecia.

Hotel Arethusa.



Estoy sentado en una banca de la Plaza Síntagma. La gente sale presurosa de la estación del metro rumbo a sus trabajos. Muchos toman el periódico. Después de desayunar, salí a tomar algunas fotografías. Hago tiempo para salir a Corinto. Tengo que estar a las ocho y diez en el Hotel Elektra. Son diez para las ocho. Hay palomas por doquier. También muchos perros —anoche, por ejemplo, vi a una dormida en una de las esquinas del Parlamento griego: Βουλή των Ελλήνων, Voulí ton Ellínon, literalmente “Consejo de los helenos”.

Asimismo, llamó mi atención sobremanera la cantidad de caninos que hay en El Pireo.

El piso de Síntagma es resbaloso. Es buena idea caminar con cuidado. Hay un sujeto con una pancarta manifestándose en la salida de la estación. Hace algunos minutos, mientras caminaba, lo vi haciéndole frente al tranvía. Un tipo se sentó a mi lado. Veo un perro revolcándose en los escalones que dan al Parlamento. Una paloma sorbe agua encharcada.

El vendedor de pan grita —si bien entiendo: “¡Estopetro!”



Estoy afuera del Hotel Elektra.



Ahora me encuentro con muchos españoles dentro de un autobús, frente al busto de Μελίνα Μερκούρη, Melína Merkoúri. También escucho el idioma portugués —seguramente hay brasileños a bordo.



En cuanto abordé el vehículo, escuché: “Tiene facha de mexicano.” Me paré, sonreí y respondí: “Sí, soy mexicano.”



En el Canal de Corinto compré un llavero (3,60 €) y un par de postales (60 céntimos de euro).

Epidauro fue una gran decepción —no tanto el lugar sino la situación: los grupos turísticos, estudiantiles... También el tiempo fue insuficiente, incluso para ver.

Los españoles se pararon en el centro del teatro, e interpretaron una canción de su época para corroborar la acústica. Yo preferí subir por los escalones, y admirar el paisaje.

Antes de parar a comer, el conductor del autobús casi atropella a una parvada de guajolotes, o pavos, como dirían mis acompañantes “gachupines”.

Me dirijo a Micenas. Ojalá la visita sea diferente.



Voy de regreso a Atenas. Llegaré en una hora y media aproximadamente.

Micenas fue un lugar agradable. Antes de llegar, no pude más y me dormí, con lo cual me perdí de la explicación de la guía, llamada Uranía. Tomé bastantes fotos, además de vídeo, el cual traté de cuidar más que el de ayer. Sin embargo, a veces resulta imposible. La cantidad de turistas, aunado a la limitación de tiempo, obligan a apresurarse.

La subida en Micenas me agotó. Fui de los pocos que subieron.

Los españoles son parejas viejas. Hay un grupúsculo de brasileños, y un matrimonio mexicano que vienen por la misma agencia que yo: Julià Tours. Ellos también irán a Turquía y Egipto; no así a Israel.

Me compré una botella grande de agua en una tienda del poblado donde paramos a comer. La marca es Λουτράκι, Loutráki. Me costó un euro.

Después de Micenas, visité un taller y tienda de escultura, cerámica... Si bien había objetos admirables, su precio no lo era tanto. Me he percatado de que la baratija más insignificante cuesta por lo menos tres euros; y si se es turista, cinco.



Quiero salir a caminar por Atenas con lo que me queda de pies. Al parecer llegaremos temprano. Son cuatro cuarenta.

Mañana será mi último día en Grecia propiamente, ya que el sábado sólo saldré por la mañana para trasladarme a Estambul. Por ello quiero visitar los lugares que no comprenda el itinerario de la Acrópolis. Asimismo, tengo que ir a Monastiráki a comprar mis playeras, sudaderas..., y algunos otros obsequios. Si no encuentro estos últimos, probablemente compre en los quioscos cercanos al hotel. El aeropuerto es otra opción, pero no sé cuánto tiempo estaré allí.



Me acabo de volver loco. Pedí que me bajaran en Ομόνοια, la calle de Omónia. Desde allá caminé hasta el hotel. Después de preguntarle a un policía de tránsito por alguna tienda de música, continué con mi camino. Se portó bastante grosero conmigo: “Ελληνικά, Ελληνικά”, me gritaba. Es decir, que le hablara en griego.

¡Finalmente la encontré! Virgin Megastores.

¡Me gasté 129, 69 €! Por una parte, me siento bastante mal, pues nunca había gastado tanto dinero en música. Sin embargo, por otro, sé que difícilmente regresaré a Grecia para comprar la música de mis cantantes griegos favoritos.

Los discos que compré son: Χάρις Αλεξίου, Ανθολόγιο: Antología de Xáris Alexíou (21, 90 €); Νότης [Σφακιανάκης]: Δέκα Με (24, 90 €); Μαρινέλλα, Η φωνή & ο μύθος,  30 χρόνια τραγούδι (1967-1975): La voz y el mito, 30 años de canciones de Marinella (1967-1975) (17, 90€); Μιχάλης Χατζηγιάννης, Ζωντανά στο Λυκαβηττό: Michális Xatzigiánnis en vivo desde Licabeto 2007-2008 (16, 90 €); Γιώργος Νταλάρας, Τα Χρώματα Του Χρόνου, Συλλογή ΙI: Giórgos Ntaláras, Los colores del tiempo, Parte II (23, 80 €); Νότης Σφακιανάκης, XXX Ενθύμιον: Nótis Sfakianákis XXX (20, 90 €); y una compilación de rebétiko de 4 discos compactos: Τα ρεμπέτικα που έγραψαν ιστορία (17, 80 €).

Por cierto, la señora mexicana que viaja conmigo, me enteró mientras comíamos de la muerte del Secretario de Gobernación, nacido en España, Juan Camilo Muriño.

Por la noche, salí a fotografiar los alrededores. Tomé muchas en Ermoú. Llegué a Monastiráki, y me percaté de su fama. Mercancía de cualquier clase. El problema es que cuando se quiere ropa de calidad —y no copias—, es difícil notar la diferencia, y más siendo extranjero —¡y hombre!



Mañana, luego de visitar la Acrópolis, me avocaré a comprar recuerdos y buscar mis cosas.

Grecia es un país que se deja querer. Ha sido benévolo conmigo. De los países de mi itinerario presentía que con Grecia no tendría problema: por tratarse de un país europeo —incluido el uso del euro—; porque conozco relativamente su cultura —no sólo la antigua, sino también lo que la música y la literatura me han permitido desentrañar de su alma moderna—; además de que sé algo de griego.

No obstante cuando me marche a Turquía, siento que comenzará el verdadero viaje. Incluso tendré que “enfrentarme” a la comida, a la idiosincrasia, a costumbres más bien irregulares a las que no estoy acostumbrado. Se sentirá pues, el choque cultural.

Hasta hoy tuve incluidas las comidas. Mañana tendré que buscar dónde comer. Quizá lo haga en alguna taberna de Pláka.