Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Αθήνα, Ἑλλάς. Atenas, Grecia-İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía. Sábado, 08 de noviembre de 2008.









Sábado, 08 de noviembre de 2008.

Αθήνα, λλάς. Atenas, Grecia.

(En el avión).



Debido a que anoche se le acabó la tinta a mi pluma, retomaré mi relato con tinta azul. Traté de comprar un bolígrafo en el aeropuerto, pero increíblemente no encontré ninguno. La pluma con la que escribo, me la obsequió una empleada del Banco de Grecia, luego de llenarle una encuesta.



(Continuación) …indiferente a mis preguntas. Salí de aquel lugar bastante molesto.

Me dirigí a un negocio de fotos, y el empleado me ofreció quemar mis fotos en un DVD por la módica suma de diez euros. No tuve alternativa. De cualquier modo, me quedaban doscientas fotos. Después de un rato, regresé por mi tarjeta de memoria y mi disco.

Me acosté tarde otra vez. Soy un zombi viajero. Hice un poco de ejercicio, rebobiné el vídeo que tomé, guardé mis cosas en las maletas, me bañé... En fin, alisté todo para salir por la mañana.

Viví sucesos extraños. No sé si fue mi culpa, o simplemente la gente de aquí tiene otras costumbres. Primero, en la calle, un tipo me preguntó la hora. Como no le respondí —sólo le mostré el reloj, y le señalé la hora—, me abordó. Me cuestionó, y me identificó. Habló un poco de español. Me dijo que había trabajado en un restaurante mexicano. Me informó que había puesto el suyo propio, y me invitó a que lo acompañara. Cuando caminaba junto a él, me percaté de la situación, y reaccioné: le agradecí la gentileza, y me alejé.

Llevaba ambas cámaras colgadas al cuello, además de la mochila con los discos compactos, el Ipod, los cables...

Continué caminando, y me dirigí al Jardín Nacional, Εθνικός Κήπος. Un par de chicos me salieron al paso, y me hablaron en un idioma que no pude reconocer. Parecían indios o paquistaníes. Se acercaron, y me manosearon el pecho —debido al ejercicio, esta parte de mi cuerpo se ha desarrollado: se burlaban de mí, gesticulando y dándome a entender que estaba fuerte. Sin poder explicarlo, interpreté que sugerían que era homosexual. Alcé la voz, y les remití algunas groserías mexicanas. Decidí no internarme más en aquel lugar, demasiado grande para un extranjero, y salí.



De nuevo, junto a la ventana del avión. Asiento A17 del ala izquierda. Türk Hava Yolları (THY), Aerolíneas turcas. Escuchó un vídeo en turco e inglés con las medidas de seguridad. El avión se apresta a despegar.



Desde temprano estuve listo para abandonar el hotel. Con mis maletas en la mano, se me ocurrió subir a la azotea del edificio, donde me encontré con una vista matutina espectacular de la Acrópolis. A decir verdad, me había olvidado de visitar este parte del hotel. Ahora que lo pienso, hubiera logrado fotografías nocturnas impresionantes no sólo de Atenas, sino también de la luna. Supongo que tendré que esperar mi regreso a Grecia...

La vista de Atenas es avasalladora: la ciudad blanca, se alarga ante mis ojos —no se permite la construcción de edificios altos que tapen y opaquen a la Acrópolis.

El aeropuerto está a tres cuartos de hora del centro aproximadamente. El taxista que me recogió y trasladó, era de pocas palabras: un griego más bien seco.



Estaba preocupado por la mochila que compré. Sin embargo, no tuve problema: la llevo conmigo en la cabina.

Checaron mi visa, y después de consultar algo, me devolvieron el pasaporte. Entré al aeropuerto. Sellaron mis documentos y revisaron mi equipaje. Tuve que tirar a la basura mi pasta de dientes y mi crema, debido a las normas de la Unión Europea.



Después de salir de los jardines, donde abundan los bustos de los grandes escritores y pensadores de la antigüedad helénica —Esopo, Sócrates, Eurípides...—, crucé la calle.

Hallé una construcción que captó mi vista: Άγιος Νικόδημος, Agiós Nikódimos, San Nicodemo. “Es una iglesia ortodoxa rusa que data del siglo XI”, pronunció un griego viejo, delgado y altísimo, llamado Ioánnis, quien salió de la nada, causándome un sobresalto. Me contó que era ingeniero, y trabajaba en Arabia Saudita. Además, agregó que le gustaba la cerveza, y aprovechó su comentario para invitarme a tomar algo. Le dije que no bebía, y me insistió en que fuéramos por un jugo o un refresco. Nuevamente, cuando ya lo acompañaba, volví a reaccionar. Se molestó conmigo, a pesar de mis disculpas por declinar su oferta, y me mentó la madre con una seña.



Regresé al Parlamento para registrar el cambio de guardia, y así lo hice.

Disfruté mucho del ritual de los Εύζωνες o Ευζώνοι, Evzones, en la Tumba del soldado desconocido. Un militar enorme del ejército griego de boina azul, quien coqueteaba con una hermosa joven, mantenía a raya a los turistas que se acercaban demasiado para fotografiar a los jóvenes reclutas.



Regresé a la calle Ermóu, esta vez, colmada de gente. Parecía una pasarela de modelos. Una pareja de ancianos venden castañas y elotes asados en un carrito; músicos urbanos interpretan su música. Los comerciantes ven desde sus negocios a la muchedumbre con sus bolsas.

Los policías rondan la zona de tres en tres. Un negro mece una maleta como si fuera una carriola. Me habla. Me ofrece mercancía barata: cinturones, bolsos... El ambiente se tensa cuando ve aproximarse a la autoridad.

Continúo grabando. Un hombre balcánico, quizá albanés, sigilosamente me susurra al oído que me vende relojes de marca en buen precio. Éste, a diferencia del otro, es más discreto y lleva bolsas de comercios. Lo he visto deambular a lo largo de la calle. Le agradezco, y retomo mi paso.



Me sentía confundido. ¿Acaso yo había propiciado las insinuaciones que experimenté? ¿Mi cuerpo y mi playera entallada —los cuales habían captado la atención de algunas altivas mujeres griegas, según me percaté— provocaron tales reacciones? ¿Se trataba de simples muestras de hospitalidad, y yo las malinterpreté? No lo sé, y creo que nunca lo sabré. Para mí está bien así.



İstanbul, Türkiye. Estambul, Turquía.



Terminé de comer. Los asientos son cómodos y bonitos: azul turquesa. Hace algunos minutos llegamos a territorio turco. Creo que el niño que viene en el asiento delantero se cagó: huele muy mal.

Los mapas de los cuales me habló el vendedor de bienes raíces de León, aparecieron en las pequeñas pantallas del avión. Estamos a punto de llegar al aeropuerto Atatürk —aquí todo se relaciona con Mustafá Kemal, “el padre de los turcos”.

La tripulación no fue grosera, pero tampoco destacó por su solicitud. Quizá su actitud hacia mí se deba a que visto una playera y una chaqueta de λλάς, Grecia.

Ya conocí el punto de vista heleno, a quienes no agradan sus vecinos. Ahora, conoceré el sentir otomano.



¡Maldita sea! Observo el Bósforo con mis propios ojos. Topkapı, Dolmabahçe, Aya Sofya... están al alcance de mi mano. Estambul es una ciudad extensa, interminable. Por la ventanilla veo a Santa Sofía y la Mezquita Azul. Si desde el aire son intimidadoras, ya me imagino lo que será tenerlas frente a frente. Hay minaretes por doquier.

El aterrizaje fue difícil —de ahí mi letra casi ilegible.

Las banderas blanquiazules se han convertido en rojiblancas: Pasé del país azul a la nación roja.

La llegada fue azarosa. El agente de migración revisó una y otra vez mi pasaporte. Finalmente, lo selló, no sin antes mirarme con desprecio.



Tomo mi primer café turco en la terraza del Hotel Yaşmak Sultan İstanbul, Hotel del Sultán Yasmak, ubicado en el barrio del Sultán Ahmed.

Acabo de regresar de presenciar un espectáculo de música turca, donde también disfruté de los derviches giróvagos —el boleto me costó 30 YTL. Allí, en la otrora estación de trenes, conocí a un matrimonio mexicano de Baja California, quienes me identificaron por el logotipo de los Estudios Churubusco Azteca de mi chamarra. Conversamos amenamente después de la presentación, mientras regresábamos a nuestros respectivos hoteles. No pude grabar mucho, y las fotografías tampoco son muy buenas. Me sentaron en un lugar incomodísimo, detrás de una columna.

Caminé mucho porque regresé en dos ocasiones al hotel.

El viento de Estambul en esta época del año es infame —de hecho, ni el de Pachuca se compara. Aquí sopla tres veces más fuerte, por lo menos: cala los huesos. Y sin embargo, los turcos caminan tranquilos con la camisa desabotonada. Yo, en cambio, traigo una camiseta, una sudadera —¡qué bueno que compré algunas en Atenas!—, y una chamarra, y me congelo.

La agencia salió con la nueva de que no conocería Santa Sofía porque cierra los lunes. ¡Qué casualidad! Ya me lo esperaba... Sin embargo, muy amablemente me “compensaran”, y me llevaran a las cisternas de Yerebatan: la Cisterna Basílica —en turco, Yerebatan Sarayı “Palacio Sumergido”, o Yerebatan Sarnıcı “Cisterna Sumergida”—, y de paso se ahorraron las treinta liras turcas que cuesta entrar a la iglesia-mezquita.

La pareja mexicana que conocí en Atenas también está aquí. De hecho, nos transportaron juntos desde el aeropuerto al hotel. Asimismo, asistiremos al espectáculo de la danza del vientre que contratamos por sesenta euros, el cual incluye una botella o dos bebidas nacionales.

Cuando llegamos a Sultanahmet, la vagoneta bajó la velocidad. Aun sentado, me agaché, y por el vidrio pude ver directamente por primera vez la magnificencia de Aya Sofya y de Sultan Ahmet Camii, la Mezquita del Sultán Ahmed.

A decir verdad, fue una de las visiones que más me ha impactado hasta ahora en la vida. Creo que jamás la olvidaré.

Más tarde recorrí el barrio con mayor tranquilidad, y me admiré con ambas. Sin embargo, hasta el momento la Mezquita Azul me parece más hermosa que la “Basílica de la Santa Sabiduría” —a decir verdad, siempre me lo pareció.



Estuve a punto de comprar mi entrada para Sancta Sophia o Sancta Sapientia, como también se le conocía, pero decidí que dos horas no me alcanzarían ni siquiera para fotografiarla. Iré, pues, el día que tenga libre.

(Nota para mí mismo: Tratar de ir a la Plaza Taksim, conocer la Torre Gálata y el Palacio de Dolmabahçe, y regresar antes de las siete y media para disfrutar de la cena.)



Por cuatro liras y media comí en la zona de Çemberlitaş, muy cerca de la columna de Constantino, la cual está siendo remozada, pues Estambul será la capital europea de la cultura dentro de dos años. Probé una especie de “torta” de cordero con jitomate y papas a la francesa —dentro del mismo pan—; además de un chile con sabor peculiar y perfumado que no picaba.



No me gustó mucho el café turco, pero tenía que consumir algo para poder estar aquí en el restaurante.

Es una bella ciudad. Ojalá mejore el clima —aunque la gente de aquí me dice que está bastante benévolo para estas fechas. El hotel es agradable. Si bien es pequeño, es comodísimo, y tiene una ubicación privilegiada.



Nuevamente un par de sujetos me abordaron en la calle, so pretexto de que parecía turco, y de que querían practicar su inglés conmigo. Conversamos mientras caminamos. Me preguntaron mis datos. Cuando comenzaron a hablar en turco, la desconfianza se apoderó de mí. Uno de ellos quería invitarme un trago, y el otro se despidió, argumentando que se tenía que ir a trabajar a un hotel que me señalaba. Pero antes de hacerlo, le dijo algo al otro, que a pesar de no comprender, me dio mala espina. Me zafé, excusándome con el que se había quedado conmigo.



Ahora recuerdo que mientras caminaba por los jardines donde se encuentran las Mezquitas, estas mismas personas se atravesaron en mi toma, aparentemente por accidente, y después se disculparon amablemente. Ahora entiendo que aquella fue la forma de aproximarse a mí.



Las gaviotas vuelan alrededor de la cúpula de Santa Sofía, y en menor medida, de la Mezquita Azul, las cuales incluso por la noche compiten, iluminadas, por la atención de la gente: hermanas y rivales. Oscureció como a las cinco y media.



Cambié 60 € en una casa de cambio. Sin embargo, no tengo noción de cuánto dinero gasto. Tengo que adaptarme a las liras turcas. De otro modo, pronto sufriré. En una tienda vi discos de Sezen Aksu, Candan Erçetin, Cem Karaca, İbrahim Tatlıses, Ümit Besen...



Escucho “La Bamba” —o algo que se le semeja—, interpretada por un par de músicos. Dicen algo así como: “Io no soi gallinero, soi capítan, soi capítan.” Por cierto, lo grabé con la cámara para que no se me tilde de exagerado y mentiroso.











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