Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

sábado, 18 de febrero de 2012

Diario de Medio Oriente. Fin.


Mi familia me recibió en el aeropuerto. Sentí alivió, después de la ansiedad que experimenté durante las interminables horas de viaje.
Físicamente, resentí el frío.
Me presenté a trabajar al siguiente día —sin estar adaptado aún—, debido a la falta de criterio y memoria de mi jefe directo, quien me condicionó darme un día si se lo reponía posteriormente —¡y pensar que yo nunca le cobré los que me debía! Y lo mandé al carajo como correspondía.
Los siguientes días experimenté una sensación rara: me sentía fuera de lugar. Aun hoy no sé si padecí de depresión; si me mermó el cansancio acumulado; si fueron la contaminación, la altura... de la ciudad; lo cierto es que me llevó cerca de un mes readaptarme a mi propio medio, y asimilar las experiencias —que incluso hoy, más de tres años después, me trascienden— que había vivido —sentido— aquellos más de veinte días de viaje por el Medio Oriente, un viaje que estuvo a punto de no realizarse, ya que algunos días después de que lo pagué, sobrevino la crisis económica mundial.

domingo, 12 de febrero de 2012

El Cairo, Egipto-París, Francia-Ciudad de México, México. Domingo, 23 de noviembre de 2008.


Domingo, 23 de noviembre de 2008.

Escrito en el interior del avión. Aeropuerto Charles de Gaulle. París, Francia.



El clima es inclemente. La salida no sólo se ha demorado, sino que el tiempo de vuelo seguramente se prolongará, y por consecuencia, la llegada no se dará a la hora estipulada.

Hace mucho frío. Llueve copiosamente, y la ventanilla se llena de agua nieve mientras espero el despegue.

El vuelo de El Cairo a París fue pesadísimo. Y apenas fue de cuatro horas.

El señor que se sentaba a mi izquierda tuvo su brazo derecho recargado en mí casi todo el tiempo, y yo soporté estoicamente mientras mi brazo se dormía. Conversé un rato con él.

Me dormía por intervalos.



Aún estoy en tierra: ¡Qué desesperación!

Estoy desmadrugado. Mi hermana y mi padre me telefonearon a las tres de la mañana. Incluso me comunicaron a Spankie.

Mi progenitor habló mucho: me informó que se llevaron uno de los carros al corralón, que mi madre estaba en un congreso...

Me alegró hablar con él. Extraño a mi familia.



El ala del avión se confunde con el paisaje cerrado del exterior.



El aterrizaje en París fue complicado. Yo estaba sentado en los asientos de en medio, y experimenté cómo se tambaleaba el avión.



Caminé a la terminal donde tenía que realizar la conexión. Cumplí con las medidas de seguridad, las cuales fueron normales en esta ocasión.



Mientras permanecía formado en la fila de la aerolínea, distinguí varios pasaportes mexicanos, y por extraño que parezca, me sentí más cerca de mi país.



Estamos por encima de las nubes. El clima aquí es benévolo.



A la distancia se divisa una franja de cielo azul.



Antes de despegar platiqué con uno de mis compañeros de asiento. Es fotógrafo cinematográfico. Estuvo en un festival de cine en Salónica, Grecia. Me pareció familiar.



Esperé poco para abordar el avión. Aún no decido si mañana trabajaré o no.



Entregan los audífonos. Ojalá que mi cansancio me permita ver una película.

Cambié asiento con un italiano, a quien había separado de su pequeña hija. Estoy en el 25K, y tenía el 24L.

El italiano reclinó el asiento, y casi me como la pequeña pantalla.

Me estoy enfermando. Ambos aviones abrieron el aire acondicionado.

Hace algunos minutos llegamos a los Estados Unidos de América. Son las 15:11, y faltan más de tres horas y media para arribar.

Ya me paré dos veces a estirar las piernas. Fui al baño.

Afortunadamente a mi compañero de la izquierda no le gusta permanecer en su asiento, y dispongo de más espacio.

El navegador señala que volamos sobre Virginia.



Hace algunas horas mientras sobrevolaba el Atlántico, pensé que jamás tocaríamos el Continente americano.



El personaje con el que platiqué, resultó ser Gabriel Figueroa hijo, de quien, por cierto, yo había editado una nota hace algunas semanas: una exposición de las fotografías de su padre.

El Cairo. Sábado, 22 de noviembre de 2008.


Sábado, 22 de noviembre de 2008.

Escrito en el Hotel Husa Gawharet El-Ahram. Habitación 304. El Cairo.



Para haber sido el último día de actividades en Egipto, y la culminación de un viaje inolvidable, el día de hoy fue bastante bueno: provechoso.

Desayuné —a decir verdad, creo que es el primer desayuno decente del que disfruté en este país. Si bien los del crucero eran pródigos, no eran sabrosos. Y ni qué decir del cuerno, la leche casi sólida y el pequeño bote de jugo de naranja que “hacían pasar” por desayuno cuando tenía que volar por la madrugada. Salí con dirección a las pirámides.

Me rencontré con los españoles del crucero.

Conocí las Pirámides de Guiza y la Esfinge.

Posteriormente, asistí a un restaurante, más por negocio que por otra cosa, donde no comí. Primero porque no tenía apetito, y segundo porque prefería gastar el dinero que me restaba en algo que disfrutara.

Antes visité una galería de papiros —a mí no me interesó mucho— cercana a la salida de la Esfinge, donde, debido a la aglomeración de turistas, vendedores, taxistas... casi me aplasta un dromedario.  



Por la tarde asistí al famoso Museo Egipcio de El Cairo, un sitio en condiciones deplorables, si se considera los tesoros que alberga.

Me paré enfrente de la célebre mascarilla del faraón Tutankamón, y la contemplé como si no hubiera nadie más en el lugar. Recordé mis lecturas sobre Lord Carnarvon y Howard Carter. Asimismo, vi diversas figuras que otrora conocí a partir de fotografías. Sin embargo, la pieza que más me impresionó, fue el trono de oro del faraón niño: el detalle de sus motivos.

Recibí los cartuchos, y saldé mis deudas. Durante la visita al Museo, me escapé a los lujosísimos hoteles que se encuentran pasando la calle, y ahí encontré un cajero automático.

En cuanto regresé al hotel, salí a comer, acompañado por Ramón y Mauricio. Comimos en Domino’s Pizza. Recorrimos la Avenida de las Pirámides nuevamente. Incluso abandonamos la vía principal, y callejeamos en búsqueda de una cerveza que deseaba mi compatriota. Para ello, necesitábamos encontrar un depósito, ya que las tiendas no las venden.

Asimismo, fue una experiencia casi suicida cruzar de un lado a otro la dicha avenida, prácticamente como si fuéramos pobladores —recuerdo que el primer día que llegué al país y traté de hacerlo, estuve cerca de media hora sin poder hacerlo. ¡Yo, un habitante de la caótica Ciudad de México, fui derrotado por “La victoriosa”! Finalmente, me aproximé a un grupo de madres que recogían a sus hijos en la escuela. Se lanzaron contra los conductores, y detuvieron el tráfico.

Compré una shisha, la cual se llevará amablemente Ramón para entregármela en México.

Tendré que levantarme a las tres y media de la mañana. Saldré una hora después al aeropuerto. Así pues, mi desayuno será una mísera caja con pan y más pan.

Tengo que preparar mi maleta tan pronto como termine de escribir.



Por la noche, regresamos al hotel, y Hossán y Mustafá, nuestras guías, nos esperaban afuera desesperados porque teníamos que llegar al espectáculo de luz y sonido en las pirámides a las 19:30. Eran las 19:21. Abordamos la vagoneta entre regaños.

Si otrora ya habíamos padecido el tráfico y la conducción de los habitantes de esta caótica ciudad durante los traslados del aeropuerto al hotel, y viceversa, en esta ocasión experimentamos cómo conduce un cairota cuando tiene prisa. Una experiencia suicida más en esta populosa urbe.

El espectáculo fue mediocre. Casi nada por los treinta euros que pagué por la mañana. Además, tuve que abonar 35 libras egipcias más para introducir la cámara de vídeo. En este país todo cuesta dinero extra. Por ejemplo, en los baños del Museo Egipcio, hay personas que viven en ellos, y cobran por usarlos.

Asimismo, recuerdo que un sujeto me llamó en el Valle de los Reyes para sugerirme la toma de una fotografía. Una vez que la realicé, le agradecí su “gentileza”, y me exigió que le diera dinero. Yo me negué, y le mostré cómo borraba la foto.

Departí un rato en la habitación de mi Ramón y su hijo, y nos despedimos.

Regresé a mi cuarto, y me bañé.



Estoy muy satisfecho de mi viaje, aunque estoy molido.

El día de mañana será más pesado —tanto por los traslados y sus inconvenientes como por la impaciencia de regresar: más de doce horas de viaje.



Cierto estoy que no he asimilado la información que he acumulado durante este periplo. Requiero de tiempo para asimilarlo.

Seis países, ocho aeropuertos, nueve vuelos, más de diez ciudades y poblados..., son el recuento simple, numérico, de una odisea acaso inclasificable.

Sólo quiero volver a México, y descansar... aunque sea imposible hacerlo.

Hay cosas que no haré en los próximos viajes, simplemente porque mi experiencia no me lo permitirá. Empero, en el deseo de conocer otras culturas, y tratar de comprenderlas —aunque ello implique juzgarlas y no aceptarlas—, mi disposición está intacta.



César Abraham Navarrete Vázquez.

23:03.

El Cairo, Egipto.






Asuán-El Cairo. Viernes, 21 de noviembre de 2008.


Viernes, 21 de noviembre de 2008.

En el crucero “Moon River”. En una de las estancias, afuera de mi camarote, y con mis maletas frente a la recepción. Asuán, Egipto.



Son nueve y media. Mis compatriotas partieron rumbo a El Cairo a las siete de la mañana. Desayuné con los españoles que me han acompañado los últimos días a bordo de este crucero. Se trata de un grupúsculo soportable porque son catalanes —más que “españoles”.

En cuanto acabé de desayunar, me dispuse a escribir. Permanezco sentado desde entonces. Tengo que esperar hasta las doce del mediodía para que me recojan, y posteriormente, me trasladen al aeropuerto de Asuán: mi octavo aeropuerto en 21 días. A decir verdad, ¡ya los alucino!



(Escrito en el Hotel Husa Gawharet El-Ahram. Habitación 304. El Cairo.)



El vuelo fue bastante tranquilo. Me sentaron en el primer asiento de la derecha del avión: 20K.

Estaba junto a la ventana, y disfruté de una vista durante todo el trayecto.

Comí un par de emparedados, un pastelillo, una Pepsi y un café —una comida muy semejante a la que degusté cuando viaje de El Cairo a Luxor, aunque las condiciones de mi estado eran muy diferentes.

En una parte del vuelo, por ejemplo, el cielo se semejaba al sexo femenino —nótese mi metáfora sexual, acaso nada fortuita. En las orillas se vislumbraba el verdor, e inmediatamente después, la vastedad de la arena del desierto.

Sin embargo, la metáfora visual que más me conmovió, fue ver las rocas desde el avión. El paso del agua había dejado cauces en la tierra, de tal modo que dichos afluentes parecían venas. En la lejanía, el agua-sangre del Nilo lucía caprichosa, como si se negara a devolverle la vida a ese extenso corazón de piedra, seco.

A pesar de que el paisaje estuvo dominado por el desierto, no fue monótono en ningún momento. Ya la arena, ya la piedra, ya el verdor parpadeante de Egipto, se hicieron presente.

Hubo una parte del trayecto, donde las nubes se postraban sobre la arena —por algunos momentos el avión y su sombra de juguete se dibujaban en aquellas.

Cuando llegué al aeropuerto de El Cairo, Mustafá, uno de los guías, aguardaba por mí.

Encontré una pareja de mexicanos —de Guadalajara— que visitaría Israel, y los previne del mismo modo en que hice ayer con otro compatriota, quien viajaba con su madre, radicado en Nueva York que me encontré en el pueblo de Nubia.

El trayecto al hotel fue el mismo que hice hace algunos días. Pasé cerca de la Mezquita de Muhammad Alí. Grabé el recorrido.

Una vez en el hotel, subí al bar porque quería fumar la pipa de agua nuevamente; pero no disponían de ninguna.

Así, pues, en el techo, tomé algunas fotografías y capté vídeo de las pirámides al caer la tarde. El cielo y las nubes lucían esplendorosas.

Por cierto, cuando estaba a punto de aterrizar en El Cairo, las vislumbré entre las arenas del desierto. También observé la de Saqqara o Sakkara, la pirámide escalonada de Zóser.

Esta vez, El Cairo no me impresionó tanto como cuando llegué desde Israel: cuando mis ojos vieron por primera vez la eterna ciudad de arena que no tiene principio ni final.

Salí a caminar. Tomé algunas fotos más. Entré a un pequeño centro comercial, y un sujeto me abordó. Platicó conmigo mientras caminábamos. Me invitó a su casa a comer con su familia. Una vez más, no me quedó otra opción que excusarme con cortesía. Pero él fue muy insistente. Regresé al hotel un tanto molesto.

¡Pagué 30 libras egipcias por usar la red por una hora!

Subí a mi habitación. Me metí en la tina, cargué las pilas de las cámaras, preparé mi ropa...

Ocupé mi tiempo en ver y escuchar vídeos musicales árabes en el canal Melody, además de deleitarme con la belleza de las mujeres de esta región.

Mañana voy al Museo Egipcio y a las Pirámides de Guiza o Gizah, y con esto prácticamente acaba mi viaje, pues el domingo vuelo a París, y posteriormente a la Ciudad de México.

Mañana tengo que pagar los cartuchos.

Contemplo la posibilidad de asistir al espectáculo nocturno de luz y sonido que se ofrece en las propias pirámides —mañana es en español.

La agencia me lo ofrece por la módica cantidad de treinta euros: caro como todos los servicios que ofertan.

Supongo que tendré que sobrevivir una semana con poco dinero en México. Al menos hasta que me depositen la siguiente quincena.

Por la noche, me despertó Ramón para que saliéramos a caminar a lo largo de la Avenida de las Pirámides. Junto a su hijo, Mauricio, a las once de la noche, me llevaron a conocer el lugar donde habían comido. Por cierto, ellos pagaron el uso de internet en tres libras.

Regresamos a las doce.



Asuán, Egipto. Río Nilo. Jueves, 20 de noviembre de 2008.


Jueves, 20 de noviembre de 2008.

En el crucero “Moon River”. Camarote 209. Asúan, Egipto.



No se deja de gastar dinero en Egipto. Por más “empeño” que se ponga, siempre se gastará, aunque sea un euro en esto, o en aquello.

Día interesantísimo. Probablemente el más significativo de todo el periplo. Y lo más importante es que no se debe a nada “especial”.

Monté un dromedario, paseé en faluca por el Nilo, me hice en el brazo el tatuaje de un escorpión con henna o jena, fumé shisha...

Si bien el espectáculo que se ofrece en el pueblo nubio es montado para los turistas, se tiene la posibilidad...



(Continuación. Escrito el viernes, 21 de noviembre en una pequeña sala de espera afuera del restaurante.)



...de convivir —aunque sea limitadamente— con los pobladores.





Las agencias locales de Grecia, Israel y Egipto no se preocuparon por ofrecer la tranquilidad que sus clientes se merecían. La de Turquía, en cambio, fue espectacular: mezquitas casi vacías que al terminar la visita apenas comenzaban a abarrotarse, comodidades tanto en autobuses como en embarcaciones.

La Acrópolis estaba a reventar. Los lugares santos de Tierra Santa —tanto en Israel como en Palestina— eran colmados por la gente ante la incredulidad de mis ojos, y el límite de mi paciencia.

Sin embargo, Egipto ha ganado en este rubro, atiborrando los templos con el desembarco simultaneo de hordas de turistas —sobre todo, españoles.

Disfruté Santa Sofía porque me desperté temprano; sin embargo, había días en que se me imposibilitaba romper con el itinerario.

Ayer por la tarde visité la cantera donde reposa el Obelisco inacabado, una muestra más de que cuando se quiere montar un sitio arqueológico no es necesario sino el afán de lucro.

Observé la monumental presa de Asuán. Paré en un punto donde de un lado se divisa el Río Nilo, y del otro, el Lago Nasser.

De vuelta al barco hice una escala en una joyería, a la cual le compré —por medio del guía— los cartuchos y la pulsera.

Por la noche, salí a caminar por Asuán, con los mexicanos. Estuvimos en algunas galerías y en la Catedral ortodoxa copta del Arcángel Miguel.

Asimismo, experimentamos una metáfora cotidiana de lo que es Egipto.

En un quiosco compramos tres refrescos —cada uno por 15 libras egipcias: ¡Casi al mismo precio que en el crucero! Cuando regresábamos a la embarcación, nos detuvimos en una tienda. ¡El mismo refresco costaba cinco libras, y el agua grande (1, 5 litro), 2! Como si esto no fuera suficiente, inmediatamente después encontramos otro puesto: Cuatro libras. ¿Esto es posible! Esto sucede en un país donde no se conoce el “valor” de las cosas —al menos para el extranjero.

Otro caso más. Mi compañero quiso comprar el juguete de un camello —o dromedario: honestamente no reparé en cuántas jorobas tenía el animal— en el mercadillo del obelisco inacabado. El vendedor respondió: —¡170 libras! De este precio inicial fue bajando hasta quince libras. ¡Increíble!..., pero no en este país que huele a especies mezcladas con excremento de cuadrúpedos.

En una tienda de Asuán, Ramón, el médico, compró un dromedario en mejor estado —y de acuerdo con el vendedor, de piel de este animal— por 2 €: 4 libras egipcias aproximadamente, luego de que el dependiente le hiciera una rebaja de un euro.

Cené. Esperé en el bar por un espectáculo de danza que se llevó a cabo después de las once de la noche. Antes había preparado mis maletas.

Grabé a los tres bailarines, y después me fui a la cama.






Río Nilo. Miércoles, 19 de noviembre de 2008.


Miércoles, 19 de noviembre de 2008.

En el crucero “Moon River”. Camarote 209. Navegando por el Río Nilo.



Me enfermé del estómago desde ayer, y al parecer sufro también de temperatura.

Comí demasiado. Acostumbrado a comer una o dos veces, desde que me alojé en el crucero no sólo hago tres, sino a veces cuatro comidas al día cuando se ofrecen café y pastel a los huéspedes.

Por la mañana me tomé una cápsula de Topron; sin embargo, me desayuné muy ligero. Después, visité el Templo de Edfú.

Comí después de relajarme un rato en la alberca. Me parece que no debí exponerme a los abrasadores rayos del sol durante tanto tiempo.

Tengo escalofríos. Mañana haré la visita al pueblo nubio, y montaré un dromedario.

Por la tarde me dormí una hora, antes de desembarcar en el Templo de Kom Ombo.

Me abstuve de asistir a la degustación de pastas.

Habrá una fiesta de disfraces. La mayor parte del grupo se compró turbantes, chilabas... para la ocasión.

Aún no decido si acudo. Lo que sí sé, es que no cenaré.

Realmente me entristece y me frustra que se den así los últimos días de un viaje tan especial. Un anciano español también se resintió del estómago —la barriga, dice él. Hace un rato lo visité en su habitación, acompañando a Antonio, el otorrino mexicano que viaja con su hijo. Estaba postrado en la cama.

Me tomaré otra pastilla, esperando mejorar. Mañana será un día intenso.

Descarté la excursión a Abu Simbel, luego de comprar cuatro cartuchos y una pulsera con jeroglíficos. Fueron 120 euros que tendré que saldar al volver a El Cairo.

Diversos factores influyeron en mi decisión: la cantidad económica, mi estado físico; además de que hay que levantarse a las dos de la mañana para salir.

Así, pues, agradezco —a pesar de todo—, que esto se dé en las postrimerías del viaje.

(Cartuchos y pulsera: 120 €: 840 libras egipcias).





Río Nilo, Egipto. Martes, 18 de noviembre de 2008.


Martes, 18 de noviembre de 2008.

En el crucero “Moon River”. Camarote 209. Navegando por el Río Nilo.



Día asaz intenso —acaso el más pesado de mi travesía por el Oriente Medio.

Desayuné temprano. Salí a conocer el Valle de los Reyes y las Reinas. Entré a tres tumbas. Visité el Templo de Hatshepsut.

Recorrí los Templos de Luxor y Karnak con ambas cámaras preparadas para filmar y fotografiar.

El sol caía a plomo.

Crucé el Nilo de un lado a otro en una barcaza.

Por la tarde regresé al barco.

Después de comer, subí a cubierta, donde contemplé la majestuosidad del Río Nilo. A decir verdad, jamás me imaginé de que aquel momento de mi vida en que la profesora de geografía hablaba sobre la cultura egipcia, mientras señalaba un mapa en el salón de clases, culminaría en lo por venir conmigo navegando por el afluente que permitió a la dicha cultura desarrollarse.

Un poco más tarde, en el bar del hotel, acompañado por un médico mexicano y su hijo, así como por una pareja catalana, tomé una bebida.

Comí cual muerto de hambre; y sin embargo, aguardo por la cena.

Estoy agotado, y los ojos me arden.

Este país es entrañable, a pesar de lo molestos que son los vendedores.

La “amabilidad” —evidentemente interesada— de los prestadores de servicios, llega a ser reconfortante, si uno acepta su motivación.

Cambié siete de los nueve dólares con que me obsequió mi tía Juanita en México. Me rechazaron los dos restantes porque estaban llenos de hongos —dichos billetes me los dio como cambio un vendedor de la estación de autobuses de Belén, en Palestina, al cual le compré tres bolsas con la inscripción de Jerusalén (!).

Quiero hacer el recorrido de Abu Simbel (110 €), y hoy me enteré de que por treinta y cinco más puedo visitar la región de Nubia, así como pasear en dromedario. Supongo que mi quincena me la gastaré en Egipto...

Los impertinentes vendedores, los sagaces niños que engañan en la calle cuando piden que cambiar monedas, los campesinos y sus métodos medievales para labrar la tierra, la corrupta policía, los ambiciosos guías, los irrespetuosos turistas... son imágenes cotidianas de este país que sobrevive en la pobreza económica mientras goza de la riqueza histórica. Así es Egipto, un país contradictorio: el país de los “regalos” —las propinas— que se piden —exigen— hasta por tomarte una foto con un lugareño, por pedir información de cualquier tipo... Un país con los brazos abiertos, y las manos extendidas.











El Cairo-Luxor, Egipto. Lunes, 17 de noviembre de 2008.


Lunes, 17 de noviembre de 2008.

En el crucero “Moon River”. Camarote 209. Luxor, Egipto.



Ha sido un día muy extraño, en el cual he dormido prácticamente todo el tiempo.



Me desperté a la una y media de la mañana, y me había dormido a las once y media, luego de salir a conocer El Cairo por la noche: visité la peligrosa Ciudad de los muertos, donde se albergan algunas tumbas mamelucas; el Mausoleo de Anwar el-Sadat, y el bazar de Khan el-Khalili o Jan el-Jalili, donde se dice que “se puede comprar desde un alfiler hasta un elefante”. Aquí compré llaveros, playeras, una gorra con jeroglíficos, la estatuilla de un gato, e incluso un par de páshminas. Lo curioso es que abrieron varias tiendas exclusivamente para mí.

Conocí al famoso “Jordi”, un egipcio que radicó en Barcelona, quien me vendió además de la estatuilla, una caja con bolígrafos y un par de pañuelos. Hace algunos meses, supe de dicho personaje en el programa dedicado a Egipto de “Planeta finito”, serie de viajes española. Jamás me imaginé que llegaría a su tienda.

En un comedor cercano al mercado, cené un plato tradicional conocido como kushari o kosheri: arroz, lentejas negras, garbanzos, macarrones, cubiertos de ajo y vinagre, y mezclados con salsa de tomate especiada. Cuando me sirvieron el ruzz bil-laban, literalmente “arroz con leche”, la melancolía y la nostalgia se apoderaron de mí, y les confié a mis comensales mientras comía: ¡Ah, en mi país también se come el arroz con leche: mi madre me lo prepara!

Así, pues, la gente de la agencia me recogió a las dos de la mañana en el hotel, y me dirigí al aeropuerto. A decir verdad, desconozco a qué hora despegué de El Cairo —dormí casi todo el vuelo. Llegué al amanecer a Luxor.

Mientras preparaban mi habitación en el crucero, dormité en el bar.

Comí por la tarde en el restaurante, y conocí al guía: Násser, quien nos habló del itinerario de los próximos días.

Bajo un sol inclemente, salí a caminar por el malecón. Paseé por los museos de Luxor y de las momificaciones, así como por algunos bancos y escuelas. Mi mayor apuro era retirar dinero para pagar la excursión a Abu Simbel (110 euros).

Finalmente, saqué 500 libras egipcias en un cajero del Banco de Egipto.

La ciudad está llena de autobuses turísticos, cruceros, taxis y carruajes tirados por un caballo, los cuales me recordaron a las “calandrias” de Acapulco.

El lugar huele a mierda.

La gente de las falucas y las embarcaciones pequeñas, además de los taxistas, importunan a los peatones sin piedad.

Conocí el Templo de Luxor por fuera, el cual visitaré mañana. Me sorprendió su ubicación. Yo suponía que se encontraba lejos de la ciudad, y no en sus entrañas.

Regresé asoleado al crucero. Me bañé y me volví a dormir. Espero por la cena.

Tengo 840 libras egipcias, 9 dólares y 3 euros.