Sábado,
22 de noviembre de 2008.
Escrito
en el Hotel Husa Gawharet El-Ahram. Habitación 304. El Cairo.
Para haber sido el último día
de actividades en Egipto, y la culminación de un viaje inolvidable, el día de
hoy fue bastante bueno: provechoso.
Desayuné —a decir verdad, creo
que es el primer desayuno decente del que disfruté en este país. Si bien los
del crucero eran pródigos, no eran sabrosos. Y ni qué decir del cuerno, la leche
casi sólida y el pequeño bote de jugo de naranja que “hacían pasar” por
desayuno cuando tenía que volar por la madrugada. Salí con dirección a las
pirámides.
Me rencontré con los españoles
del crucero.
Conocí las Pirámides de Guiza y
la Esfinge.
Posteriormente, asistí a un
restaurante, más por negocio que por otra cosa, donde no comí. Primero porque
no tenía apetito, y segundo porque prefería gastar el dinero que me restaba en
algo que disfrutara.
Antes visité una galería de
papiros —a mí no me interesó mucho— cercana a la salida de la Esfinge, donde,
debido a la aglomeración de turistas, vendedores, taxistas... casi me aplasta
un dromedario.
Por la tarde asistí al famoso
Museo Egipcio de El Cairo, un sitio en condiciones deplorables, si se considera
los tesoros que alberga.
Me paré enfrente de la célebre
mascarilla del faraón Tutankamón, y la contemplé como si no hubiera nadie más
en el lugar. Recordé mis lecturas sobre Lord Carnarvon y Howard Carter.
Asimismo, vi diversas figuras que otrora conocí a partir de fotografías. Sin
embargo, la pieza que más me impresionó, fue el trono de oro del faraón niño:
el detalle de sus motivos.
Recibí los cartuchos, y saldé
mis deudas. Durante la visita al Museo, me escapé a los lujosísimos hoteles que
se encuentran pasando la calle, y ahí encontré un cajero automático.
En cuanto regresé al hotel,
salí a comer, acompañado por Ramón y Mauricio. Comimos en Domino’s Pizza. Recorrimos la Avenida de las Pirámides nuevamente.
Incluso abandonamos la vía principal, y callejeamos en búsqueda de una cerveza
que deseaba mi compatriota. Para ello, necesitábamos encontrar un depósito, ya
que las tiendas no las venden.
Asimismo, fue una experiencia
casi suicida cruzar de un lado a otro la dicha avenida, prácticamente como si
fuéramos pobladores —recuerdo que el primer día que llegué al país y traté de
hacerlo, estuve cerca de media hora sin poder hacerlo. ¡Yo, un habitante de la
caótica Ciudad de México, fui derrotado por “La victoriosa”! Finalmente, me
aproximé a un grupo de madres que recogían a sus hijos en la escuela. Se
lanzaron contra los conductores, y detuvieron el tráfico.
Compré una shisha, la cual se llevará amablemente Ramón para entregármela en
México.
Tendré que levantarme a las
tres y media de la mañana. Saldré una hora después al aeropuerto. Así pues, mi
desayuno será una mísera caja con pan y más pan.
Tengo que preparar mi maleta
tan pronto como termine de escribir.
Por la noche, regresamos al
hotel, y Hossán y Mustafá, nuestras guías, nos esperaban afuera desesperados
porque teníamos que llegar al espectáculo de luz y sonido en las pirámides a
las 19:30. Eran las 19:21. Abordamos la vagoneta entre regaños.
Si otrora ya habíamos padecido
el tráfico y la conducción de los habitantes de esta caótica ciudad durante los
traslados del aeropuerto al hotel, y viceversa, en esta ocasión experimentamos
cómo conduce un cairota cuando tiene prisa. Una experiencia suicida más en esta
populosa urbe.
El espectáculo fue mediocre.
Casi nada por los treinta euros que pagué por la mañana. Además, tuve que
abonar 35 libras egipcias más para introducir la cámara de vídeo. En este país
todo cuesta dinero extra. Por ejemplo, en los baños del Museo Egipcio, hay
personas que viven en ellos, y cobran por usarlos.
Asimismo, recuerdo que un
sujeto me llamó en el Valle de los Reyes para sugerirme la toma de una
fotografía. Una vez que la realicé, le agradecí su “gentileza”, y me exigió que
le diera dinero. Yo me negué, y le mostré cómo borraba la foto.
Departí un rato en la
habitación de mi Ramón y su hijo, y nos despedimos.
Regresé a mi cuarto, y me bañé.
Estoy muy satisfecho de mi
viaje, aunque estoy molido.
El día de mañana será más
pesado —tanto por los traslados y sus inconvenientes como por la impaciencia de
regresar: más de doce horas de viaje.
Cierto estoy que no he
asimilado la información que he acumulado durante este periplo. Requiero de
tiempo para asimilarlo.
Seis países, ocho aeropuertos,
nueve vuelos, más de diez ciudades y poblados..., son el recuento simple, numérico,
de una odisea acaso inclasificable.
Sólo quiero volver a México, y descansar...
aunque sea imposible hacerlo.
Hay cosas que no haré en los
próximos viajes, simplemente porque mi experiencia no me lo permitirá. Empero,
en el deseo de conocer otras culturas, y tratar de comprenderlas —aunque ello
implique juzgarlas y no aceptarlas—, mi disposición está intacta.
César
Abraham Navarrete Vázquez.
23:03.