Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

domingo, 12 de febrero de 2012

El Cairo. Sábado, 22 de noviembre de 2008.


Sábado, 22 de noviembre de 2008.

Escrito en el Hotel Husa Gawharet El-Ahram. Habitación 304. El Cairo.



Para haber sido el último día de actividades en Egipto, y la culminación de un viaje inolvidable, el día de hoy fue bastante bueno: provechoso.

Desayuné —a decir verdad, creo que es el primer desayuno decente del que disfruté en este país. Si bien los del crucero eran pródigos, no eran sabrosos. Y ni qué decir del cuerno, la leche casi sólida y el pequeño bote de jugo de naranja que “hacían pasar” por desayuno cuando tenía que volar por la madrugada. Salí con dirección a las pirámides.

Me rencontré con los españoles del crucero.

Conocí las Pirámides de Guiza y la Esfinge.

Posteriormente, asistí a un restaurante, más por negocio que por otra cosa, donde no comí. Primero porque no tenía apetito, y segundo porque prefería gastar el dinero que me restaba en algo que disfrutara.

Antes visité una galería de papiros —a mí no me interesó mucho— cercana a la salida de la Esfinge, donde, debido a la aglomeración de turistas, vendedores, taxistas... casi me aplasta un dromedario.  



Por la tarde asistí al famoso Museo Egipcio de El Cairo, un sitio en condiciones deplorables, si se considera los tesoros que alberga.

Me paré enfrente de la célebre mascarilla del faraón Tutankamón, y la contemplé como si no hubiera nadie más en el lugar. Recordé mis lecturas sobre Lord Carnarvon y Howard Carter. Asimismo, vi diversas figuras que otrora conocí a partir de fotografías. Sin embargo, la pieza que más me impresionó, fue el trono de oro del faraón niño: el detalle de sus motivos.

Recibí los cartuchos, y saldé mis deudas. Durante la visita al Museo, me escapé a los lujosísimos hoteles que se encuentran pasando la calle, y ahí encontré un cajero automático.

En cuanto regresé al hotel, salí a comer, acompañado por Ramón y Mauricio. Comimos en Domino’s Pizza. Recorrimos la Avenida de las Pirámides nuevamente. Incluso abandonamos la vía principal, y callejeamos en búsqueda de una cerveza que deseaba mi compatriota. Para ello, necesitábamos encontrar un depósito, ya que las tiendas no las venden.

Asimismo, fue una experiencia casi suicida cruzar de un lado a otro la dicha avenida, prácticamente como si fuéramos pobladores —recuerdo que el primer día que llegué al país y traté de hacerlo, estuve cerca de media hora sin poder hacerlo. ¡Yo, un habitante de la caótica Ciudad de México, fui derrotado por “La victoriosa”! Finalmente, me aproximé a un grupo de madres que recogían a sus hijos en la escuela. Se lanzaron contra los conductores, y detuvieron el tráfico.

Compré una shisha, la cual se llevará amablemente Ramón para entregármela en México.

Tendré que levantarme a las tres y media de la mañana. Saldré una hora después al aeropuerto. Así pues, mi desayuno será una mísera caja con pan y más pan.

Tengo que preparar mi maleta tan pronto como termine de escribir.



Por la noche, regresamos al hotel, y Hossán y Mustafá, nuestras guías, nos esperaban afuera desesperados porque teníamos que llegar al espectáculo de luz y sonido en las pirámides a las 19:30. Eran las 19:21. Abordamos la vagoneta entre regaños.

Si otrora ya habíamos padecido el tráfico y la conducción de los habitantes de esta caótica ciudad durante los traslados del aeropuerto al hotel, y viceversa, en esta ocasión experimentamos cómo conduce un cairota cuando tiene prisa. Una experiencia suicida más en esta populosa urbe.

El espectáculo fue mediocre. Casi nada por los treinta euros que pagué por la mañana. Además, tuve que abonar 35 libras egipcias más para introducir la cámara de vídeo. En este país todo cuesta dinero extra. Por ejemplo, en los baños del Museo Egipcio, hay personas que viven en ellos, y cobran por usarlos.

Asimismo, recuerdo que un sujeto me llamó en el Valle de los Reyes para sugerirme la toma de una fotografía. Una vez que la realicé, le agradecí su “gentileza”, y me exigió que le diera dinero. Yo me negué, y le mostré cómo borraba la foto.

Departí un rato en la habitación de mi Ramón y su hijo, y nos despedimos.

Regresé a mi cuarto, y me bañé.



Estoy muy satisfecho de mi viaje, aunque estoy molido.

El día de mañana será más pesado —tanto por los traslados y sus inconvenientes como por la impaciencia de regresar: más de doce horas de viaje.



Cierto estoy que no he asimilado la información que he acumulado durante este periplo. Requiero de tiempo para asimilarlo.

Seis países, ocho aeropuertos, nueve vuelos, más de diez ciudades y poblados..., son el recuento simple, numérico, de una odisea acaso inclasificable.

Sólo quiero volver a México, y descansar... aunque sea imposible hacerlo.

Hay cosas que no haré en los próximos viajes, simplemente porque mi experiencia no me lo permitirá. Empero, en el deseo de conocer otras culturas, y tratar de comprenderlas —aunque ello implique juzgarlas y no aceptarlas—, mi disposición está intacta.



César Abraham Navarrete Vázquez.

23:03.

El Cairo, Egipto.






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