Mi familia me recibió en el
aeropuerto. Sentí alivió, después de la ansiedad que experimenté durante las
interminables horas de viaje.
Físicamente, resentí el frío.
Me presenté a trabajar al
siguiente día —sin estar adaptado aún—, debido a la falta de criterio y memoria
de mi jefe directo, quien me condicionó darme un día si se lo reponía posteriormente
—¡y pensar que yo nunca le cobré los que me debía! Y lo mandé al carajo como
correspondía.
Los siguientes días experimenté
una sensación rara: me sentía fuera de lugar. Aun hoy no sé si padecí de
depresión; si me mermó el cansancio acumulado; si fueron la contaminación, la
altura... de la ciudad; lo cierto es que me llevó cerca de un mes readaptarme a
mi propio medio, y asimilar las experiencias —que incluso hoy, más de tres años
después, me trascienden— que había vivido —sentido— aquellos más de veinte días
de viaje por el Medio Oriente, un viaje que estuvo a punto de no realizarse, ya
que algunos días después de que lo pagué, sobrevino la crisis económica mundial.
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