Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

domingo, 12 de febrero de 2012

Asuán-El Cairo. Viernes, 21 de noviembre de 2008.


Viernes, 21 de noviembre de 2008.

En el crucero “Moon River”. En una de las estancias, afuera de mi camarote, y con mis maletas frente a la recepción. Asuán, Egipto.



Son nueve y media. Mis compatriotas partieron rumbo a El Cairo a las siete de la mañana. Desayuné con los españoles que me han acompañado los últimos días a bordo de este crucero. Se trata de un grupúsculo soportable porque son catalanes —más que “españoles”.

En cuanto acabé de desayunar, me dispuse a escribir. Permanezco sentado desde entonces. Tengo que esperar hasta las doce del mediodía para que me recojan, y posteriormente, me trasladen al aeropuerto de Asuán: mi octavo aeropuerto en 21 días. A decir verdad, ¡ya los alucino!



(Escrito en el Hotel Husa Gawharet El-Ahram. Habitación 304. El Cairo.)



El vuelo fue bastante tranquilo. Me sentaron en el primer asiento de la derecha del avión: 20K.

Estaba junto a la ventana, y disfruté de una vista durante todo el trayecto.

Comí un par de emparedados, un pastelillo, una Pepsi y un café —una comida muy semejante a la que degusté cuando viaje de El Cairo a Luxor, aunque las condiciones de mi estado eran muy diferentes.

En una parte del vuelo, por ejemplo, el cielo se semejaba al sexo femenino —nótese mi metáfora sexual, acaso nada fortuita. En las orillas se vislumbraba el verdor, e inmediatamente después, la vastedad de la arena del desierto.

Sin embargo, la metáfora visual que más me conmovió, fue ver las rocas desde el avión. El paso del agua había dejado cauces en la tierra, de tal modo que dichos afluentes parecían venas. En la lejanía, el agua-sangre del Nilo lucía caprichosa, como si se negara a devolverle la vida a ese extenso corazón de piedra, seco.

A pesar de que el paisaje estuvo dominado por el desierto, no fue monótono en ningún momento. Ya la arena, ya la piedra, ya el verdor parpadeante de Egipto, se hicieron presente.

Hubo una parte del trayecto, donde las nubes se postraban sobre la arena —por algunos momentos el avión y su sombra de juguete se dibujaban en aquellas.

Cuando llegué al aeropuerto de El Cairo, Mustafá, uno de los guías, aguardaba por mí.

Encontré una pareja de mexicanos —de Guadalajara— que visitaría Israel, y los previne del mismo modo en que hice ayer con otro compatriota, quien viajaba con su madre, radicado en Nueva York que me encontré en el pueblo de Nubia.

El trayecto al hotel fue el mismo que hice hace algunos días. Pasé cerca de la Mezquita de Muhammad Alí. Grabé el recorrido.

Una vez en el hotel, subí al bar porque quería fumar la pipa de agua nuevamente; pero no disponían de ninguna.

Así, pues, en el techo, tomé algunas fotografías y capté vídeo de las pirámides al caer la tarde. El cielo y las nubes lucían esplendorosas.

Por cierto, cuando estaba a punto de aterrizar en El Cairo, las vislumbré entre las arenas del desierto. También observé la de Saqqara o Sakkara, la pirámide escalonada de Zóser.

Esta vez, El Cairo no me impresionó tanto como cuando llegué desde Israel: cuando mis ojos vieron por primera vez la eterna ciudad de arena que no tiene principio ni final.

Salí a caminar. Tomé algunas fotos más. Entré a un pequeño centro comercial, y un sujeto me abordó. Platicó conmigo mientras caminábamos. Me invitó a su casa a comer con su familia. Una vez más, no me quedó otra opción que excusarme con cortesía. Pero él fue muy insistente. Regresé al hotel un tanto molesto.

¡Pagué 30 libras egipcias por usar la red por una hora!

Subí a mi habitación. Me metí en la tina, cargué las pilas de las cámaras, preparé mi ropa...

Ocupé mi tiempo en ver y escuchar vídeos musicales árabes en el canal Melody, además de deleitarme con la belleza de las mujeres de esta región.

Mañana voy al Museo Egipcio y a las Pirámides de Guiza o Gizah, y con esto prácticamente acaba mi viaje, pues el domingo vuelo a París, y posteriormente a la Ciudad de México.

Mañana tengo que pagar los cartuchos.

Contemplo la posibilidad de asistir al espectáculo nocturno de luz y sonido que se ofrece en las propias pirámides —mañana es en español.

La agencia me lo ofrece por la módica cantidad de treinta euros: caro como todos los servicios que ofertan.

Supongo que tendré que sobrevivir una semana con poco dinero en México. Al menos hasta que me depositen la siguiente quincena.

Por la noche, me despertó Ramón para que saliéramos a caminar a lo largo de la Avenida de las Pirámides. Junto a su hijo, Mauricio, a las once de la noche, me llevaron a conocer el lugar donde habían comido. Por cierto, ellos pagaron el uso de internet en tres libras.

Regresamos a las doce.



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