Viernes,
21 de noviembre de 2008.
En
el crucero “Moon River”. En una de las estancias, afuera de mi camarote, y con
mis maletas frente a la recepción. Asuán, Egipto.
Son nueve y media. Mis
compatriotas partieron rumbo a El Cairo a las siete de la mañana. Desayuné con los
españoles que me han acompañado los últimos días a bordo de este crucero. Se
trata de un grupúsculo soportable porque son catalanes —más que “españoles”.
En cuanto acabé de desayunar,
me dispuse a escribir. Permanezco sentado desde entonces. Tengo que esperar
hasta las doce del mediodía para que me recojan, y posteriormente, me trasladen
al aeropuerto de Asuán: mi octavo aeropuerto en 21 días. A decir verdad, ¡ya
los alucino!
(Escrito en el Hotel Husa
Gawharet El-Ahram. Habitación 304. El Cairo.)
El vuelo fue bastante
tranquilo. Me sentaron en el primer asiento de la derecha del avión: 20K.
Estaba junto a la ventana, y
disfruté de una vista durante todo el trayecto.
Comí un par de emparedados, un
pastelillo, una Pepsi y un café —una
comida muy semejante a la que degusté cuando viaje de El Cairo a Luxor, aunque
las condiciones de mi estado eran muy diferentes.
En una parte del vuelo, por
ejemplo, el cielo se semejaba al sexo femenino —nótese mi metáfora sexual,
acaso nada fortuita. En las orillas se vislumbraba el verdor, e inmediatamente
después, la vastedad de la arena del desierto.
Sin embargo, la metáfora visual
que más me conmovió, fue ver las rocas desde el avión. El paso del agua había
dejado cauces en la tierra, de tal modo que dichos afluentes parecían venas. En
la lejanía, el agua-sangre del Nilo lucía caprichosa, como si se negara a
devolverle la vida a ese extenso corazón de piedra, seco.
A pesar de que el paisaje
estuvo dominado por el desierto, no fue monótono en ningún momento. Ya la
arena, ya la piedra, ya el verdor parpadeante de Egipto, se hicieron presente.
Hubo una parte del trayecto,
donde las nubes se postraban sobre la arena —por algunos momentos el avión y su
sombra de juguete se dibujaban en aquellas.
Cuando llegué al aeropuerto de
El Cairo, Mustafá, uno de los guías, aguardaba por mí.
Encontré una pareja de
mexicanos —de Guadalajara— que visitaría Israel, y los previne del mismo modo en
que hice ayer con otro compatriota, quien viajaba con su madre, radicado en
Nueva York que me encontré en el pueblo de Nubia.
El trayecto al hotel fue el
mismo que hice hace algunos días. Pasé cerca de la Mezquita de Muhammad Alí. Grabé
el recorrido.
Una vez en el hotel, subí al
bar porque quería fumar la pipa de agua nuevamente; pero no disponían de
ninguna.
Así, pues, en el techo, tomé
algunas fotografías y capté vídeo de las pirámides al caer la tarde. El cielo y
las nubes lucían esplendorosas.
Por cierto, cuando estaba a
punto de aterrizar en El Cairo, las vislumbré entre las arenas del desierto.
También observé la de Saqqara o Sakkara, la pirámide escalonada de Zóser.
Esta vez, El Cairo no me
impresionó tanto como cuando llegué desde Israel: cuando mis ojos vieron por
primera vez la eterna ciudad de arena que no tiene principio ni final.
Salí a caminar. Tomé algunas
fotos más. Entré a un pequeño centro comercial, y un sujeto me abordó. Platicó
conmigo mientras caminábamos. Me invitó a su casa a comer con su familia. Una
vez más, no me quedó otra opción que excusarme con cortesía. Pero él fue muy
insistente. Regresé al hotel un tanto molesto.
¡Pagué 30 libras egipcias por
usar la red por una hora!
Subí a mi habitación. Me metí
en la tina, cargué las pilas de las cámaras, preparé mi ropa...
Ocupé mi tiempo en ver y
escuchar vídeos musicales árabes en el canal Melody, además de deleitarme con la belleza de las mujeres de esta
región.
Mañana voy al Museo Egipcio y a
las Pirámides de Guiza o Gizah, y con esto prácticamente acaba mi viaje, pues
el domingo vuelo a París, y posteriormente a la Ciudad de México.
Mañana tengo que pagar los
cartuchos.
Contemplo la posibilidad de
asistir al espectáculo nocturno de luz y sonido que se ofrece en las propias
pirámides —mañana es en español.
La agencia me lo ofrece por la
módica cantidad de treinta euros: caro como todos los servicios que ofertan.
Supongo que tendré que
sobrevivir una semana con poco dinero en México. Al menos hasta que me
depositen la siguiente quincena.
Por la noche, me despertó Ramón
para que saliéramos a caminar a lo largo de la Avenida de las Pirámides. Junto
a su hijo, Mauricio, a las once de la noche, me llevaron a conocer el lugar
donde habían comido. Por cierto, ellos pagaron el uso de internet en tres libras.
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