Antes de comenzar...
El periplo que realicé por el
Medio Oriente —en noviembre de 2008—, representó mi primer viaje solo. A los 28
años de edad abordé un avión por tercera vez en mi vida —durante la
adolescencia volé a Los Ángeles, California, acompañado por mi familia—, y maduré
mucho durante los veintitantos días que pasé fuera de México.
El viaje en mi existencia se
divide en dos etapas bien definidas: la primera, las vacaciones familiares
durante mi infancia y adolescencia, gracias a las cuales recorrí gran parte de
mi país, y algunos lugares de los Estados Unidos de América —preferentemente
por carretera—, que moldearon mi concepción de la realidad; y la segunda, la
adultez, desde donde redescubrí el mundo que conocía ya desde antes, a partir
de la literatura, los idiomas, la música, el cine... —esta vez, desde el aire.
Por otro lado, y sin buscarlo,
dicho recorrido me convertiría en el decurso en un testigo presencial de los
cambios que se gestarían posteriormente en aquella región del planeta. Así,
Grecia, Turquía, Israel y Egipto ocupan un lugar preponderante en mis recuerdos,
no sólo por haber sido “mi primer viaje”, sino también porque se erigieron en
hitos de la historia contemporánea.
Sé que la transcripción de este
“Diario de Medio Oriente” reavivará muchos recuerdos en mí —por ejemplo, leer
el primer día, me ha desvelado la ingenuidad que experimentaba en aquel
entonces, en tanto viajero inexperto. Hay personas que se avergüenzan de sus primeros
pasos titubeantes. A mí, por el contrario, me enorgullece recordar cómo viajar,
pasó a formar parte de mí, y a posicionarse como uno de los ejes de mi vida.
Lunes,
03 de noviembre de 2008.
Ciudad
de México, México.
Aeropuerto
Internacional Benito Juárez. Terminal 2. Sala 54. En espera de mi vuelo a
París, Francia.
Acabo de dejar atrás a las
personas que amo, y que me aman.
A decir verdad, estaba un poco
preocupado porque no pasara mi equipaje de mano —a pesar de que me documenté
sobre lo que podía llevar, y cómo llevarlo. Afortunadamente, la gente de la
aerolínea fue deferente conmigo.
Mientras escribo, observo a la
gente formada frente a mí. Escucho diversas lenguas, las cuales se
diversificarán a medida que este viaje se desarrolle.
Mi padre me telefoneó, y me
deseó un feliz viaje. Hace algunas horas le dije adiós para se fuera a trabajar.
Cuando me despedí de mi tía,
mis primos, mi hermana, mi madre, y de Laura, rompí en llanto: necesitaba
llorar para liberar mi ánimo.
No he dormido bien durante los
últimos días —no porque no pudiera, sino que quería disfrutar plenamente tanto
de las personas como de los momentos.
Incluso aquí sentado,
escuchando cómo el alemán, el francés y el español se confunden, aún no asimilo
la empresa en la que me embarqué. Supongo que requiero de tiempo para hacerlo.
Si bien estudié los países que
visitaré, descuidé algunos aspectos básicos, cotidianos. Por ejemplo, los
trámites en el aeropuerto de mi propio país.
Hay experiencias que no se
pueden aprender por medio de la lectura, sino que es necesario experimentarlas
personalmente.
Cuando comencé a escribir
estaba más nervioso; sin embargo, palabra por palabra me he tranquilizado.
Dormí tranquilo anoche. Mi
madre me levantó a las cinco y media de la mañana —tenía una junta de trabajo,
y era probable que no pudiera asistir a despedirme. Me despedí de ella.
Por otra parte, mi hermano,
Omar, me volvió a despertar a las seis y cuarto —anoche le había pedido que lo
hiciera para despedirme de él, ya que no podría acompañarme al aeropuerto.
Opté por no volver a la cama:
me bañé, me cambié... Incluso escuché en la computadora a Michális Xatzigiánnis
y Nótis Sfakianákis, dos de mis cantantes griegos contemporáneos favoritos.
Desperté a mi padre y a mi
hermana. Desayuné chocolate y me comí un pan de muerto.
Espero ansioso subirme al
avión: cuando esté arriba, estaré ansioso de descender.
Salimos temprano de la casa, y empecé
a arrastrar mi pesada maleta —desde entonces dudaba si pasaría el control del
aeropuerto; empero, algunas horas después me percaté de que los once kilos con
seiscientos gramos, distaban mucho del límite de veinticinco kilogramos que
marcaba la aerolínea —¡y yo que dejé en casa mis guayaberas!
Desayunamos en el restaurante
“Wings” del aeropuerto, un lugar de mi infancia, donde en otra época, mis
padres y yo solíamos comer en el interior de un avión. El ciclo se cierra:
“Infancia es destino”, como escribiera Freud.
Mis padres, mi hermana, mi tía
Laura, y mis primos, Miriam y Samuel, me acompañaron tanto en el restaurante
como en el aeropuerto —primero en la terminal 1, y después de trasladarnos en
autobús, en la 2, donde se encuentra Aeroméxico.
Mi hermana me tomó muchas
fotos.
Comenzó lo desconocido: se dio
el “check-in” sobre el que había leído tanto. Pasé la prueba. Únicamente me
olvidé de seleccionar mi asiento.
Laura arribó finalmente. Mi
familia esperó pacientemente conmigo hasta que a la una con veinte minutos
decidí entrar. Desde entonces he escrito sin parar.
Las manos me sudan. Son las dos
y media —horario del vuelo—, y no pasa nada.
Espero: desespero. ¿Así son
todos los vuelos? Sólo tengo una hora para tomar mi vuelo de conexión en París
con destino a Atenas.
Escuché que las condiciones
climáticas no son óptimas. Esto es el principio: ¡Me faltan tantas ciudades y
aeropuertos!
Los mensajes de los amigos no
me faltaron. Anoche, Stephanie me mandó uno. Hoy, por la mañana, Antonio me
escribió otro. De Claudia no recibí nada. Habrá que reflexionar sobre ello.
Visto de negro. Ya me paré a
preguntar, y un sujeto me respondió que en quince minutos... Quizá tenga algo
de predestinación que esté ataviado de oscuro —incluso mi ropa interior es
negra. No me lo propuse. Simplemente llevo negro porque eso se recomendaba en
las guías: un color que fuera fácil de combinar. Así, pues, llevo zapatos,
calcetas, cinturón, reloj, camisas, playeras... negros.
Hace algunos meses, un hecho
cambió mi perspectiva. Salí por la madrugada de mi casa con dirección a Monte
Sur, el deportivo al que asisto diariamente. Caminé a la pensión. Abrí la
puerta primero, y después el zaguán. De pronto, un perro enorme —me pareció un
labrador—, me salió al paso. Me miró fija y afablemente. Me sorprendió porque
no pude explicarme de dónde salió. A esa hora la calle está vacía y oscura.
Después del sobresalto caminé
hacia mi carro, el cual es el primero del estacionamiento —por lo que el lapso
que tardé en salir fue mínimo. Antes de cerrar las puertas de la pensión, me
asomé —incluso exploré un poco—, y no vi por ningún lado al perro. No sé qué
pasó. Me considero escéptico; pero un suceso como el relatado, no lo tomo a la
ligera. ¿Acaso fue una señal?
Días después, en el mismo
estacionamiento, y en circunstancias semejantes, me encontré con una libélula
gigante al quitar el can dado. No quise hacerme más ideas sobre el significado
que tiene dicho insecto para algunas culturas —como la egipcia—, y me limité a
quitar y poner el candado con mucho cuidado.
Hay un Navarrete...
(Interrumpido por el llamado a abordar).
Retomado en el avión. Había un
Navarrete —otro, además de mí— al cual buscaban para que abordara su vuelo a
Chicago. ¡La última llamada! Mexicano, Navarrete e impuntual...
El vuelo salió con mucho
retraso. Abordé hasta las tres y media. Asimismo, aguardé otro rato dentro del
avión.
Partí a las cuatro con veinte
minutos aproximadamente.
Estoy preocupado porque tengo
que estar en París a las nueve y media de la mañana. Tendré que preguntarle a
algún sobrecargo qué puedo hacer...
Viví intensamente cada instante
desde que abandoné a mi familia. Me asomé por los ventanales, y vi a los
aviones hacer maniobras de despegue y aterrizaje en la pista. Me presenté ante
el personal de Aeroméxico, y entregué mi boleto. Esperé más que paciente.
La espera del despegue no
impidió que experimentara desde ponerme el cinturón hasta que el avión
emprendió la marcha. Sentí cada aceleración, cada toma de altura. Sin
esperarlo, me asignaron a la fila de las ventanillas. Del ala derecha del avión,
cuya matrícula es “Xa-Mir, sólo me separa un pasajero.
Supongo que volamos sobre el
Golfo de México —minutos antes pude ver cómo se perdió la costa. En mi vida he
experimentado pocos momentos tan metafóricos como el que acabo de vivir.
Al asomarme veo el ala en
primer plano. Más allá están la tierra, ensombrecida por las nubes. Éstas, por
cierto, juguetean cual artistas. Formas, efectos... diversos deleitan mis ojos.
Me duele el oído derecho:
escucho la turbina.
Acaban de anunciar por qué nos
demoramos: “Esperaban mejores condiciones climatológicas en París.” Llegaré una
hora tarde. Confirmado.
El avión se mueve. Sirven las
bebidas. Me como unos cacahuates japoneses, y bebo jugo de manzana.
Fue “peliculesco” percatarme de
cómo el avión rompió las nubes. El juego visual formado por éstas, aunado a la
luz, fue espectacular.
Vuelo sobre el Océano
Atlántico. A las cinco y media comenzó a oscurecer. Me asomo por la ventana y
sólo veo noche por doquier.
Comí pollo, ensalada, pan y
repetí el jugo de manzana. La tripulación prometió un refrigerio más antes de
llegar al destino.
Acabo de “mear” en un avión por
primera vez en mi vida. Supongo que en este viaje —vuelo— es lo más que haré.
Tendré que esperar a algún otro para “tirarme” a alguien ahí dentro...
Hace algunos minutos
sobrevolamos una ciudad grande. Me pareció Londres. Mi compañero de asiento me
informó que en otros vuelos hay mapas que indican dónde nos encontramos. Al
parecer este avión carece de ellos.
La gente de Aeroméxico se ha
portado groseramente —no solamente conmigo sino con otros pasajeros. Espero por
la primera de tres películas, ¡pero hay más anuncios comerciales que en el
cine!
A mi derecha la hermosa luna
parece seguir al avión desde hace rato. Son las seis de la tarde con cuarenta
y cinco minutos, hora de México.
Es la una con treinta y cinco.
Hace poco comí pasta, un pastelillo de chocolate, jugo, café… Mi compañero me
cedió su lugar junto a la ventana algunas horas atrás. Después de bajar y subir
la protección de la ventanilla, y encontrarme con la oscuridad atenuada
imperceptiblemente por las luces intermitentes del avión, finalmente vuelvo a
percibir la luz.
Presencié el horizonte
sangrante, y ahora disfruto de los algodones rosas y azules caprichosamente
iluminados por el sol.
Ha sido un trayecto
accidentado: mucha turbulencia.
Por cierto, lo que mencioné
líneas arriba sobre la luna era falso: ¡Se trataba de una luz en el extremo del
ala!
Mi asiento es el H28. Me duelen
el trasero, el cuello, y la pierna derecha.
“De París ni sus luces”... Ja,
ja, ja...
Traté de escuchar mi Ipod, pero se volvió loco. Desconozco si
debido a los instrumentos del avión, la altura...
Alcanzo a ver la costa...
¿Acaso será Francia? Hace horas que no divisaba tierra.
El ambiente abordo ha sido
relajado. “Memo”, mi compañero leonés, un vendedor de bienes raíces —acompañado
por varios colegas suyos—, a quien su empresa obsequió con un viaje a París,
Venecia y Florencia, se divirtió bastante: se tomó algunas copas de tequila y
whisky.
El avión desciende. Bordea la
costa. El paisaje es maravilloso —ni siquiera Google Earth podría igualarlo... Se trata de un rompecabezas verde
y café. Llegaré a París en veinticinco minutos. Cielo despejado y temperatura
de seis grados centígrados. Pasan de las nueve de la mañana.
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