Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Αθήνα, Ἑλλάς. Atenas, Grecia. Viernes, 07 de noviembre de 2008.




Viernes, 07 de noviembre de 2008.

Αθήνα, λλάς. Atenas, Grecia.

Hotel Arethusa.



Creo que en otros días de mi vida he gastado más dinero. Sin embargo, hoy siento que he pagado más de lo que cuestan las cosas realmente.

Acabo de hacer cuentas, y tengo 630, 86 €. El πόσο κάνει, póso káni, ¿cuánto cuesta?, es peligroso para mí —y más si gasto en euros. Encontré 10 euros más en mi bolsillo derecho, y eso me da mucho gusto… en verdad. Así, pues, dispongo de 640, 86 €.

Alisto mis cosas para abandonar Grecia mañana temprano, con destino a Turquía.

Fue un día extraño. Me costó mucho levantarme. Desayuné a las seis y media, mientras revisaba un mapa ateniense para ubicarme, pues por la tarde gozaría de tiempo libre.

Me apresuré, ya que deseaba recorrer la calle de Elefthérios Venizélos —nombre también del aeropuerto—, la cual se conoce popularmente como, Panepistemiou o “de la universidad”. El día de ayer, mientras recorría la ciudad en el autobús, captaron mi atención tres edificios: la Academia platónica, la Universidad —aquí no hay universidades privadas—, y la Biblioteca Nacional.

Por cierto, en la universidad, cuyo nombre oficial es Universidad Nacional y Kapodistriaca de Atenas, Εθνικό και Καποδιστριακό Πανεπιστήμιο Αθηνών, abundaban las mantas de protesta, tan conocidas para mí por las innumerables marchas, huelgas... que hay en mi país, y más concretamente, en mi ciudad.

También caminé por la única iglesia católica de la ciudad, así como por el Museo Numismático, otrora residencia del polémico Heinrich Schliemann, presunto descubridor de Troya.

Regresé justo a tiempo al Hotel Elektra para que me recogiera la gente de la excursión.

La primera parada fue el mítico estadio Panathinaikó, “el mármol hermoso”: καλλιμάρμαρο, Kallimármaro. Dispuse de poco tiempo antes de que el sol saliera y dificultara las toma fotográficas y de grabación —sin mencionar las inherentes al lugar: puertas cerradas, visibilidad casi inexistente…

Asimismo, los camiones con más turistas extranjeros arribaban al lugar sin cesar. Era ridículamente gracioso observar que en cuanto mi grupo se dirigía rumbo al autobús, el otro grupo prácticamente estaba sobre nosotros, para tomarse una foto con el estadio de fondo. Esta sensación la experimenté también ayer en Epidauro, donde los estudiantes griegos atacaban como huestes.

Finalmente llegué a la Acrópolis. La subida fue pesada y eterna porque tuve que aguardar por la gente del grupo. ¡El boleto cuesta 12 €! Si bien ya lo sabía desde hace algunos días, no por ello me deja de sorprender. Menos mal que con dicho boleto se puede visitar otros sitios arqueológicos.

Los inmigrantes asedian a los visitantes. Venden botellas de agua, así como pegatinas. Realmente me pareció bastante burdo que habiendo tantos turistas, estos comerciantes vendieran productos tan banales.

El lugar estaba abarrotado. El otro día, cuando hablé por teléfono con el representante de la agencia, aquél me informó que en esta época del año, las visitas no son diarias. Supongo que por eso la zona era una babel: ingleses, japonés, alemanes, españoles, italianos, argentinos, brasileños, mexicanos...

A pesar de ello, siempre me las ingenié para fotografiar los monumentos. La explicación de la guía fue larga en exceso. Yo opté por separarme del grupo, y regresar a él, mientras captaba algunos instantes inolvidables.

El Partenón era remozado —como hace mucho tiempo. Eso no me afectó. No sé si haya sido el exceso de gente, aunado al calor, pero me siento decepcionado porque un recinto tan determinante para Occidente, no me haya trascendido como esperaba. Sentí como si la cantidad ingente de seres humanos en un espacio tan reducido, le arrancara su espíritu al lugar.

Al regresar al camión, el grupo se dividió: algunos regresaron a sus hoteles, y otros optamos por quedarnos. Seguí el mapa, y llegué al Ágora de Atenas. La fotografié, la caminé y la disfruté —incluso más que la propia Acrópolis. En el recorrido me encontré con una enorme tortuga, la cual me sorprendió y me recordó las paradojas de Zenón de Elea.

Cuando salí de allí, estaba extenuado. Era temprano. Sin embargo, opté por no dirigirme al Cerámico, Κεραμεικός, Kerameikós, sitio al cual me daba acceso también el boleto adquirido en la Acrópolis.

En la calle de Adrianou, a la altura del Museo del Ágora y el túnel del metro, me detuve para comprarle un collar con caracteres griegos a Claudia. Platiqué con el sujeto que moldeaba con unas pinzas el nombre en el metal: —¿De dónde eres? —De México. —¡Ah, México! ¡Estadio Azteca! ¡Cerveza Corona: muy buena, pero muy cara aquí en Grecia! ¡“Jugo” Sánchez!...

Era un tipo simpático. Se llamaba Gregorio, Γρηγόρης, Grigóris. Le pregunté dónde podía comer bien y barato, y me encaminó a una “tavérna”, ταβέρνα, cercana a su negocio —una bicicleta y una mesa donde colocaba sus pinzas y las tiras de metal que convertía en nombres posteriormente—, al parecer de un amigo suyo.

Le argumenté que las mujeres griegas eran hermosísimas, pero me contestó que eran “muy estiradas”. Agregó que el prefería a las sudamericanas —las colombianas y venezolanas en particular. Me confió que juntaba dinero para realizar un viaje de mochila al hombro por el continente americano.

Asimismo, me habló sobre los inmigrantes ilegales que venden fayuca en las calles comerciales atenienses —le confesé la fuerte impresión que causó en mí ver a tantos africanos enormes en el barrio de Omonia: fue una de las visiones más demoledoras que recuerdo. Sintiéndome más en confianza, le pregunté sobre los turcos, y esta vez, su respuesta fue tajante: “Son nuestros enemigos.”

Comí bien. Degusté tres alambres de cerdo, acompañados con jitomate, cebolla morada —en mi país evito la cebolla, ¡y vine a Grecia a comerla!—, así como triángulos de pan: Σουβλάκι Χοιρινό, Soubláki Xoirinó. Bebí Coca-Cola porque quería saber cuán diferente sabía de la mexicana —recuerdo, por ejemplo, que la estadounidense que probé en Texas cuando era adolescente no sabía a nada: le faltaba azúcar.

Conversé con el dueño del lugar, Tákis Soukarás, viejo parlanchín y atento. Se sentó junto a mí súbitamente, y me preguntó si me gustaba la música griega —le había comentado algo a Gregorio. Me recomendó un lugar, y me indicó que preguntara por Mario. Antes de levantarme de la mesa, le pedí que me sugiriera dónde podría comprar ropa de los equipos de Atenas, y me mandó con otro amigo suyo.



Quería acostarme temprano, pero eso será imposible. Ya son las once trece.



Paseé por Monastiráki. Tomé fotos y vídeo, y compré algunos artículos. Entré a la tienda oficial del Olympiakós, y los productos eran carísimos, y yo, después del gasto de la música, ya no podía darme el lujo de despilfarrar el dinero.

Treinta y siete euros. Compré tres sudaderas, cinco playeras; separadores y postales; y sin percatarme mi cuenta se incrementó. Con mi griego y el inglés y español de algunos comerciantes, hicimos negocios. Poco a poco aprendo a regatear.

Llevé mis compras al hotel. Tenía pensado descargar mis fotos en un café internet, además de escribirles a mis padres. También quería transferir al Ipod los discos que adquirí —aunque éste se fastidió desde la primera noche que llegué a la ciudad mientras escuchaba a Michális Xatzigiánnis, Μιχάλης Χατζηγιάννης. Con este propósito, llevé mis cables en la mochila “más barata y cara” que he comprado en mi vida. Me explico. ¡Cara porque me costó 30€! —en México esto no cuesta ni doscientos pesos—, y barata porque le dije a la dependienta que me vendiera “la más barata” que tuviera... Sin embargo, era necesario comprarla porque no preví que compraría tantas cosas: la inexperiencia del viajero novel.

El uso de red es costosísimo: 3 euros por hora. A mí me cobraron 4, 50 € porque me tardé descargando las casi mil imágenes que acumulé en el aeropuerto de París y Grecia: cuatro kilobytes de fotografías en la mejor definición. El tipo del café, quien en realidad es un empleado, o acaso el dueño de una agencia de viajes de transbordadores, era desesperadamente indiferente... (Continuará).

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