Viernes,
07 de noviembre de 2008.
Αθήνα,
Ἑλλάς. Atenas, Grecia.
Hotel
Arethusa.
Creo que en otros días de mi
vida he gastado más dinero. Sin embargo, hoy siento que he pagado más de lo que
cuestan las cosas realmente.
Acabo de hacer cuentas, y tengo
630, 86 €. El πόσο
κάνει, póso
káni, ¿cuánto cuesta?, es peligroso para mí —y más si gasto en euros. Encontré
10 euros más en mi bolsillo derecho, y eso me da mucho gusto… en verdad. Así,
pues, dispongo de 640, 86 €.
Alisto mis cosas para abandonar
Grecia mañana temprano, con destino a Turquía.
Fue un día extraño. Me costó
mucho levantarme. Desayuné a las seis y media, mientras revisaba un mapa
ateniense para ubicarme, pues por la tarde gozaría de tiempo libre.
Me apresuré, ya que deseaba
recorrer la calle de Elefthérios Venizélos —nombre también del aeropuerto—, la
cual se conoce popularmente como, Panepistemiou o “de la universidad”. El día
de ayer, mientras recorría la ciudad en el autobús, captaron mi atención tres
edificios: la Academia platónica, la Universidad —aquí no hay universidades
privadas—, y la Biblioteca Nacional.
Por cierto, en la universidad,
cuyo nombre oficial es Universidad Nacional y Kapodistriaca de Atenas, Εθνικό και
Καποδιστριακό Πανεπιστήμιο Αθηνών, abundaban
las mantas de protesta, tan conocidas para mí por las innumerables marchas,
huelgas... que hay en mi país, y más concretamente, en mi ciudad.
También caminé por la única
iglesia católica de la ciudad, así como por el Museo Numismático, otrora
residencia del polémico Heinrich Schliemann, presunto descubridor de Troya.
Regresé justo a tiempo al Hotel
Elektra para que me recogiera la gente de la excursión.
La primera parada fue el mítico
estadio Panathinaikó, “el mármol hermoso”: καλλιμάρμαρο, Kallimármaro. Dispuse de poco tiempo antes
de que el sol saliera y dificultara las toma fotográficas y de grabación —sin
mencionar las inherentes al lugar: puertas cerradas, visibilidad casi
inexistente…
Asimismo, los camiones con más
turistas extranjeros arribaban al lugar sin cesar. Era ridículamente gracioso
observar que en cuanto mi grupo se dirigía rumbo al autobús, el otro grupo
prácticamente estaba sobre nosotros, para tomarse una foto con el estadio de
fondo. Esta sensación la experimenté también ayer en Epidauro, donde los
estudiantes griegos atacaban como huestes.
Finalmente llegué a la
Acrópolis. La subida fue pesada y eterna porque tuve que aguardar por la gente
del grupo. ¡El boleto cuesta 12 €! Si bien ya lo sabía desde hace algunos días,
no por ello me deja de sorprender. Menos mal que con dicho boleto se puede
visitar otros sitios arqueológicos.
Los inmigrantes asedian a los
visitantes. Venden botellas de agua, así como pegatinas. Realmente me pareció
bastante burdo que habiendo tantos turistas, estos comerciantes vendieran
productos tan banales.
El lugar estaba abarrotado. El
otro día, cuando hablé por teléfono con el representante de la agencia, aquél me
informó que en esta época del año, las visitas no son diarias. Supongo que por
eso la zona era una babel: ingleses, japonés, alemanes, españoles, italianos,
argentinos, brasileños, mexicanos...
A pesar de ello, siempre me las
ingenié para fotografiar los monumentos. La explicación de la guía fue larga en
exceso. Yo opté por separarme del grupo, y regresar a él, mientras captaba
algunos instantes inolvidables.
El Partenón era remozado —como
hace mucho tiempo. Eso no me afectó. No sé si haya sido el exceso de gente, aunado
al calor, pero me siento decepcionado porque un recinto tan determinante para
Occidente, no me haya trascendido como esperaba. Sentí como si la cantidad
ingente de seres humanos en un espacio tan reducido, le arrancara su espíritu
al lugar.
Al regresar al camión, el grupo
se dividió: algunos regresaron a sus hoteles, y otros optamos por quedarnos.
Seguí el mapa, y llegué al Ágora de Atenas. La fotografié, la caminé y la
disfruté —incluso más que la propia Acrópolis. En el recorrido me encontré con
una enorme tortuga, la cual me sorprendió y me recordó las paradojas de Zenón
de Elea.
Cuando salí de allí, estaba
extenuado. Era temprano. Sin embargo, opté por no dirigirme al Cerámico, Κεραμεικός, Kerameikós, sitio
al cual me daba acceso también el boleto adquirido en la Acrópolis.
En la calle de Adrianou, a la
altura del Museo del Ágora y el túnel del metro, me detuve para comprarle un
collar con caracteres griegos a Claudia. Platiqué con el sujeto que moldeaba con
unas pinzas el nombre en el metal: —¿De dónde eres? —De México. —¡Ah, México!
¡Estadio Azteca! ¡Cerveza Corona: muy buena, pero muy cara aquí en Grecia!
¡“Jugo” Sánchez!...
Era un tipo simpático. Se
llamaba Gregorio, Γρηγόρης, Grigóris. Le pregunté dónde
podía comer bien y barato, y me encaminó a una “tavérna”, ταβέρνα, cercana
a su negocio —una bicicleta y una mesa donde colocaba sus pinzas y las tiras de
metal que convertía en nombres posteriormente—, al parecer de un amigo suyo.
Le argumenté que las mujeres
griegas eran hermosísimas, pero me contestó que eran “muy estiradas”. Agregó
que el prefería a las sudamericanas —las colombianas y venezolanas en
particular. Me confió que juntaba dinero para realizar un viaje de mochila al
hombro por el continente americano.
Asimismo, me habló sobre los inmigrantes
ilegales que venden fayuca en las calles comerciales atenienses —le confesé la
fuerte impresión que causó en mí ver a tantos africanos enormes en el barrio de
Omonia: fue una de las visiones más demoledoras que recuerdo. Sintiéndome más en
confianza, le pregunté sobre los turcos, y esta vez, su respuesta fue tajante:
“Son nuestros enemigos.”
Comí bien. Degusté tres
alambres de cerdo, acompañados con jitomate, cebolla morada —en mi país evito
la cebolla, ¡y vine a Grecia a comerla!—, así como triángulos de pan: Σουβλάκι Χοιρινό, Soubláki Xoirinó. Bebí
Coca-Cola porque quería saber cuán
diferente sabía de la mexicana —recuerdo, por ejemplo, que la estadounidense
que probé en Texas cuando era adolescente no sabía a nada: le faltaba azúcar.
Conversé con el dueño del
lugar, Tákis Soukarás, viejo parlanchín y atento. Se sentó junto a mí
súbitamente, y me preguntó si me gustaba la música griega —le había comentado
algo a Gregorio. Me recomendó un lugar, y me indicó que preguntara por Mario.
Antes de levantarme de la mesa, le pedí que me sugiriera dónde podría comprar
ropa de los equipos de Atenas, y me mandó con otro amigo suyo.
Quería acostarme temprano, pero
eso será imposible. Ya son las once trece.
Paseé por Monastiráki. Tomé
fotos y vídeo, y compré algunos artículos. Entré a la tienda oficial del
Olympiakós, y los productos eran carísimos, y yo, después del gasto de la
música, ya no podía darme el lujo de despilfarrar el dinero.
Treinta y siete euros. Compré
tres sudaderas, cinco playeras; separadores y postales; y sin percatarme mi
cuenta se incrementó. Con mi griego y el inglés y español de algunos
comerciantes, hicimos negocios. Poco a poco aprendo a regatear.
Llevé mis compras al hotel.
Tenía pensado descargar mis fotos en un café internet, además de escribirles a
mis padres. También quería transferir al Ipod
los discos que adquirí —aunque éste se fastidió desde la primera noche que
llegué a la ciudad mientras escuchaba a Michális Xatzigiánnis, Μιχάλης Χατζηγιάννης. Con este
propósito, llevé mis cables en la mochila “más barata y cara” que he comprado
en mi vida. Me explico. ¡Cara porque me costó 30€! —en México esto no cuesta ni
doscientos pesos—, y barata porque le dije a la dependienta que me vendiera “la
más barata” que tuviera... Sin embargo, era necesario comprarla porque no preví
que compraría tantas cosas: la inexperiencia del viajero novel.
El uso de red es costosísimo: 3
euros por hora. A mí me cobraron 4, 50 € porque me tardé descargando las casi
mil imágenes que acumulé en el aeropuerto de París y Grecia: cuatro kilobytes
de fotografías en la mejor definición. El tipo del café, quien en realidad es
un empleado, o acaso el dueño de una agencia de viajes de transbordadores, era
desesperadamente indiferente...
(Continuará).
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