Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

martes, 23 de abril de 2013

Viajero invitado. Crónicas rumanas de Beatriz Estrada.


En otra ocasión tuve la fortuna de que la autora me permitiera dar a conocer en este espacio su Crónica telefónica rumana

Ahora, con la misma generosidad, la propia Beatriz me autorizó difundir estas Crónicas rumanas, las cuales se publicaron originalmente en la revista Cuadrivio: http://cuadrivio.net/2013/04/cronicas-rumanas/.

A partir de ambas, Beatriz Estrada ofrece no sólo un recorrido geográfico, sino también uno, ante todo, vital.





 Para mi Padre y Montana que, sin saberlo,
secretamente me llevaron a Rumania.





Me gustaría decir que mi historia con Rumania está ligada a mi lengua materna, por las historias que me contaban mis abuelos antes de dormir o porque alguna vez fui rescatada del Danubio, como Moisés del Nilo, y me cultivaron en otra tierra. Tal vez fue Montana, la mamá de una amiga de mi madre con quien muchos años coincidí en el Club España, quien se quejaba amargamente de mi país en los vestidores de mujeres, la que despertó en mí la curiosidad de su origen; quizás de donde ella venía habitaba un cosmos resuelto. Era su pálido cuerpo y sus tetas arrugadas lo que me conmovía pues parecía un girasol solitario, a la deriva, entre tantos cuerpos apiñonados, en especial el de mi madre.

Mi madre tiene un extraño talento para ficcionar, o quizás yo tengo el talento de ficcionar todas sus historias. Recuerdo que alguna vez me contó que cuando Montana dejó Rumania durante la Segunda Guerra Mundial decidió no volver a hablar en su idioma. Mi mente de niña, y ahora de adulta, no entendía una renuncia de tal envergadura. Muchos años después, ya en México, Montana fue internada en un hospital por algún padecimiento y en su delirio comenzó a hablar el idioma de su infancia.

Todos los domingos mi padre nos compraba un fascículo de una colección de enciclopedias. Yo prefería los atlas. Quizás desde entonces presagiaba mi profesión. Recuerdo una fotografía en particular, era un campo verdísimo con algunas mujeres sentadas frente a una cerca resguardando esos valles. Cada una portaba una basma (pañoleta), como si un huerto de flores o un pedazo de paisaje sujetara su cabellera. Es una imagen que no puedo quitarme del corazón y desde entonces, de alguna manera,  me hizo cómplice de aquellos paisajes y de aquella lengua. Ésa es mi historia con Rumania, no la del erotismo de Drácula, no la de la leyenda olímpica, Nadia Comăneci, ni la de las cantantes rumanas de pop. Mi amor por Rumania se resume en historias e imágenes prestadas que he ido bordando a través de los años.



Llegué a Rumania el 11 de agosto de 2012 con el objetivo de recorrer una parte de Transilvania y asistir a la boda de mi amiga Nicoleta en una pequeña ciudad llamada Drobeta Turnu Severin, de la mítica región de Valaquia. Después de sortear una serie de eventos inesperados, como un vuelo demorado a Londres, una carrera para alcanzar mi conexión a Bucarest –que bien me hubiera coronado como la reina del atletismo, a pesar de mi asma–, y de una maleta perdida en el aeropuerto de Heathrow, ahí estaba, una noche de agosto, al este de Bucarest y arropada por el rumor de un idioma que se resignaba a revelarse.

Decidí indagar el paradero de mi maleta y un hombre me condujo a un pequeño cuarto en el ya de por sí pequeño aeropuerto internacional Henri Coandă. Un vuelo de Estambul había desembarcado justo después del mío. Tuve que describir mi maleta en toda su carga de normalidad preocupada por que no me dejara el transporte que había contratado para que me recogiera (antes de viajar leí todas las recomendaciones amarillistas de viajeros que habían acabado con la reputación de los taxistas rumanos). Dos hombres entraron al cuarto, eran altos, portaban dignamente unos bigotes al estilo de Stalin o Zapata. Su ropa se antojaba de ciudad, a pesar de su percudido, y parecía gente de campo por la dignidad con la que la portaban; uno de ellos llevaba un sombrero y un diente de oro para adornar su boca. Se acercaron al mostrador hablando en un idioma  tan extraño que cada frase parecía una sucesión de conjuros; por fin el rumano comenzó a brotar de sus bocas y mis oídos alcanzaron a escuchar que iban a Ruse, una ciudad búlgara en la frontera con Rumania. El hombre que amablemente me ayudó cambió totalmente su expresión, y después de quejarse con un amargo ¡oh, țigani! (gitanos), los ignoró jugando con su silla giratoria. «¿Por qué no ayuda a los señores? No tiene nadie más a quién atender», le dije en inglés. El hombre se reincorporó, los miró fijamente y les dijo: «Tienen suerte». Nunca voy a olvidar la mirada del hombre del sombrero y el diente de oro; aunque estoy segura de que no entendió ni una sola palabra de lo que dije, me agradeció desde lo más profundo de sus ojos azules y me dedicó un resplandor con su boca.

La aerolínea dejó mi maleta en Londres, no podía quedarme a esperarla en Bucarest porque tenía un itinerario cuasimatemático que contemplaba la herencia comunista de los trenes rumanos, por lo que arreglé que mandaran mi maleta directo a Drobeta Turnu Severin. Siempre he tenido mala suerte y he decidido vivir con ella. Sabía que algo tenía que salir mal en este viaje y por eso empaqué una maleta pequeña con algunos cambios de ropa incluyendo el vestido que usaría para la boda. Resultó. Ambas haríamos un viaje paralelo, yo por los Cárpatos hacia Transilvania con una maleta de contingencia y ella por Valaquia y sus llanuras.

Mi primera plática en rumano fue con los hombres, bastante jóvenes, que me fueron a recoger al aeropuerto. Me dijeron que no era necesario cambiar dinero a esa hora y que mejor pagara en el hostal (error garrafal). Subiendo al coche uno de ellos, me dijo:

—Mira a esos hombres, son gitanos.
—Sí, los conozco, van a Ruse –respondí.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 no sólo cambiaron el paradigma de la seguridad sino de la higiene personal de los viajeros y uno tiene absolutamente prohibido embarcar con más de 100 mililitros de cualquier líquido. En el aeropuerto reina la democracia y todas las sustancias son sospechosas por igual. Si mi madre llegara a leer estas líneas seguramente se infartaría con mi confesión pero ahí estaba yo, sola, pasada la medianoche, caminando por Bucarest para encontrar un supermercado y comprar artículos básicos de higiene. Un matrimonio joven que paseaba a su bebé en una carriola me encaminó a un supermercado de 24 horas. No salía de mi asombro contemplando el pan, la harina y las cerezas como reliquias celestes en ese recinto de la cultura alimenticia rumana, hasta que la realidad volvió a golpearme con toda su carga de arbitrariedad. No aceptaban euros ni dólares, no servía mi tarjeta de crédito ni mi primera tarjeta de débito. Me encomendé a todos los santos a los que mi abuela era devota para que pasara mi última tarjeta. Nunca había anhelado tanto una pasta de dientes, un shampoo o una crema para la cara. Después de un momento que se prolongó como la de un sentenciado a la espera de su veredicto, la tarjeta pasó y aprendí una nueva palabra que guardaba cierta sonoridad afroantillana, pungă, que significa bolsa.


Día 2

Llovía. Empezó a llover desde la madrugada. El dueño del hostal arregló que una holandesa, una alemana y yo compartiéramos un taxi a la estación central. De repente, Valentín, ése era su nombre, comenzó a hablarme en español; había estudiado unos años en el Instituto Cervantes. Yo hablo un poco de rumano, le dije: «Por qué son tus ojos negros como el color de los motivos wagnerianos y tu cabello negro como el error de las vírgenes inmaculadas…» Me miró sorprendido como si le hubiera hecho alguna revelación científica. «¿Cómo es que una mexicana recita  poesía rumana?», me preguntó.

El primer y verdadero reto lingüístico al que me enfrenté fue esa tarde al comprar un boleto a Brașov en el tren 4589 a la una. La alemana, más lista que yo, decidió escribir los datos de su tren y consiguió su boleto en un santiamén. Pero mi orgullo me hizo detener la fila, limpiar las telarañas de mi memoria y decirle a la señorita de la ventanilla con una voz cortada y temblorosa: imi dati un bilet pana la Brașov la trenul patru mii  cinci sute optzeci şi nouă  pentru ora treisprezece.


Día 3






Llegué por la tarde a Brașov, una pequeña ciudad en la parte sur de Transilvania, enmarcada por los Cárpatos. Qué curiosa es Rumania y sus provincias, uno tiene que adivinar la parada de tren donde bajarse porque no todas las estaciones tienen nombre. Brașov tiene un problema de delincuencia organizada pero de osos que bajan de la montaña para buscar comida en los basureros. Mi vocabulario era prácticamente inservible, no sabía preguntar cómo llegar al antiguo centro histórico de la ciudad y después de algunas risas descubrí que al bosque ya no se le dice codrule como en el poema del poeta nacional, Mihai Eminescu.

No sabría cómo describir la tranquilidad de ese lugar, los ancianos se reunían para esperar la tarde en la plaza y en los jardines aledaños, desde donde se veía la vieja iglesia gótica del pueblo. Fue entonces que me senté en una banca mirando cómo las palomas emprendían el vuelo, dos niños jugaban con aviones de papel y comencé a escribir una carta que en ese momento no sabía si mandaría a su destinatario del otro lado del Atlántico.


Día 5






Hay una vieja torre en Sighișoara que parece un vigía del pueblo y sus alrededores. Fue la ciudad donde nació Vlad Țepeș (para muchos Drácula), que guarda una sonoridad y una arquitectura sajona, sobre todo en sus iglesias. Todavía se conserva la casa de este personaje, que para fortuna de los excéntricos, ahora es un restaurante. Está bien, comí ahí, ¡lo confieso! pero la única presencia que me perturbó en ese lugar fue una abeja que se posó en mi plato demămăligă (polenta) y luego comenzó a revolotear en mis notas de viaje. El día anterior visité el castillo de Bran y la fortaleza de Râșnov. Mi rumano mejoró con los días, así que pude platicar un poco con el taxista que nos llevó a un australiano y a mí a la fortaleza y al castillo. Si hay algo que llamó mi atención fueron las fábricas derruidas que adornaban el paisaje de camino. Subiendo la colina encontramos a un grupo de rumanos que visitaba la fortaleza y llevaba un guía, a cambio de unas cerezas le dije al australiano que yo le traduciría. Una anciana vendía muñecas y compré una păpușa para mi abuela del color de los frutos en mi boca. Seguimos subiendo por un sendero antiquísimo mientras trataba de imaginar cuántos pasos habrían aguantado esas piedras hasta hacerse polvo. Nos detuvimos en el punto más alto de la fortaleza para ver el bosque, tomé la păpușa en mis manos, y pensé en Beatriz, mi abuela, cuyo nombre es el mayor tesoro de mi linaje, y quien jamás podría compartir conmigo ese momento. Entonces cerré los ojos para rememorar sus sueños y los sueños de mi infancia.

Antes de tomar el tren de la media noche a Timișoara, y cruzar toda Transilvania, decidí matar el tiempo en una cafetería frente a la estación de Sighișoara. En la mañana discutí con la encargada del guardarropa de la estación; asumo que me coroné victoriosa porque, aunque de mala gana, recibió cinco leu que le di en monedas y guardó mi equipaje. Entré a la cafetería y sólo alcancé a ver a una mesera detrás de la barra y a un señor tomando café, me senté y abrí un libro. No había dado el primer sorbo a mi bebida cuando el señor a lado de mi mesa me preguntó:

—¿Qué lees?
—Pájaros de América –le contesté.

El hombre hizo una cara de extrañado. «¿De dónde eres?», preguntó. «De México». «Entonces hablas español». Se rascó la cabeza. «Yo sólo hablo rumano, húngaro y alemán». Y se encogió de brazos. «No se preocupe que yo hablo rumano, en realidad lo entiendo más de lo que lo hablo», le dije, y entonces comencé la conversación más larga que jamás he sostenido en el idioma que decidí adoptar para comprender el mundo.

El hombre me contó que trabajaba con albinuțe (abejas) –conocía la palabra porque alguna vez Nicoleta me hizo aprenderme una canción sobre ellas cuando comenzamos las clases de rumano los domingos en su departamento. La mesera se metió a la conversación para soltar dos o tres palabras en español porque había emigrado a España, a La Mancha, como muchos rumanos que salen de  su país para buscar fortuna. «Te voy a presentar a mi hija para que hable contigo, ella habla muy bien español», me dijo el hombre. Volteé desconcertada a ver a la mesera mientras el hombre hacía una llamada por su celular. «¿Cómo que me va a presentar a su hija si me acaba de conocer?», en menos de cinco minutos apareció Andrea, su hija, en la cafetería y entonces su padre hizo la presentación.

Andrea aprendió a hablar español por las telenovelas mexicanas; lo escribo y todavía me cuesta trabajo aceptarlo pero su español era perfecto, claro que su generación no era de los Ricos también lloran ni de las Marías de Thalía, ella hablaba español por una tal «Mari Chuy» que había salido en Rebelde. Platicamos un largo rato, le dije por qué estaba en Rumania, que iba a una boda y que venía a conocer el país de las fotografías de mi infancia. Le hablé de una de mis poetisas favoritas, Ana Blandiana, y me dijo que iría a su casa, a la vuelta del restaurante, por unas cosas que tenía guardadas. En un acto de confianza me dejó el cargador de su celular para conectar el mío y me aseguró que volvería. Ya no estaba su padre, sólo quedaba un silencio que supongo antecede ese tipo de espera y una taza de café frío. Pocos minutos después Andrea regresó con algunos libros de literatura rumana que usó para preparar su examen de ingreso a la Universidad de Babeş-Bolyai, en Cluj-Napoca, la capital de Transilvania. Un cadou pentru dragostea pe care o porti ţarii mele (un regalo para ti por el amor que le tienes a mi país). Hay una especie de solidaridad que sólo surge en los viajes y su gesto me conmovió en lo más profundo del alma. Yo no tenía nada que darle, hurgué en mi mochila y encontré una moneda. Entonces le propuse un trueque, le daría un sol y un águila por las palabras más bellas en esa lengua romance.

Su padre regresó con unos amigos y comenzaron a beber. Me acerqué a él, sabía que viajaba sola, se paró, estrechó mi mano y me despidió con un sincero ai grijă de tine! (¡cuídate!). Entonces Andrea y yo cruzamos la calle y me acompañó a la estación para embarcarme en el tren de medianoche.


Día 6






En el trayecto a Timișoara tuve que cambiar de tren, y para aguantar la desmañanada me tomé un café en un local que, para mi sorpresa, se llamaba Café Acapulco. A ciencia cierta no puedo decir qué era lo que despertaba la curiosidad de la gente cuando me veía en el tren o esperando en alguna estación, no sé si era porque viajaba sola, por mi impúdico rostro sin maquillaje, o el grosor de mi cabello (Norica, la mamá de Nicoleta, me dijo que era tan grueso y resistente como la cuerda de un barco). Una mujer se animó a preguntarme de dónde era y se emocionó cuando le dije que era de México y que iba a una boda, creyó que era la mía aunque le insistí que sólo era dama de honor.

Después de una aventura para llegar al hostal (un taxista neurótico me dejó a tres cuadras, la calle estaba vacía a las siete de la mañana, no había a quién preguntarle mi paradero y la única persona que encontré fue una mujer que casi se vio orillada a dibujarme un mapa por las complicaciones lingüísticas derivadas de la falta de sueño) decidí empujar la reja de los departamentos y entrar como Pedro por mi casa. Toqué la puerta, sin respuesta, por un rato pero decidí seguir intentándolo con la devoción de un peregrino; por fin me abrió un hombre en bermudas con dibujos tropicales y un corte de cabello de afro que bien pudo llegar surfeando desde Florida al mar Negro. Quitó su maleta de una cama para que pudiera dormir en ella y me perdí por horas.

Hay tres cosas que me tenían muy impresionada de Rumania, la primera era la conexión inalámbrica a internet, uno podía conectarse gratuitamente desde el supermercado o la heladería; la segunda eran los parques, el follaje de los árboles era algo inconcebible, tanto así que Central Park me pareció una simple pretensión, y la tercera eran las banquetas, así es, las banquetas, ¡cuántas veces escuché a Nicoleta quejarse de que las banquetas en México no se habían ganado ese título con dignidad!

Caminé a la plaza de la revolución donde en 1989 un sermón del pastor húngaro, László Tőkés, despertó al pueblo rumano y lo llevó a derrocar a Nicolae Ceauşescu. Hay una magia en ese lugar que sería difícil transmitir, por primera vez me sentía en comunión con ese país y sequé mis lágrimas mientras observaba cómo el sol adornaba la catedral ortodoxa. Al entrar, me recibió un olor distinto al de las iglesias católicas. Aún no tengo algún muerto al que le sea devota, pero hay un salón cerca de la entrada en el que, como lo dicta la tradición ortodoxa, uno reza a los santos, y les enciende velas que quedan flotando. No me di cuenta sino hasta que compartí las fotos con Fernando, el esposo de Nicoleta, que en todas mis imágenes de la catedral había retratado ancianas fervorosas que portaban su basma como aureola.

Di vueltas en círculo para encontrar el museo de la Revolución. Caminé hasta el mercado de flores donde un hombre me enseñó en su celular el huerto donde cultivaba Gura leului (una flor europea llamada boca de dragón). En el mercado una anciana me regaló măceșe, esas frutillas que crecen en los arbustos  parecidas a las bayas o a la pingüica; a pesar de los mitos de la infancia, que decían que esas frutas estaban envenenadas, en un acto de buena fe las llevé a mi boca. Seguía perdida. Un gitano me ayudó a  retomar mi camino al centro de la ciudad pero nunca pude llegar al museo, al parecer, no hay mapas ni caminos para llegar a la Revolución.


Día 8






Terminé de escribir aquella carta que comencé en Brașov y me invadió una especie de soledad ancestral. Se había roto algo y así como el tren deja el paisaje para seguir con su marcha, yo tenía que dejar pedazos de mi corazón. Pasé una velada con la gente del hostal, y un francés me dijo que en el tren de medianoche se había topado con dos alemanes que cargaban ajos en los bolsillos. En nombre de las amistades alemanas que tengo, asumiré que mi camarada francés era escritor. Me despedí de mi nuevo acompañante, James, un australiano que llevaba nueve meses viajando (parece que el mundo se poblará de ellos) y tomé el tren rumbo a Drobeta Turnu Severin. Frente a mí se sentó un hombre con la mitad del cuerpo quemado. Imaginé su historia, así como la de mi madre cuando se quemó de niña con leche hirviendo, a ella no le quedaron cicatrices porque mi abuela le untó un remedio que preparaban en la fábrica de cerillos donde trabajó una de sus hermanas. El hombre me empezó a hablar pero yo prefería dormir, por lo que le dije que no entendía rumano, pero eso sólo agravó su curiosidad. Después de platicarle la misma historia que repetía en cada tren al que me subía me preguntó. «¿Qué es lo que más te gusta de mi país?»,  y le respondí con la certeza de mi vida: «La forma en la que vuelan los pájaros, el sabor de las ciruelas y la forma en que las ancianas esperan a que llegue el tren».


Día 9






El día de la boda el departamento de los señores Ilie, Norica y Nicoale, era un caos. Nicoleta se había ido al salón de belleza muy temprano y yo ayudaba a Rosa, la mamá de Fernando, a arreglarse. La ceremonia civil se hizo por la mañana. Fernando no habla rumano, aunque entiende un poco, así que quiero pensar que entendió cuando le preguntaron si había llegado hasta esa pequeña ciudad rumana junto al Danubio por su propia voluntad. Norica era el alma de la celebración, estaba tan contenta por la boda de su hija que replicaba como campana en un día de primavera. Con el profesionalismo que me caracteriza, me había propuesto ser una dama de honor transatlántica ejemplar, así que estuve ayudando a la novia a guardar las flores que le regalaban todos los invitados junto con Mariana, una de sus amigas de la infancia, con la que podía hablar en español porque también lo había aprendido con las telenovelas mexicanas.

Saliendo del registro civil la gente comenzó a quitarme las flores y afuera de la Alcaldía se montó una guardia con los invitados que elevaron los ramos, como espadas, para que pasaran los novios mientras cantaban: Mulţi ani traiascã, mulţi ani traiascã , la mulţi ani. Cine sã traiascã? Cine sã traiascã? la mulţi ani… (muchos años más, muchos años más… ¿Quién vivirá? Muchos años más). Comencé a corear la canción porque fue de las primeras cosas que aprendí en rumano, pensé que era una canción de cumpleaños pero al parecer la gente la usa en todas las ocasiones especiales. Unos días después cuando dejé la ciudad para irme a Bucarest, Rosa me la cantó afuera del tren.

Los padrinos son los personajes centrales de la boda, después de los novios, y toman muchas de las decisiones ese día, así que ellos decidieron que la boda civil fuera por la mañana para permitirle a la novia descansar antes de llegar a la iglesia. Hay una palabra en rumano para la novia el día de la boda, mireasă, que no he podido traducir al español, pero ese día sentí todo la carga de su significado en Nicoleta mientras le ayudaba a acomodar el encaje marfil de su vestido. El sonido de un acordeón y un violín me hizo caminar a la sala, donde encontré un grupo de músicos tradicionales que comenzaron a tocar para recibir a los invitados que acompañarían a la novia. Fernando fue por los padrinos y, en mi muy importante rol, los recibí en la entrada del departamento con unas copas de agua y ciruelas. Al son de la música y la voz de una cantante que emulaba un jilguero sobrevolando esos campos verdísimos de mi memoria, la madrina colocó el velo en la mireasă cumpliendo con un ritual ancestral. Nicoleta colocó adornos de flores en la solapa del saco de los hombres y me pidió que yo se lo colocara a su papá para no llorar. Los barandales de ese viejo edificio comunista estaban llenos de flores y al llegar al estacionamiento una gitana comenzó a gritar deseando fortuna a los novios. Todos los invitados se congregaron en un círculo y comenzaron a bailar como si bordearan el universo infinito.

Un pequeño incidente lingüístico estuvo a punto de desatar un caos afuera de la iglesia. Rosa preparó bolsitas de arroz para aventárselos a los novios. Si no hubiera sido por el espíritu santo, esa paloma que en mi clase de formación católica me enseñaron que conoce todos los idiomas, no habría podido explicarle a la anciana que coordinaba a las mujeres del arroz que había que abrir la bolsa y aventar su contenido y no lapidar a los novios. La misa duró menos de lo previsto, dos sacerdotes cantaron de pie durante toda la liturgia impregnándome de una carga de santidad que sólo recuerdo de aquella época en la que todavía creía en algo divino. Dice la gente de la comunidad que está escrito que uno de los hijos del sacerdote ortodoxo del pueblo siga sus pasos, pero esto no lo determina su devoción sino sus aptitudes en el canto.






En el hotel de la recepción había charolas de fruta y bebidas de todo tipo. Antes de llegar a la iglesia acompañé a Fernando y a Nicolae a comprar pepene roşu (sandía). No lo hubiera creído de no haberlo visto con mis propios ojos pero la gente en Rumania padece de una especie de amor enfermizo por las sandías en los días de verano. En una boda rumana se regala dinero y no cosas materiales. La boda no está pagada del todo porque los novios van a contar el dinero al final. La aportación de los invitados depende de la calidad del evento y, como en la mayor parte de los rincones del mundo, a la gente se le gana por el estómago. No entiendo cómo los rumanos pueden ser tan delgados con la cantidad de cosas que comen. El primer platillo fue un abanico de carnes frías que imaginé que se pondrían en el centro, después llegaron el pollo, las ciruelas, la polenta, el sarmale (rollos de carne en hojas de parra), las papas y el pescado. El vino y el Ţuică(una bebida alcohólica hecha a base de ciruelas) los había hecho Nicolae y Fernando llevó tequila de México.
  
La fiesta estuvo ambientada por música rumana tradicional y yo me animé a bailar inventando un paso que no rompiera la armonía de esa fila que parecía un eslabón del universo. Quizás en los bailes rumanos descansaba ese cosmos resuelto que tanta curiosidad despertaba en mí esa voz de antaño. Salí con el primo de Nicoleta a fumar un cigarro y la noche se dejó caer mientras las estrellas alumbraban lo que alguna vez había sido Yugoeslavia del otro lado del río.


Día 11

Fue una odisea que nos dejaran pasar a Serbia. En la frontera la gente habla rumano y serbio con fluidez, y ya adivinarán las peripecias que tuve que sortear para explicar que en la embajada serbia en México me dijeron que no necesitábamos visa; el asunto es que nunca habían cruzado mexicanos esa frontera, y los oficiales no hablaban inglés, por lo que el encargado del cruce tuvo que verificar en su libro blanco. Visitamos dos pueblos fronterizos, Kladovo y Davidovac. Primero llegamos de sorpresa a casa de unos amigos de Norica. George Steiner se hubiera extasiado de escuchar tantos idiomas (serbio, rumano, francés, inglés, español) convergiendo en una especie de Babel.

Nuestros anfitriones, Jeliko, un policía que patrullaba esa comunidad de 10 mil personas y su esposa, Dusiţa (flor que cura), nos llevaron a comer al pueblo aledaño, Davidovac. Sin temor a exagerar, en ese lugar probé la mejor comida de mi vida. En Serbia es una falta de respeto dejar comida en el plato así que asumí que me iría al infierno por pecar de gula y devoré cuanto pude. Jeliko le dijo al dueño del restaurante que éramos mexicanos y por esas casualidades de la vida la rocola tenía un disco de sones jarochos que en seguida comenzó a sonar. Rosa y yo nos pusimos a bailar, ese tipo de cosas dejan de ser ridículas cuando hay un océano de por medio. Saliendo de ahí el dueño nos dio a Rosa y a mí su tarjeta con su correo para que le escribiéramos. Hace poco la encontré en mis curiosidades y recordé la foto que me saqué con él y luego la que él me pidió para el recuerdo.

De regreso a Kladovo caminamos por la orilla del Danubio. Jeliko se detuvo frente a una casa y me dijo que había sido de Josip Broz, «¡Ah, de Tito!», le contesté. Le extrañó que del otro lado del mundo supiéramos de Tito y me preguntó qué había escuchado de Yugoeslavia. A diferencia de lo que sabía o lo que creía saber, Jeliko refutó todo lo que le dije, no podía contestarme en inglés porque su corazón lo sentía mejor en serbio o rumano, se disculpó; ésa había sido la mejor etapa de su vida, había servido en el ejército yugoeslavo creyendo en algo. La noche comenzó a anclar las estrellas en el río y con una mirada triste y a la vez digna, Jeliko dijo en voz alta: «Todos los días me levanto con la certeza de que en algunos años mi país no existirá más.»


Día 12

La gente trafica cosas de Serbia a Rumania por la diferencia de precios. Conocí a una vecina de Nicoleta que pasaba cientos de cajetillas para venderlas en el mercado negro y tenía cualquier cantidad de escondites en su pequeño departamento, le apodamos la Reina del Sur. Norica secundaba ese nombre con las únicas palabras que sabía decir en español «mafia, tráfico + reina del sur». Es difícil para mí pensar cómo se vivía el comunismo en Europa del Este, hasta ese momento mis únicos referentes habían sido los libros. A veces, cuando veo a Nicoleta devorando un mango, descubro una clase de milagro cotidiano que de este lado del mundo crece en los árboles, y me siento afortunada. De niña su vecina les conseguía plátanos en el mercado negro; sus padres y ella se encerraban en la sala y corrían las cortinas para devorarlos secretamente en una complicidad que no alcanzo a comprender pero que me conmueve en lo más hondo. La mayoría de la gente vive en edificios. En Bucarest, por ejemplo, cerca de la Avenida de la Victoria, la avenida principal, aún se ven rastros de balas que sembró el caos de la Revolución. Hay cierta tristeza en algunos de sus edificios que contrasta con sus esplendorosos parques y los restos de una capital que alguna vez se hiciera llamar la pequeña París. Parece como si la historia se pintara de gris para dejar una huella ineludible.


Día 15

El último día del viaje me senté en una vieja taberna de Bucarest y vi cómo montaban un teatro callejero del otro lado de la calle. Un día antes recibí una carta. Comencé a tomar una cerveza mientras recorría con la mirada todos los rincones de ese lugar. Quise pedir un limón y en su lugar pedí un limonero, un error que asumí como poético. Me pregunté si ese viejo pedazo de madera guardaría mi historia en el tiempo y si alguna vez me acostumbraría a usar palabras tan misteriosas para desear fortuna (noroc) o para pedir un helado (înghețată). Pasé mi última tarde en Rumania viendo cómo se ocultaba el sol detrás de aquel teatro, cerré mi libreta de viaje donde guardé todas las imágenes  que me regaló el paisaje de aquellos trenes y me decidí a disfrutar el espectáculo.





La Estación Central

Llevo días viajando en trenes adormecidos
frente a senderos de alguna vez o para siempre el norte.
Las máquinas silban para anunciar la huida
y en su marcha  comienzan una revolución silenciosa.

La noche cae como una piedra pesada sobre un pasto púrpura.

Los motores emprenden un vuelo impasible
como el de las palomas sigilosas sobre los charcos.
A lo lejos: «un lei por un ramito de flores»,
en un alfabeto que no comprendo.
Un pan, la mano.
Dos niños arrullan el bosque,
y la hierba crece en los rieles.

Eso quedó atrás.

Una gitana llena sus zapatos de agua
y en su blusa se alcanzan a ver sus pezones.
Un hombre me dijo que hay que tocarlos como las moras
porque guardan celosos el sabor del campo.

Y yo espero,
con la tranquilidad de la derrota.

«Camina conmigo, en la noche anclaremos estrellas
en la profundidad del Danubio», me dice aquél hombre;
pero la noche cae.
Una novia blanquísima baila sobre el último puente
y una lluvia de amapolas cubre su danza.
«Camina conmigo», insiste,
mientras las ancianas esperan con su basma a que llegue el tren.





Beatriz Estrada Moreno (ciudad de México, 1985), estudió Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Observadora profesional de la ciudad, le tiene miedo a las mariposas negras y carga con una profunda nostalgia por las cosas que fueron y por las que serán. Actualmente trabaja temas de seguridad e integración latinoamericana, cursa el diplomado de Escritura Creativa en el Claustro de Sor Juana en sus talleres de poesía y cuento; dedica sus ratos libres y no tan libres a maquinar sus historias y tiene la ligera sospecha de que en su otra vida fue rumana.

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