Texto
publicado originalmente en la página de Facebook de “Presencia Universitaria”, periódico de la
Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), el miércoles, 29 de mayo de
2013.
V.
El dinero no es la vida
es tan solo vanidad.
Luis Alcaraz, Quinto patio.
El dinero es el dios cotidiano
de esta época, pero cada cultura tiene su particular modo de venerarlo.
Sorprende que en el Cercano
Oriente, donde se acuñaron de manera oficial las monedas más antiguas que se
conocen, la gente las desprecie y prefiera los billetes.
En esta región, donde nada
parece tener precio fijo —y que puede ser tan molesto—, corroboré el valor
subjetivo del dinero en la cotidianeidad del viaje. La pericia ancestral de los
mercaderes —quienes ya comerciaban antes de que aparecieran las culturas
antiguas de mi país—, lo hace fluctuar a su antojo. De hecho, se experimenta la
sensación de que estas personas poseen tal habilidad, que al final hacen pensar
al cliente que hizo un buen negocio. Lo cierto es que jamás pierden.
En Grecia, donde comenzó mi
travesía por el Oriente Próximo, en la zona comercial ateniense de Monastiráki,
ingresé a un local estrecho donde, al fondo permanecía sentada una anciana. Yo
buscaba una sudadera que portara el nombre del país y, si bien ya había visto
otras, encontré la que más me agradó en ese lugar. Le pregunté cuánto costaba y
me respondió que treinta y cinco euros. Le agradecí y me dirigí a la salida
cuando me alcanzó ¡y me dijo que me la vendía en veinte!
Deseaba un sombrero tradicional
árabe que en Turquía recibe el nombre de fez. Además de los euros y las liras
turcas, llevaba algunos dólares. Lo compré en el interior del laberíntico Gran
Bazar de Estambul, no sin ciertas dificultades. El tocado estaba metido dentro
de otro, por lo que cuando el anciano vendedor lo sacó y me lo mostró, tenía
una marca. Yo le argumenté que quería otro porque ese estaba maltratado. Aquél
sacudía el sombrero con la mano para demostrarme que el desperfecto se quitaría
mientras gritaba: “¡No problema, siñór: ’stá bien, siñór, ’stá bien!” Ante mis
dudas, se enojaba más y golpeaba la mercancía repitiendo la misma fórmula.
Pagué diez dólares —originalmente costaba trece— y me alejé regañado de aquel puesto.
Sin embargo, el desprecio por
la morralla —como nombramos coloquialmente en México a las monedas de baja
denominación—, lo percibí verdaderamente en pueblos más milenarios como Israel
y Egipto.
A mi llegada al primero
conversé amenamente con el conductor que me transportó de Tel-Aviv a Jerusalén.
Me confesó que su familia provenía de Connecticut. Tan pronto como llegamos al
hotel, prácticamente me exigió la propina. Yo le di cinco euros en moneda
—¡aproximadamente cien pesos, de acuerdo con el tipo de cambio de entonces!—, y
al ver el dinero en la palma de su mano me dedicó un gesto de desprecio, lo
cual me disgustó bastante.
Días después, en la propia
Jerusalén me dirigí al barrio árabe, donde además del zoco se encuentra el
Santo Sepulcro. Debido a que los judíos suspenden toda actividad durante el
Sabbat y la ciudad se muere prácticamente hasta el anochecer del sábado, uno se
queda varado si no prevé como me sucedió a mí. Me acerqué pues a un sitio de
taxis para fijar la tarifa de la transportación. Primeramente el sujeto me dijo
que serían veinte euros. Al percatarse de que no pagaría tal cantidad, ofreció
llevarme por diez, pero me condicionó a que además le diera propina. Lo repitió
muchas veces: “Ten iuros an tip, ten iuros an tip, ser.” El conductor
palestino, nacido en Sudáfrica, quien se dedicó a quejarse amargamente de los
hebreos en un trayecto más bien fugaz del centro al noroeste de la ciudad,
apelando así a mi conmiseración, se indignó cuando le pagué con cambio.
Ubicado en la Avenida de los
pirámides en Guiza, opté por comer en Domino’s
Pizza. Las libras egipcias de veinticinco piastras me cautivaron y me
hicieron recordar a los yenes japoneses agujereados de cinco y cincuenta
—incluso concebí la idea de hacerme un collar con ellas. Les comenté a los
empleados que era la última oportunidad que tendría para cambiar los billetes
que me quedaban. Como si hubiera dicho algo mágico, de la cocina salió un
sujeto con sonrisa que no le cabía en el rostro portando un alambre circular
cargado de monedas. Yo ya conocía este artefacto porque durante mi recorrido en
el interior de Egipto los niños se acercaban a los extranjeros para que les
cambiaran los diez euros que tenían en monedas por billetes —en realidad eran
tres o cuatro euros y las demás eran piastras, pero cuando los gentiles
turistas se percataban de ello ya era demasiado tarde.
Hoy,
al abordar el transporte y recibir esas indeseables monedas de cinco y diez
centavos que circulan, soporto estoicamente. Después las junto y envuelvo con
cinta adhesiva y pago la tarifa, regresándoles así el favor a los conductores
abusivos que me observan con incredulidad. Supongo que me aleccioné bien con
los sagaces habitantes del oriente.
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