Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

jueves, 30 de mayo de 2013

Retazos de viaje. V. El desprecio por las monedas en Medio Oriente.

Texto publicado originalmente en la página de Facebook de “Presencia Universitaria”, periódico de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), el miércoles, 29 de mayo de 2013.








V.



El dinero no es la vida
es tan solo vanidad.

Luis Alcaraz, Quinto patio.



El dinero es el dios cotidiano de esta época, pero cada cultura tiene su particular modo de venerarlo.

Sorprende que en el Cercano Oriente, donde se acuñaron de manera oficial las monedas más antiguas que se conocen, la gente las desprecie y prefiera los billetes.

En esta región, donde nada parece tener precio fijo —y que puede ser tan molesto—, corroboré el valor subjetivo del dinero en la cotidianeidad del viaje. La pericia ancestral de los mercaderes —quienes ya comerciaban antes de que aparecieran las culturas antiguas de mi país—, lo hace fluctuar a su antojo. De hecho, se experimenta la sensación de que estas personas poseen tal habilidad, que al final hacen pensar al cliente que hizo un buen negocio. Lo cierto es que jamás pierden.

En Grecia, donde comenzó mi travesía por el Oriente Próximo, en la zona comercial ateniense de Monastiráki, ingresé a un local estrecho donde, al fondo permanecía sentada una anciana. Yo buscaba una sudadera que portara el nombre del país y, si bien ya había visto otras, encontré la que más me agradó en ese lugar. Le pregunté cuánto costaba y me respondió que treinta y cinco euros. Le agradecí y me dirigí a la salida cuando me alcanzó ¡y me dijo que me la vendía en veinte!

Deseaba un sombrero tradicional árabe que en Turquía recibe el nombre de fez. Además de los euros y las liras turcas, llevaba algunos dólares. Lo compré en el interior del laberíntico Gran Bazar de Estambul, no sin ciertas dificultades. El tocado estaba metido dentro de otro, por lo que cuando el anciano vendedor lo sacó y me lo mostró, tenía una marca. Yo le argumenté que quería otro porque ese estaba maltratado. Aquél sacudía el sombrero con la mano para demostrarme que el desperfecto se quitaría mientras gritaba: “¡No problema, siñór: ’stá bien, siñór, ’stá bien!” Ante mis dudas, se enojaba más y golpeaba la mercancía repitiendo la misma fórmula. Pagué diez dólares —originalmente costaba trece— y me alejé regañado de aquel puesto.

Sin embargo, el desprecio por la morralla —como nombramos coloquialmente en México a las monedas de baja denominación—, lo percibí verdaderamente en pueblos más milenarios como Israel y Egipto.

A mi llegada al primero conversé amenamente con el conductor que me transportó de Tel-Aviv a Jerusalén. Me confesó que su familia provenía de Connecticut. Tan pronto como llegamos al hotel, prácticamente me exigió la propina. Yo le di cinco euros en moneda —¡aproximadamente cien pesos, de acuerdo con el tipo de cambio de entonces!—, y al ver el dinero en la palma de su mano me dedicó un gesto de desprecio, lo cual me disgustó bastante.

Días después, en la propia Jerusalén me dirigí al barrio árabe, donde además del zoco se encuentra el Santo Sepulcro. Debido a que los judíos suspenden toda actividad durante el Sabbat y la ciudad se muere prácticamente hasta el anochecer del sábado, uno se queda varado si no prevé como me sucedió a mí. Me acerqué pues a un sitio de taxis para fijar la tarifa de la transportación. Primeramente el sujeto me dijo que serían veinte euros. Al percatarse de que no pagaría tal cantidad, ofreció llevarme por diez, pero me condicionó a que además le diera propina. Lo repitió muchas veces: “Ten iuros an tip, ten iuros an tip, ser.” El conductor palestino, nacido en Sudáfrica, quien se dedicó a quejarse amargamente de los hebreos en un trayecto más bien fugaz del centro al noroeste de la ciudad, apelando así a mi conmiseración, se indignó cuando le pagué con cambio.

Ubicado en la Avenida de los pirámides en Guiza, opté por comer en Domino’s Pizza. Las libras egipcias de veinticinco piastras me cautivaron y me hicieron recordar a los yenes japoneses agujereados de cinco y cincuenta —incluso concebí la idea de hacerme un collar con ellas. Les comenté a los empleados que era la última oportunidad que tendría para cambiar los billetes que me quedaban. Como si hubiera dicho algo mágico, de la cocina salió un sujeto con sonrisa que no le cabía en el rostro portando un alambre circular cargado de monedas. Yo ya conocía este artefacto porque durante mi recorrido en el interior de Egipto los niños se acercaban a los extranjeros para que les cambiaran los diez euros que tenían en monedas por billetes —en realidad eran tres o cuatro euros y las demás eran piastras, pero cuando los gentiles turistas se percataban de ello ya era demasiado tarde.   


Hoy, al abordar el transporte y recibir esas indeseables monedas de cinco y diez centavos que circulan, soporto estoicamente. Después las junto y envuelvo con cinta adhesiva y pago la tarifa, regresándoles así el favor a los conductores abusivos que me observan con incredulidad. Supongo que me aleccioné bien con los sagaces habitantes del oriente.

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