Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

jueves, 25 de julio de 2013

Viajero invitado. Alejandro Mendoza: "El Chepe".


Para mí es un privilegio contar nuevamente con el trabajo de Alejandro Mendoza, quien además de un amigo, es una persona talentosísima  —aquel que esté interesado en conocer más de su sensibilidad, sólo tiene que acceder a las Crónicas de Alejandro Mendoza en la lista que aparece a un costado de esta bitácora.

Ésta es la primera de dos entregas que el autor generosamente compartirá con los visitantes del blog.










Se trata de una espontánea y amena crónica ocurrida en el norte del país durante el recorrido del Ferrocarril “(El) Chepe”, ilustrada con fotografías de su propia autoría.












La presa fui yo










Lo más revitalizante hasta entonces había sido el olor a naturaleza —no a jardín de rosas cuidado con vehemencia por una venerable anciana ni a esencia exótica envasada en una lata de aerosol para rociar en el baño y ocultar el hedor putrefacto tras una buena sentada en el retrete—.










Siempre y cuando el gigante escape de la locomotora no expulsara su kilométrica columna de humo que invadía los pulmones, provocaba toser y enrojecía los llorosos ojos, todas las millones de hectáreas selváticas que se extendían frente a la vista se sentían penetrar miligramo por miligramo a través del sistema respiratorio y activar cualquier clase de extraños instintos límbicos a lo largo de mis estructuras óseas: mis pálidos huesos flaqueaban y amenazaban con doblegarse mientras que mi moreno exoesqueleto se erizaba a cada poro, ya humectado por la brisa fina del furioso río que corría justo a un lado de las vías sobre las cuales viajaba el armatoste del Pacífico.










Había optado por abandonar el lujo y el confort del interior de los vagones —silenciosos más allá de la ambientación musical con piezas mexicanas a bajísimo volumen— para salir a ventilarme a una de las puertas y escuchar el traqueteo de aquel monstruoso transporte que cubre la ruta a la cual debe su afamado nombre: Chihuahua-Pacífico (Chepe). No había recorrido mil 500 kilómetros para enfrascarme en una cabina que regalaba las mismas experiencias monótonas de un común traslado en Metro. Las verdaderas sensaciones estaban en el exterior.










Así me lo haría saber el destino cuando ella se paró justo a mi lado mientras yo intentaba capturar impresionantes fotografías a pesar de mis inexpertas cualidades técnicas. Ni siquiera me regaló un saludo o una sonrisa de ensueño, como es costumbre en este tipo de historias; simplemente me advirtió que estábamos por llegar a “la presa”, con todo el desinterés que sólo una mujer puede mostrar. O el interés que es capaz de ocultar. Lo único evidente fueron su acento norteño y su fisonomía sinaloense. Cualquiera de los dos atributos son suficientes para provocar escalofríos, ¡pero en combo son devastadores para las facultades masculinas!










Por suerte traía la cámara colgada al cuello y yo pude estribarme a la puerta, cuyo tambaleo me evidenció; aunque yo fingí demencia. Histérico como estaba, escupí mis nervios con la única pregunta predecible: “¿Cuál presa?”. No recuerdo cómo chingados se llamaba el estanque aquel. ¡Qué iba a estar acordándome si tenía frente a mí a una oriunda de Guasave! Sí escuché, durante los 15 minutos de plática suya —yo casi no hablé—, que su abuelo había vivido en el pueblo sumergido ahora bajo las aguas de esa presa; que por lo mismo había tenido que emigrar a Guasave, donde se crió toda su familia —incluida ella, ¡bendito Dios!—, y que por eso estaba parada ahí, conmigo, aguardando el paso del tren junto al génesis de su raza.











Ocurrió entonces lo predicho por ella: las vías atravesaron el dique inmenso de aguas pluviales, de las cuales sobresalían algunos techos de casas y las torres enmohecidas de una iglesia antigua. Luego se despidió, más agradecida con el ferrocarril que conmigo, se dio la vuelta y se metió en un vagón. No le pregunté su nombre ni le pedí su teléfono. Para qué si nos separan varios estados, una extensa distancia y una guerra narcótica interminable.





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