Para
mí es un privilegio contar nuevamente con el trabajo de Alejandro Mendoza,
quien además de un amigo, es una persona talentosísima —aquel que esté interesado en conocer más de su
sensibilidad, sólo tiene que acceder a las Crónicas
de Alejandro Mendoza en la lista que aparece a un costado de esta bitácora.
Ésta
es la primera de dos entregas que el autor generosamente compartirá con los
visitantes del blog.
Se
trata de una espontánea y amena crónica ocurrida en el norte del país durante
el recorrido del Ferrocarril “(El) Chepe”, ilustrada con
fotografías de su propia autoría.
La
presa fui yo
Lo más revitalizante hasta
entonces había sido el olor a naturaleza —no a jardín de rosas cuidado con
vehemencia por una venerable anciana ni a esencia exótica envasada en una lata
de aerosol para rociar en el baño y ocultar el hedor putrefacto tras una buena
sentada en el retrete—.
Siempre y cuando el gigante escape de la locomotora no
expulsara su kilométrica columna de humo que invadía los pulmones, provocaba
toser y enrojecía los llorosos ojos, todas las millones de hectáreas selváticas
que se extendían frente a la vista se sentían penetrar miligramo por miligramo
a través del sistema respiratorio y activar cualquier clase de extraños instintos
límbicos a lo largo de mis estructuras óseas: mis pálidos huesos flaqueaban y
amenazaban con doblegarse mientras que mi moreno exoesqueleto se erizaba a cada
poro, ya humectado por la brisa fina del furioso río que corría justo a un lado
de las vías sobre las cuales viajaba el armatoste del Pacífico.
Había optado
por abandonar el lujo y el confort del interior de los vagones —silenciosos más
allá de la ambientación musical con piezas mexicanas a bajísimo volumen— para
salir a ventilarme a una de las puertas y escuchar el traqueteo de aquel
monstruoso transporte que cubre la ruta a la cual debe su afamado nombre:
Chihuahua-Pacífico (Chepe). No había recorrido mil 500 kilómetros para
enfrascarme en una cabina que regalaba las mismas experiencias monótonas de un
común traslado en Metro. Las verdaderas sensaciones estaban en el exterior.
Así me lo haría saber el
destino cuando ella se paró justo a mi lado mientras yo intentaba capturar
impresionantes fotografías a pesar de mis inexpertas cualidades técnicas. Ni
siquiera me regaló un saludo o una sonrisa de ensueño, como es costumbre en
este tipo de historias; simplemente me advirtió que estábamos por llegar a “la
presa”, con todo el desinterés que sólo una mujer puede mostrar. O el interés
que es capaz de ocultar. Lo único evidente fueron su acento norteño y su
fisonomía sinaloense. Cualquiera de los dos atributos son suficientes para
provocar escalofríos, ¡pero en combo son devastadores para las facultades
masculinas!
Por suerte traía la cámara colgada al cuello y yo pude estribarme a
la puerta, cuyo tambaleo me evidenció; aunque yo fingí demencia. Histérico como
estaba, escupí mis nervios con la única pregunta predecible: “¿Cuál presa?”. No
recuerdo cómo chingados se llamaba el estanque aquel. ¡Qué iba a estar
acordándome si tenía frente a mí a una oriunda de Guasave! Sí escuché, durante
los 15 minutos de plática suya —yo casi no hablé—, que su abuelo había vivido
en el pueblo sumergido ahora bajo las aguas de esa presa; que por lo mismo
había tenido que emigrar a Guasave, donde se crió toda su familia —incluida
ella, ¡bendito Dios!—, y que por eso estaba parada ahí, conmigo, aguardando el
paso del tren junto al génesis de su raza.
Ocurrió entonces lo predicho
por ella: las vías atravesaron el dique inmenso de aguas pluviales, de las
cuales sobresalían algunos techos de casas y las torres enmohecidas de una
iglesia antigua. Luego se despidió, más agradecida con el ferrocarril que
conmigo, se dio la vuelta y se metió en un vagón. No le pregunté su nombre ni le
pedí su teléfono. Para qué si nos separan varios estados, una extensa distancia
y una guerra narcótica interminable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario