Cuando,
durante la niñez y la adolescencia, visitaba el pueblo de Tlalchapa, en el
estado sureño de Guerrero, los primeros días del mes de noviembre, al entrar a
las casas edificadas con adobe y teja, solía encontrarme con instalaciones dispuestas
para honrar a los difuntos: las ofrendas de Día de Muertos.
Se
trataba de mesas adornadas con cempasúchil: la flor de los muertos, —la cual para
mi sorpresa he encontrado en Rusia y Marruecos: Tagetes erecta, clavelón de la India o clavel chino—, en que
figuraban las fotografías de los familiares fallecidos, acompañadas de
veladoras, papel picado, el tradicional “pan de muerto”, que se hornea en esta
época del año, además de los platillos y bebidas —e incluso los cigarillos— de
los que gustaban los finados cuando vivían.
La
creencia popular señala que los muertos vienen del “más allá” —los niños el primero,
y los adultos al siguiente día— a departir con sus deudos. En algunas zonas del
país es frecuente que las familias comulguen en el cementerio, coman y trasnochen
en la tumba del ser querido.
En el
lapso más reciente, en la Ciudad de México, han proliferado las ofrendas
públicas —ora en la vida pública, ora en museos: la más concurrida es aquella que
se instala en la Ciudad Universitaria, y que año con año realizan los
estudiantes, dedicándola a un personaje en particular.
A quien
guste ahondar en esta celebración, lo remito a una entrada que dediqué a otra tradición
de esta temporada: las calaveras literarias.
Mega-ofrenda de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Ofrenda del Museo Dolores Olmedo.
En lo personal la traición del día de muertos me gusta mucho, este año por segunda ocasión pusimos ofrenda en la casa con la intención de que Irene (nuestra hija) vea y conozca una costumbre auténtica, creo yo, de nuestro pueblo. Muy buenas tus presentaciones para los que no pudimos ir los años anteriores, éste si fui a la de CU y me agradó mucho. Un abrazo y ¡felicidades!
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