Sábado,
15 de noviembre de 2008.
Jerusalén,
Israel. Jerusalem Gate Hotel.
Fue un día complicado que aún
no termina. A las ocho saldré del hotel para conocer Jerusalén por la noche;
paseo que me costó veintiocho euros.
Me desperté temprano, desayuné.
Regresé a mi habitación para preparar mis maletas, previendo que volvería demasiado
tarde del recorrido nocturno.
Mañana me recogerán a las siete
—el restaurante abre a las seis y media— para trasladarme a El Cairo, la
entrada a mi último destino a visitar durante este largo itinerario: Egipto.
Han sido dos semanas en las
cuales he perdido la noción del tiempo, rompiendo mi rutina durante algunos
días. Mejor dicho, cambiándola por otra.
Hoy estuve en el Monte de los
Olivos, Getsemaní, la Iglesia de la Dormición, adonde no entré porque se
celebraba un concierto, además de recorrer el zoco, mercadillo que se encuentra
en el barrio árabe de la parte antigua de la ciudad.
Los comercios judíos
permanecieron cerrados desde ayer, debido al Sabbat, una situación difícil para
quien visita el país por primera vez: no hay dónde comer, cómo transportarse...
Gasté mucho dinero hoy. Tuve
que comprar cinco cintas de vídeo y una tarjeta de memoria de cuatro gigabytes
para la cámara fotográfica, pues no tenía la certeza de que en Egipto las
pudiera conseguir. Pagué por ambas mucho más de lo que cuestan; sin embargo,
ese es el precio —irónico modo de emplear las palabras— que hay que pagar
cuando se es un viajero inexperto como yo.
Acompañado por Claudia, la
chica colombiana que conocí, así como por un par de compatriotas poblanas
—madre e hija—, con quienes desayuné en el hotel hace algunos días, y entablé
una amistad, recorrí el mercado. Incluso entré a un “café internet”, desde
donde percibí las torretas que el ejercito israelí instaló en las entrañas del
barrio árabe.
Tengo mucha hambre y no hay
dónde comer. El restaurante del hotel no es una opción, debido a la escasez de
dinero que experimento. Estoy hospedado a la entrada de la ciudad, cerca del
puente atirantado, llamado popularmente —y no sin cierto dejo de ironía— “el
arpa del Rey David” y “el Puente de Cuerdas”. Hace algunas horas simplemente el
taxi me cobró diez euros —más “propina”— del centro al noroeste.
Por cierto, descubrí que el
ruido de las ambulancias que evocaban en mí las imágenes televisivas de los
atentados, y que me inquietaban, se debían a que hay un hospital cerca del
hotel.
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