Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

sábado, 14 de enero de 2012

Jerusalén, Israel-El Cairo, Egipto. Domingo, 16 de noviembre de 2008.


Domingo, 16 de noviembre de 2008.

Jerusalén, Israel. Jerusalem Gate Hotel.



Son las nueve doce. Espero por mi vuelo a Egipto. Sala C2.



Estoy agotado. Anoche salí a conocer la ciudad de Jerusalén. Fue una buena experiencia; acaso la mejor que tuve en este país. Regresé al hotel a las once y media.

Conversé por teléfono con Aristóteles, mi padre.



Pasé el rigurosísimo control de seguridad israelí. Mis compatriotas mexicanas me habían platicado al respecto. Incluso hicieron hincapié en lo groseros que habían sido con ellas.

Yo ingresé sin problemas al país, pero no me libré de la molesta —denigrante y ofensiva— inspección al salir. 

A pesar de no estar de humor, traté de ser paciente —¿acaso tenía opción! Llegué temprano al aeropuerto —de hecho, la agencia se encargó de dejarme tres horas antes de que saliera mi vuelo—, y sortear cada uno de los retenes requeridos.



Cuando estaba formado, un grupo de jóvenes hermosas que trabajaban en el aeropuerto, se acercaron a mí, y comenzaron a cuestionarme. Inmediatamente, después llegó un tipo joven, quien me pidió mi pasaporte y mi boleto de avión. En tono golpeado, comenzó a interrogarme sin descanso, y yo respondí a cada una de sus preguntas lo más tranquilo posible:

—¿Cómo te llamas? —Y le di mi nombre completo.

—¿De dónde eres? —De México.

—¿Qué haces en Israel? —Vine de vacaciones.

—¿En qué lugares de Israel estuviste? —En Tel-Aviv, Jerusalén, Masada, el Mar Muerto, y Belén, en Palestina. Traté de mencionarle todos.

—¿Dónde más has estado, y a dónde te diriges? —Estuve en Grecia y Turquía, y ahora me dirijo a Egipto.

—¿A qué te dedicas? —Trabajo en el sector cultural —incluso le mostré mi credencial. Afortunadamente, se me ocurrió viajar con más identificaciones, además de mi pasaporte, las cuales también les había mostrado a los agentes franceses en París.

Continuó. La fila no avanzaba —más tarde me percaté por qué no lo hacía: debido a las minuciosas revisiones, mientras las jóvenes permanecían cerca de mí:

—¿Cómo se llaman tus padres? —Le dije los nombres de mis padres.

—Tu padre tiene un nombre griego. ¿Es griego? —No, es mexicano.

—Tu madre también tiene un nombre griego. ¿Ella es griega? —No, tampoco lo es.

—¿Tienes hermanos, Abraham? —Sí, tengo dos. En cuanto pronuncié el nombre de mi hermano, las jóvenes exclamaron un “oh” al unísono.

—¡Omar es un nombre árabe! —puntualizó el sujeto. ¿Tu hermano es árabe! —No, es mexicano también.

—¿Pero tú tienes un nombre hebreo, Abraham, y tu hermano tiene un nombre árabe, Omar? ¿Cómo es posible eso! —me preguntaba mientras él trataba de comprenderlo

—No lo sé. Mis padres nos nombraron... —respondí sin comprender el sentido de su pregunta.

Finalmente me devolvió mis documentos, y se alejó. Seguí formado, y llegué al primero de los tres puntos de revisión. Antes de llegar al segundo, donde sacaron y desacomodaron la ropa de mi maleta ante mis ojos, reapareció el sujeto que me había atosigado, y retomó el interrogatorio. Harto de tanta estupidez, saqué todas mis identificaciones y los itinerarios del viaje, y se los mostré. Comprendió lo que trataba de decirle, y me dejó en paz.

Llegué al tercer control. Allí, separaron del grupo a un par de jóvenes árabes, y los llevaron a otro lugar. Me hicieron que me quitara los zapatos y el cinturón, mientras inspeccionaban cada uno de los objetos de mi “equipaje de mano”.



Desayuné en diez minutos y entregué la llave en la recepción.

Aguardé por el taxista en la estancia. El trayecto no fue tan fácil como podría pensarse a tales horas de la mañana. El tráfico era considerable con dirección a Tel-Aviv.



Parto rumbo al “país de las propinas”. Tendré que ser tolerante con la idiosincrasia árabe.



Espero que sea un vuelo tranquilo —ora porque es domingo, ora porque supongo que ni muchos israelíes ni muchos árabes vuelan a Egipto, uno de los pocos aliados que tiene Israel en esta convulsa región.

Trataré de cambiar dinero en el aeropuerto cairota.



Hace algunos minutos, una persona se acercó a mí para encuestarme sobre mi estancia en Israel. Era argentina —hay muchos argentinos y uruguayos judíos: mi guía era “oriental”. Fui sincero con ella: “No recomendaré a nadie que venga a este país; y yo, por mi parte, jamás regresaré.” Se justificó, argumentando “la situación del país”. Sin embargo, no creo que al Ministerio de Turismo le importe mi opinión.



Me marcho de Eretz Israel, la Tierra de Israel —la “Tierra Prometida” de los judíos y la “Tierra Santa” de los cristianos— muy molesto y decepcionado por el trato de las personas. Sin embargo, Jerusalén, una ciudad compleja —llamada “de oro” por la célebre canción de Naomi Shemer—, me sedujo.

No es un lugar ni mucho menos amable, pero “hay algo” inexplicable en el medio. Se dice que incluso la más pequeña de las rocas que existe aquí, es histórica, sagrada... A pesar de estar colmada de turistas —quizá sea más preciso, de peregrinos—, de ser inaccesible por momentos —lo experimenté en carne y espíritu propios durante el Sabbat—, de su diversidad cultural, religiosa, étnica..., Jerusalén emana un halo de misticismo.

Ayer cuando recorría el barrio judío por la noche, y presenciaba la congregación de jóvenes para interpretar canciones religiosas, bajo el amparo de las luces de la luna y del amarillento alumbrado público sobre las calles adoquinadas, también veía a los judíos ortodoxos mezclarse —al menos compartiendo efímeramente el espacio— con los modernos, y me preguntaba cómo era posible que dicha tranquilidad, paradójicamente llena de vida, pudiera darse en un lugar tan frágil.



Los judíos son altivos, al grado de llegar a ser groseros.

Por ejemplo, al entrar al hotel en que me hospedaba, opté por mostrar mi llave electrónica, con el propósito de que no se me importunara, luego de que la vigilante, con la mano en la funda de la pistola que llevaba en la cintura, me preguntara si era huésped y me demandara el número de habitación. Algo indignante.

Asimismo, no era raro encontrar a más de una persona —vestida de militar o de civil— portar un arma en plena calle.



Antes de emprender la excursión nocturna, salí a buscar algo de cenar con la ingenua esperanza de que la “celebración” judía hubiera terminado. Me dirigí al local donde había comido con anterioridad, pero estaba cerrado. Entré a otro, y por NIS 25 comí “pita” nuevamente. En una tienda compré un refresco por NIS7, y así gasté los shekel que tenía —en realidad me quedé con alguna moneda de baja denominación: lo mismo me sucedió en Turquía.

Me sorprendió sobremanera la cantidad de israelíes que había en la calle. ¿De dónde salieron? ¿Dónde habían estado?

Se transmitía un partido de fútbol que captaba la atención de varias personas.

La central de autobuses abrió, y los usuarios, así como los soldados, reaparecieron.

Era una ciudad que había muerto el viernes por la tarde —como si hubieran desaparecido los seres humanos, y únicamente quedaran sus edificios abandonados como señal de su existencia—, y que resucitaba al caer la noche sabatina —aquí oscurece a las cinco y media de la tarde. Pero no estaba muerta, sólo era cataléptica. Resurgió de sus cenizas. Terminaba la farsa de Lázaro.



A mi lado, tres angloparlantes se quejan de la “seguridad”. Bromean. “¡Es toda una experiencia!”, menciona una de ellos. Otro asiente.






El Cairo, Egipto.


Habitación 704 del Hotel Husa Gawharet El-Ahram.



Tengo 35 euros, 9 dólares y 692 libras egipcias.



Pagué 40 euros por un paseo nocturno por la ciudad, así como 25 por “concepto de propinas” —para que no me molesten durante mi estancia en el país... ¡Ah, ojalá sea cierto!

No llegué al hotel que tenía programado en el itinerario: el “Delta Pyramids”, ya que el matrimonio tabasqueño que conocí en Grecia y Turquía, y del que me separé en Israel, pidió el cambio después de la información que compartí con ellos sobre las deplorables condiciones y la inseguridad de las habitaciones que había leído en la red en diversas páginas de viajeros.

La fama de El Cairo es cierta: las bocinas de los automóviles no cesan; la gente cruza las calles temerariamente...

¡Mañana salgo a Luxor a las dos de la madrugada!



Cuando salí de Tel-Aviv, después de cuarenta minutos aproximadamente de retraso por “exceso de tráfico aéreo”, vi el espectáculo más maravilloso que recuerdo.

Tan pronto como dejaba atrás la costa israelí, el sol iluminaba el mar, pero sólo en la parte que yo podía ver por la ventana.

La azafata que me atendió tenía unos ojos cautivadores que no podía dejar de admirar: eran enormes y negros, y armonizaban perfectamente con su hermoso rostro.

También había un hombre que parecía más agente que sobrecargo, e imponía respeto. Era gigantesco, corpulento y calvo. Sin embargo, era muy amable. De hecho él halagó mi fez:

—¡Qué hermoso tarbush! —por lo que deduje que así le nombraban en Egipto.

Shukran [Ár. Gracias], le respondí.

—¿Sabes cuál es el origen de dicho sombrero?

—Sí, es un antiguo sombrero árabe. Y me correspondió con una sonrisa.



El Cairo, “la ciudad café”, me dejó sin aliento desde el aire. Una urbe inmensa —muchísimo más grande de lo que me había parecido Estambul. La lejanía se perdía en la arena del desierto: límite óptico. El cielo parecía sucio.

Pude divisar desde el avión, el principio del Río Nilo. ¡Espectáculo conmovedor!

¡Gasté treinta libras egipcias en el hotel por una hora de internet! Tuve que comprar una tarjeta.



No hay comentarios:

Publicar un comentario