Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

sábado, 14 de enero de 2012

Jerusalén, Israel. Jueves, 13 de noviembre de 2008.


Jueves, 13 de noviembre de 2008.

Jerusalén, Israel. Jerusalem Gate Hotel.



Pensé que la Cisterna Basílica o la Torre Gálata serían mis mayores decepciones; sin embargo, el hotel “La puerta de Jerusalén” lo ha sido. Acaso porque tanto en las fotografías que había visto como en la información que había consultado, lucía imponente. Se trata de un hotel enorme, ostentoso en la superficie, y muy descuidado en el interior.

Curiosamente, se me asignó el mismo número de habitación en que me hospedé en Estambul: 502. Sin embargo, dista mucho del Hotel del Sultán Yasmak, un edificio más pequeño, pero con muchísima más clase.

Mis vecinos son una molestia: entran y salen; hablan sin parar, ya por la mañana, ya por la noche.

Me siento inseguro en Israel. Las ambulancias transitan incesantemente con las sirenas encendidas, y esto no ayuda a mis nervios.

Ya desayuné. El menú es variado en cuanto a ensaladas, pero en lo demás es similar al de Atenas y Estambul.

Aguardo para ir a Massada y el Mar Muerto.

Amaneció lloviendo.



Ayer por la tarde, cuando me trasladaba del Aeropuerto Internacional Ben Gurión de Tel Aviv a Jerusalén, llovía también. La ciudad me recibió con un terrible accidente automovilístico. El carro estaba volteado.

Me disgustó bastante la actitud del chofer, con quien después de platicar amenamente, al llegar al hotel prácticamente me exigió la propina. Le di cinco euros, y me hizo caras. ¡Ah, supongo que Egipto —por lo que he leído— será peor!



En cuanto bajé del avión, sentí las miradas despreciativas de la gente.

Llevaba puesto el fez, sombrero árabe, que compré en el Gran Bazar, ya que no quería que se maltratara. En el primer control me detuvieron e interrogaron. Las miradas continuaron. No lo hice de mala fe.

La persona de la agencia que me recibió me preguntó molesto: —¿Y ese gorro! Traté de explicarle la historia y el significado del objeto, pero no me permitió hacerlo.

Opté por quitármelo cuando me sellaron el pasaporte.

—¿Qué puedo y qué no puedo hacer en Israel? —le pregunté al sujeto, una vez que me percaté de lo difícil que sería mi estancia aquí.

—¡Todo se puede hacer! Este es un país democrático como cualquier otro —me respondió tajantemente. Habrá que ver si sus palabras son ciertas —pensé.

Inmediatamente después me sugirió con tono imperativo que “mejor me quitara el sombrero para evitar problemas” (?).



Estoy preocupado porque mi itinerario no concuerda con el que me dio el agente. De acuerdo con el mío, tengo que abandonar el país el domingo, y no el sábado como me lo señaló por teléfono la encargada de la agencia.



Regresé a mi habitación, después de comer cerca de la Estación de autobuses —que está a la vuelta del hotel—, a la cual había caminado por la mañana, con el propósito de conocer la zona.

Probé una especie de “taco grande en forma de barquillo” de pollo: “pita”, que vi comer a unos adolescentes. Se lo pedí al dependiente con señas, debido a que él no hablaba inglés, y yo desconozco el hebreo, salvo algunas palabras.

Después, me detuve en una tienda de música, donde compré un disco doble de la cantante griega, Glykería, quien interpreta en hebreo, así como uno triple de Ofra Haza. También cambié cincuenta euros por 235 nuevos shekels, de los que me quedan cincuenta y uno.



En el camino a Masada y el Mar Muerto no sólo vi a algunos beduinos a las afueras de Jerusalén, sino que cerca de la zona donde se descubrieron los “Rollos del Mar Muerto”, el autobús cruzó un riachuelo, y apareció en el cielo el arco iris. Algo mágico por espontáneo.

Masada, “la fortaleza”, no me pareció espectacular en sí, salvo por la vista del paisaje árido y sinuoso. Asimismo, me sorprendió sobremanera el significado que tiene —o mejor dicho, que le han atribuido en el decurso— para los israelíes. Es un país difícil de asimilar.

El Mar Muerto, Yām HamMéla, el “Mar Salado” me resultó más una curiosidad que otra cosa. Si bien no floté sobre sus aguas “estancadas”, sí caminé dentro de ellas. La sal está por doquier —incluso en el sabor—, y forma estructuras interesantes. Tomé fotos y grabé vídeo.



Transité por el barrio de los judíos ortodoxos de Jerusalén; descendí en un abrir y cerrar de ojos hasta “el lugar más bajo de la tierra”: Ein Gedi o Ein Guedi; experimenté los más diversos cambios climáticos, entre otras experiencias el día de hoy.



Israel me asombra realmente. Por las calles puedo ver jaredies, judíos ultraortodoxos, mujeres vestidas al estilo occidental, soldados con armas colgando de sus hombros, niñas con mochilas, peregrinos...



Con dirección a Masada, antes de salir de Jerusalén, me encontré con un camión escolar, lleno de adolescentes con uniformes militares. Esto me impactó y me entristeció mucho.

Por otra parte, me percaté de la existencia de vagonetas blancas con caracteres árabes escritos en color verde.



Me quedé atónito cuando me paré afuera de la entrada de la Estación de autobuses, y presencié la cantidad de elementos y medidas de seguridad que se toman para permitirle la entrada a la gente. Me acerqué a un militar, y le pregunté si lo podía fotografiar, y me dijo que no. Esto no sólo me desmotivó sino que me asustó.



En Grecia, debido a que la televisión no se veía muy bien, sólo la encendí el primer día. Sintonizaba únicamente canales griegos. Sin embargo, en Turquía pude ver programas estadounidenses —preferentemente series— subtitulados en turco, así como canales rusos, españoles, egipcios, italianos...



Mi viaje ha sido interesante en este aspecto, ya que he brincado de una cultura a otra vertiginosamente: de la mexicana a la francesa, de la griega a la turca, y pronto lo haré de la israelí a la egipcia. De una religión a otra, de un idioma a otro, donde cada vez se complica más para mí, debido a mi falta de conocimiento del hebreo y el árabe.

El aeropuerto es la entrada a cada uno de esos mundos, tan cercanos y tan distintos a la vez. El aspecto de la gente y la lengua en que se comunican, me señala cuán lejos estoy de casa.





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