Jueves,
13 de noviembre de 2008.
Jerusalén,
Israel. Jerusalem Gate Hotel.
Pensé que la Cisterna Basílica
o la Torre Gálata serían mis mayores decepciones; sin embargo, el hotel “La
puerta de Jerusalén” lo ha sido. Acaso porque tanto en las fotografías que
había visto como en la información que había consultado, lucía imponente. Se
trata de un hotel enorme, ostentoso en la superficie, y muy descuidado en el
interior.
Curiosamente, se me asignó el
mismo número de habitación en que me hospedé en Estambul: 502. Sin embargo,
dista mucho del Hotel del Sultán Yasmak, un edificio más pequeño, pero con
muchísima más clase.
Mis vecinos son una molestia:
entran y salen; hablan sin parar, ya por la mañana, ya por la noche.
Me siento inseguro en Israel. Las
ambulancias transitan incesantemente con las sirenas encendidas, y esto no
ayuda a mis nervios.
Ya desayuné. El menú es variado
en cuanto a ensaladas, pero en lo demás es similar al de Atenas y Estambul.
Aguardo para ir a Massada y el Mar Muerto.
Amaneció lloviendo.
Ayer por la tarde, cuando me
trasladaba del Aeropuerto Internacional Ben Gurión de Tel Aviv a Jerusalén,
llovía también. La ciudad me recibió con un terrible accidente automovilístico.
El carro estaba volteado.
Me disgustó bastante la actitud
del chofer, con quien después de platicar amenamente, al llegar al hotel prácticamente
me exigió la propina. Le di cinco euros, y me hizo caras. ¡Ah, supongo que
Egipto —por lo que he leído— será peor!
En cuanto bajé del avión, sentí
las miradas despreciativas de la gente.
Llevaba puesto el fez, sombrero
árabe, que compré en el Gran Bazar, ya que no quería que se maltratara. En el
primer control me detuvieron e interrogaron. Las miradas continuaron. No lo
hice de mala fe.
La persona de la agencia que me
recibió me preguntó molesto: —¿Y ese gorro! Traté de explicarle la historia y
el significado del objeto, pero no me permitió hacerlo.
Opté por quitármelo cuando me
sellaron el pasaporte.
—¿Qué puedo y qué no puedo hacer
en Israel? —le pregunté al sujeto, una vez que me percaté de lo difícil que
sería mi estancia aquí.
—¡Todo se puede hacer! Este es
un país democrático como cualquier otro —me respondió tajantemente. Habrá que
ver si sus palabras son ciertas —pensé.
Inmediatamente después me
sugirió con tono imperativo que “mejor me quitara el sombrero para evitar
problemas” (?).
Estoy preocupado porque mi
itinerario no concuerda con el que me dio el agente. De acuerdo con el mío,
tengo que abandonar el país el domingo, y no el sábado como me lo señaló por
teléfono la encargada de la agencia.
Regresé a mi habitación,
después de comer cerca de la Estación de autobuses —que está a la vuelta del
hotel—, a la cual había caminado por la mañana, con el propósito de conocer la
zona.
Probé una especie de “taco
grande en forma de barquillo” de pollo: “pita”, que vi comer a unos
adolescentes. Se lo pedí al dependiente con señas, debido a que él no hablaba
inglés, y yo desconozco el hebreo, salvo algunas palabras.
Después, me detuve en una
tienda de música, donde compré un disco doble de la cantante griega, Glykería, quien interpreta en hebreo,
así como uno triple de Ofra Haza. También cambié cincuenta euros por 235 nuevos shekels, de los que me quedan
cincuenta y uno.
En el camino a Masada y el Mar
Muerto no sólo vi a algunos beduinos a las afueras de Jerusalén, sino que cerca
de la zona donde se descubrieron los “Rollos del Mar Muerto”, el autobús cruzó
un riachuelo, y apareció en el cielo el arco iris. Algo mágico por espontáneo.
Masada, “la fortaleza”, no me
pareció espectacular en sí, salvo por la vista del paisaje árido y sinuoso.
Asimismo, me sorprendió sobremanera el significado que tiene —o mejor dicho,
que le han atribuido en el decurso— para los israelíes. Es un país difícil de
asimilar.
El Mar Muerto, Yām HamMélaḥ, el
“Mar Salado” me resultó más una curiosidad que otra cosa. Si bien no floté
sobre sus aguas “estancadas”, sí caminé dentro de ellas. La sal está por
doquier —incluso en el sabor—, y forma estructuras interesantes. Tomé fotos y
grabé vídeo.
Transité por el barrio de los
judíos ortodoxos de Jerusalén; descendí en un abrir y cerrar de ojos hasta “el
lugar más bajo de la tierra”: Ein Gedi o Ein Guedi; experimenté los más
diversos cambios climáticos, entre otras experiencias el día de hoy.
Israel me asombra realmente.
Por las calles puedo ver jaredies,
judíos ultraortodoxos, mujeres vestidas al estilo occidental, soldados con
armas colgando de sus hombros, niñas con mochilas, peregrinos...
Con dirección a Masada, antes
de salir de Jerusalén, me encontré con un camión escolar, lleno de adolescentes
con uniformes militares. Esto me impactó y me entristeció mucho.
Por otra parte, me percaté de
la existencia de vagonetas blancas con caracteres árabes escritos en color
verde.
Me quedé atónito cuando me paré
afuera de la entrada de la Estación de autobuses, y presencié la cantidad de
elementos y medidas de seguridad que se toman para permitirle la entrada a la
gente. Me acerqué a un militar, y le pregunté si lo podía fotografiar, y me dijo
que no. Esto no sólo me desmotivó sino que me asustó.
En Grecia, debido a que la
televisión no se veía muy bien, sólo la encendí el primer día. Sintonizaba
únicamente canales griegos. Sin embargo, en Turquía pude ver programas
estadounidenses —preferentemente series— subtitulados en turco, así como
canales rusos, españoles, egipcios, italianos...
Mi viaje ha sido interesante en
este aspecto, ya que he brincado de una cultura a otra vertiginosamente: de la
mexicana a la francesa, de la griega a la turca, y pronto lo haré de la israelí
a la egipcia. De una religión a otra, de un idioma a otro, donde cada vez se
complica más para mí, debido a mi falta de conocimiento del hebreo y el árabe.
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