Publicado el 12 julio de 2012.
La
osa y el madroño
Madrid tiene un olor ácido, sin
otros adjetivos posibles. Es un aroma que ni los mismos madrileños pueden explicar,
porque no lo notan siquiera. Obviamente, después de tener el olfato saturado
del humo del Distrito Federal, cualquier mínimo contacto con un aire más limpio
provoca un caos dentro de la propia nariz. Hasta ahora, la explicación más
razonable que he escuchado es que el viento veraniego arrastra hasta la capital
española el polen de los árboles que tímidamente cubren los cerros de
alrededor, y posiblemente sea éste el culpable de tan ambigua fragancia.
Desde que uno pasa del avión a
la terminal del aeropuerto de Barajas, el primer mundo se hace presente. La
modernidad, como llamamos celosamente a todo aquello que nos supera, está en
cada rincón, desde los vitrales que abordan la generalidad de la construcción y
las miles de luces que a través de ellos se reflejan hasta el pequeño tren
automático que conduce a los recién aterrizados entre la compleja maraña de
escaleras eléctricas y ascensores hacia las bandas donde pueden recuperar su
equipaje.
Las carreteras, avenidas y
calles madrileñas dejan fluir entre ellas a miles de automóviles lujosos —o así
les considero yo, que vengo de un país subdesarrollado—, lo que me obliga a
preguntarme: ¿dónde está su crisis? En fin, cada cuál tiene sus necesidades, y
la verdad es que el nivel de vida en España es caro. Cuando llegamos al hotel
—mediante un taxi de aeropuerto Mercedes-Benz—, preguntamos por el precio del
internet en sus computadoras, y estuvimos a punto del colapso cuando nos
ofrecieron la dichosa tarifa: un euro por cada 10 minutos. De lo contrario, debíamos
resignarnos con los 30 minutos gratuitos que el hotel regala a sus huéspedes
para sus dispositivos móviles o computadoras. En fin, lo de menos era el acceso
a la red; de cualquier manera, sería poco el tiempo que Madrid nos permitiría
pasar en las habitaciones.
No se puede comparar el folclor
de las calles de la Ciudad de México con el madrileño, y, de hecho, con
ninguno, pero es un hecho que hay vida en las aceras de esta metrópoli europea.
Habitan en ella, por supuesto, toda clase de artistas callejeros: músicos,
bailarines, pintores y estatuistas, como en cualquier otra gran ciudad; aunque
no es ésta la característica que la hace diferente y acogedora.
Caminar entre las venas de
Madrid significa encontrarse con el mundo. Hay en sus calles tantas culturas y
nacionalidades que aquello parece el ombligo del mundo: españoles, marroquís,
indios, alemanes, portugueses, árabes, ingleses, lainoamericanos, franceses,
turcos, italianos, africanos, chinos, japoneses, y un sin fin de rostros e
idiomas a veces irreconocibles. Al menos para mí, hasta ahora, se ha convertido
en la capital cosmopolita del mundo; no había visto nunca una pluriculturalidad
tan rica como la de Madrid. Es emocionante codearse con una hindú en el metro,
hacer fila en la tienda detrás de una musulmana y beberse una caña —cerveza—
con Fanta de limón en un bar de tapas mientras que un grupo de francesas se
carcajea en la mesa de junto.
Existe también la opción de
intercambiar miradas con una chica africana en la estación de Atocha, donde se toma
un tren rápido que viaja a 180 kilómetros por hora y que en poco más de 60
minutos le lleva a uno hasta Toledo, antigua capital de España. Ahí, el furor
no es como el de Madrid. De hecho, el silencio y la tranquilidad son una
constante en medio de edificios y murallas medievales. Por entre sus callejones
y balcones, aún en perfecto estado, el tiempo se detiene. Se pude percibir la
nostalgia de sus colinas empedradas, que añoran el paso de carruajes,
caballeros y doncellas. En Toledo debió haberse quedado la nobleza española.
De esto, en Madrid sólo hay
resquicios. En esta capital cosmopolita se debe ser ciudadano del mundo o se
muere. Hay que perder el pudor para aprovechar las excesivas horas de sol y el
calor avasallante de sus coordenadas; mejor quitarse la playera para
ejercitarse en los gimnasios al aire libre o, de plano, dejarse el bikini para
tomar bronceado sobre los pastos del parque del Buen Retiro, al cabo que en
Madrid, durante el verano, las faldas cortas son la regla y las miradas lascivas
han terminado por aburrirse con tal exceso.
Sí, todavía existe una familia
real que posee grandes y lujosos palacios y que es querida por el pueblo; pero
la vida diaria no da tregua para la altanería ni para quedarse viendo cómo se
agita fervientemente la ciudad frente a uno. Por el contrario, Madrid está
hecha para abusar de ella; aunque abre sus piernas sólo para los curiosos, para
quienes lo quieren todo sin reservas. Está llena de trenes, autobuses y taxis
de lujo; las bicicletas y las motos pueden aparcarse en casi cualquier esquina
y, lo mejor de todo, el peatón tiene preferencia por sobre los demás para
atravesar las callejuelas más estrechas, pero también para cruzar la ancha
extensión de la Gran Vía.
Al principio, da pavor
apoderarse del paso de peatones indicado con azul sobre el pavimento, pero son
los mismos automovilistas quienes se detienen cuando le ven a uno parado sobre
la acera. Y es tan sencillo acostumbrarse a esta cultura vial que luego no hay
quien siquiera se fije en los autos que circulan. “¡Cuidado, que soy peatón y
voy a cruzar la calle!”. Y, por increíble que parezca, los coches frenan sin
ningún reproche.
Incluso entre peatones, la
circulación fluye maravillosamente. En el metro, por ejemplo, la gente se
orilla a la derecha en los pasillos y las escaleras eléctricas si no le comen
las prisas, ya que la izquierda queda libre para darle paso a los apresurados.
¡Bueno, funciona tan eficientemente como su futbol!
Todo este mecanismo perfecto
tiene su máximo esplendor en la plaza del Sol, desde la cual se desprenden una
serie de vías peatonales, como rayos del Astro Rey, donde se aloja la vida
comercial más importante de los madrileños. Los escaparates se mezclan entre
moda, calzado, tabaquerías y recuerditos españoles, además de la pintoresca
presencia de los vendedores ambulantes: inmigrantes africanos ilegales que
ofrecen artículos de imitación, como bolsos femeninos y gafas de sol. Aquí
también, como ocurre en México, deben recoger sus puestos frente a los ojos de
la policía, que no hace más que pasar de largo. El comercio informal es un
respiro para los países con altas tasas de desempleo en todo el mundo.
Ya por la tarde —a las ocho o
nueve, cuando el sol todavía está bien presente sobre Madrid—, después de haber
agotado el fervor de la metrópolis, llega el tiempo de invadir los cientos de
bares esparcidos por toda la ciudad, junto a los amigos, para tapear con ellos.
Se bebe caña, vino o tinto de verano, acompañados de exquisitas porciones de
guisados o botanas para no perder la cordura con los tragos. Las famosas tapas.
Si uno sale del bar lo
suficientemente tarde y, además, le coge una marcha de mineros que no termina
de pasar después de 30 minutos, no debe preocuparle el transporte para regresar
a casa, pues el último tren de cada base parte a la 1:30 de la madrugada. O, si
se prefiere, la caminata nocturna es perfectamente segura y acogedora, y se
puede disfrutar de la estética iluminación de sus fuentes y palacios. No tiene
la misma mística apreciar la Cibeles montada en su carruaje con el sol
aplanando sus formas que con la luz de la noche, cuya sutileza estiliza cada
curva con sus sombras.
Tanto esplendor, por supuesto,
hace olvidar, o mejor dicho, disfrutar del aroma ácido del aire madrileño, que
no es otro que el desprendido por la efervescencia de su gente, de su verano,
de su Sol, de su diversidad, de su vanguardia y, sobre todo, de su entusiasmo.
Madrid no espera ser como otra, porque todas viven en ella bajo el resguardo de
la osa y el madroño.
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