Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

sábado, 11 de agosto de 2012

Viajero invitado. Crónicas de Alejandro Mendoza. La osa y el madroño. Madrid, España.


Publicado el 12 julio de 2012.



La osa y el madroño


Madrid tiene un olor ácido, sin otros adjetivos posibles. Es un aroma que ni los mismos madrileños pueden explicar, porque no lo notan siquiera. Obviamente, después de tener el olfato saturado del humo del Distrito Federal, cualquier mínimo contacto con un aire más limpio provoca un caos dentro de la propia nariz. Hasta ahora, la explicación más razonable que he escuchado es que el viento veraniego arrastra hasta la capital española el polen de los árboles que tímidamente cubren los cerros de alrededor, y posiblemente sea éste el culpable de tan ambigua fragancia.

Desde que uno pasa del avión a la terminal del aeropuerto de Barajas, el primer mundo se hace presente. La modernidad, como llamamos celosamente a todo aquello que nos supera, está en cada rincón, desde los vitrales que abordan la generalidad de la construcción y las miles de luces que a través de ellos se reflejan hasta el pequeño tren automático que conduce a los recién aterrizados entre la compleja maraña de escaleras eléctricas y ascensores hacia las bandas donde pueden recuperar su equipaje.

Las carreteras, avenidas y calles madrileñas dejan fluir entre ellas a miles de automóviles lujosos —o así les considero yo, que vengo de un país subdesarrollado—, lo que me obliga a preguntarme: ¿dónde está su crisis? En fin, cada cuál tiene sus necesidades, y la verdad es que el nivel de vida en España es caro. Cuando llegamos al hotel —mediante un taxi de aeropuerto Mercedes-Benz—, preguntamos por el precio del internet en sus computadoras, y estuvimos a punto del colapso cuando nos ofrecieron la dichosa tarifa: un euro por cada 10 minutos. De lo contrario, debíamos resignarnos con los 30 minutos gratuitos que el hotel regala a sus huéspedes para sus dispositivos móviles o computadoras. En fin, lo de menos era el acceso a la red; de cualquier manera, sería poco el tiempo que Madrid nos permitiría pasar en las habitaciones.

No se puede comparar el folclor de las calles de la Ciudad de México con el madrileño, y, de hecho, con ninguno, pero es un hecho que hay vida en las aceras de esta metrópoli europea. Habitan en ella, por supuesto, toda clase de artistas callejeros: músicos, bailarines, pintores y estatuistas, como en cualquier otra gran ciudad; aunque no es ésta la característica que la hace diferente y acogedora.

Caminar entre las venas de Madrid significa encontrarse con el mundo. Hay en sus calles tantas culturas y nacionalidades que aquello parece el ombligo del mundo: españoles, marroquís, indios, alemanes, portugueses, árabes, ingleses, lainoamericanos, franceses, turcos, italianos, africanos, chinos, japoneses, y un sin fin de rostros e idiomas a veces irreconocibles. Al menos para mí, hasta ahora, se ha convertido en la capital cosmopolita del mundo; no había visto nunca una pluriculturalidad tan rica como la de Madrid. Es emocionante codearse con una hindú en el metro, hacer fila en la tienda detrás de una musulmana y beberse una caña —cerveza— con Fanta de limón en un bar de tapas mientras que un grupo de francesas se carcajea en la mesa de junto.

Existe también la opción de intercambiar miradas con una chica africana en la estación de Atocha, donde se toma un tren rápido que viaja a 180 kilómetros por hora y que en poco más de 60 minutos le lleva a uno hasta Toledo, antigua capital de España. Ahí, el furor no es como el de Madrid. De hecho, el silencio y la tranquilidad son una constante en medio de edificios y murallas medievales. Por entre sus callejones y balcones, aún en perfecto estado, el tiempo se detiene. Se pude percibir la nostalgia de sus colinas empedradas, que añoran el paso de carruajes, caballeros y doncellas. En Toledo debió haberse quedado la nobleza española.

De esto, en Madrid sólo hay resquicios. En esta capital cosmopolita se debe ser ciudadano del mundo o se muere. Hay que perder el pudor para aprovechar las excesivas horas de sol y el calor avasallante de sus coordenadas; mejor quitarse la playera para ejercitarse en los gimnasios al aire libre o, de plano, dejarse el bikini para tomar bronceado sobre los pastos del parque del Buen Retiro, al cabo que en Madrid, durante el verano, las faldas cortas son la regla y las miradas lascivas han terminado por aburrirse con tal exceso.

Sí, todavía existe una familia real que posee grandes y lujosos palacios y que es querida por el pueblo; pero la vida diaria no da tregua para la altanería ni para quedarse viendo cómo se agita fervientemente la ciudad frente a uno. Por el contrario, Madrid está hecha para abusar de ella; aunque abre sus piernas sólo para los curiosos, para quienes lo quieren todo sin reservas. Está llena de trenes, autobuses y taxis de lujo; las bicicletas y las motos pueden aparcarse en casi cualquier esquina y, lo mejor de todo, el peatón tiene preferencia por sobre los demás para atravesar las callejuelas más estrechas, pero también para cruzar la ancha extensión de la Gran Vía.

Al principio, da pavor apoderarse del paso de peatones indicado con azul sobre el pavimento, pero son los mismos automovilistas quienes se detienen cuando le ven a uno parado sobre la acera. Y es tan sencillo acostumbrarse a esta cultura vial que luego no hay quien siquiera se fije en los autos que circulan. “¡Cuidado, que soy peatón y voy a cruzar la calle!”. Y, por increíble que parezca, los coches frenan sin ningún reproche.

Incluso entre peatones, la circulación fluye maravillosamente. En el metro, por ejemplo, la gente se orilla a la derecha en los pasillos y las escaleras eléctricas si no le comen las prisas, ya que la izquierda queda libre para darle paso a los apresurados. ¡Bueno, funciona tan eficientemente como su futbol!

Todo este mecanismo perfecto tiene su máximo esplendor en la plaza del Sol, desde la cual se desprenden una serie de vías peatonales, como rayos del Astro Rey, donde se aloja la vida comercial más importante de los madrileños. Los escaparates se mezclan entre moda, calzado, tabaquerías y recuerditos españoles, además de la pintoresca presencia de los vendedores ambulantes: inmigrantes africanos ilegales que ofrecen artículos de imitación, como bolsos femeninos y gafas de sol. Aquí también, como ocurre en México, deben recoger sus puestos frente a los ojos de la policía, que no hace más que pasar de largo. El comercio informal es un respiro para los países con altas tasas de desempleo en todo el mundo.

Ya por la tarde —a las ocho o nueve, cuando el sol todavía está bien presente sobre Madrid—, después de haber agotado el fervor de la metrópolis, llega el tiempo de invadir los cientos de bares esparcidos por toda la ciudad, junto a los amigos, para tapear con ellos. Se bebe caña, vino o tinto de verano, acompañados de exquisitas porciones de guisados o botanas para no perder la cordura con los tragos. Las famosas tapas.

Si uno sale del bar lo suficientemente tarde y, además, le coge una marcha de mineros que no termina de pasar después de 30 minutos, no debe preocuparle el transporte para regresar a casa, pues el último tren de cada base parte a la 1:30 de la madrugada. O, si se prefiere, la caminata nocturna es perfectamente segura y acogedora, y se puede disfrutar de la estética iluminación de sus fuentes y palacios. No tiene la misma mística apreciar la Cibeles montada en su carruaje con el sol aplanando sus formas que con la luz de la noche, cuya sutileza estiliza cada curva con sus sombras.

Tanto esplendor, por supuesto, hace olvidar, o mejor dicho, disfrutar del aroma ácido del aire madrileño, que no es otro que el desprendido por la efervescencia de su gente, de su verano, de su Sol, de su diversidad, de su vanguardia y, sobre todo, de su entusiasmo. Madrid no espera ser como otra, porque todas viven en ella bajo el resguardo de la osa y el madroño.


















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