Publicado el 16 julio de 2012.
El
mito de la ciudad perfecta
Existen ciudades cuyas justas
dimensiones son incomprensibles si no se llega a ellas con prejuicios sobre su
representación histórica en la conciencia colectiva de la humanidad. Cuando se
las visita, se vuelve imprescindible el pomposo conocimiento popular del arte y
las ciencias procedentes o inspiradas por sus fronteras con hálito supremo, casi
celestial. Las referencias a sus innovadores, renovadores y soñadores deben
convertirse en parte misma del lenguaje, como se repite de memoria el himno de
un país o se reza mecánicamente el Padre Nuestro en una iglesia; así, sin
emotividad, pero también falto de errores o arritmias. Y no porque visitarlas
sea una rutina tediosa, mucho menos si se comete el acierto por primera vez,
sino por el hecho de tener bien presente, en todo momento, la fascinante aura
mágica que les rodea y flota sobre sus callejones y corrientes. Sólo de esta
manera, por ejemplo, puede entenderse, aunque sea en un diminuto aspecto de los
miles que la conforman, una ciudad tan enigmática como París.
El turista regular, sin
embargo, corre la suerte de hallar en la capital de Francia a la metrópolis más
vulgar del planeta, célebremente hablando. Nadie tiene tanto bagaje cultural
respecto a una ciudad extranjera como sobre París. Si se realizara una encuesta
universal conforme a la cantidad de monumentos que cualquier persona corriente pudiera
referir acerca de una urbe ajena a la suya, el primer puesto sería, sin duda
alguna, para la Ciudad Luz. O si se preguntara por el lugar que mayor
inspiración ha proveído a artistas de todos los lugares y épocas del mundo, la
ciudad francesa sería nuevamente la vencedora.
París es, sencillamente,
magnificente. Tiene grandeza por donde se le mire. No es necesario, siquiera,
describir lo imponente de la Torre Eiffel, del Arco del Triunfo o del palacio
de Versalles, puesto que, efectivamente, son tan formidables como se nos hace
creer. También es cierto que el Moulin Rouge es el mejor cabaret sobre la faz
de la tierra, que las bailarinas son esculturas de carne y hueso y que se
cubren apenas con un hilito. No nos han mentido tampoco respecto al ambiente
formidable del barrio artístico de Montmartre, donde cualquier bohemio quisiera
quedarse de por vida. Todo, absolutamente todo lo que hayamos escuchado sobre
París es verdadero.
Uno la visita solamente para
confirmar sus sospechas. Después de mirar la Eiffel iluminada, navegar sobre el
Sena y confirmar la arquitectura sublime de la Catedral de Notre Dame, no queda
duda de que la Ilustración no hubiera podido ocurrir en otro lugar ni de por
qué Carlos Fuentes quiso descansar en el cementerio de Montparnasse para la
eternidad. La Gioconda, la expresión artística de mayor intriga en la historia,
reside en la ciudad más bella que el hombre haya podido idear jamás.
París es tan magnífica que ha
debido sobredimensionarse su único defecto para no considerarla perfecta,
aunque éste sea tan insignificante como un cabello en el platillo favorito: el
mal olor de sus habitantes. No obstante, cabe aclarar que el pestilente
fenómeno apenas roza a la elegancia parisina. Incluso puedo afirmar, con un
trago de saliva en la garganta y una gota de sudor nervioso corriendo por mi
frente, que me he sofocado hasta saciarme con el aroma exquisito de tantas y
tantas señoritas galas, perfume digno de la grandeza perpetua que siempre
vivirá en París para maravillarnos hasta el fin de los tiempos, sin importar
cuántas veces regresemos ni cuántos mitos verdaderos nos cuenten sobre ella.
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