Publicado el 10 agosto de 2012.
El
arte de la justificación
De pronto crucé la frontera
entre Austria e Italia cual piedra de granizo contra suelo caliente: me deshelé
por completo. La dureza de los vocablos germánicos tornó súbitamente en
musicalidad latina, así como la frialdad de los Alpes desciende hasta la
calidez del mar Adriático. Las tablas de esquí se traducen en góndolas
venecianas mientras que las pálidas y quebradizas piernas de las mujeres
adquieren tono, ritmo y melodía. Las divisiones políticas no son cuestión
exclusiva de la geografía terráquea.
Así son los puentes de Venecia,
como atractivas piernas que conectan al suelo entre sus islas y lo conducen
hasta las supremas cúpulas de su arquitectura. Uno se mueve entre ellas a
través de venas —que serían la acepción perfecta para su nombre—, cuya
estrechez no admite la navegación más que de delgadas, estilizadas y
elegantísimas embarcaciones, como si de modelos se tratara, esculpidas incluso
a mano, de la misma manera que los dioses formaron al hombre a partir del
barro. Una estética excelsa es la constante a lo largo del panorama italiano.
Fiel a las ondas del agua que
le rodea y se entromete por todos los rincones de su fisonomía, la plaza de San
Marcos es una extensión petrificada de los canales de Venecia. Alrededor la
enmarcan una cadena constante de arcos, que llegan al clímax en la fachada de
la basílica hasta apuntar al cielo desde la perfecta redondez de sus domos. Sus
arquivoltas, además, complementan este homenaje a la parábola líquida con
murales coloreados a partir de piedras preciosas y láminas de oro, así como los
rayos del sol perturban las tonalidades del mar.
En cambio, Roma es la cumbre
del politeísmo arquitectónico. Desde que Rómulo y Remo fueron rescatados de las
aguas del Tíber hasta que la iglesia católica decidió agandallarse una porción
del territorio romano para establecer ahí el cerebro de sus operaciones
internacionales, cada una de las etapas que han ocupado fragmentos del
cronograma de la capital italiana la convierten en el centro mundial de la
diversidad edificativa, porque sobre el suelo de Roma ha sido adorada cualquier
cantidad de dioses.
A lo largo de su historia, el
hombre ha construido edificios monumentales únicamente por dos motivos: para
satisfacer a sus deidades o para complacerse a sí mismo. El Coliseo es una
exaltación del ocio en su más perversa expresión; los romanos, a través de la
grandeza de su monumento, erigieron una mole con tal de justificar la diversión
que encontraban en la violencia. La malicia, en algún momento, se transforma en
ceños perplejos y susurros de admiración frente al anfiteatro ¿No ocurre lo
mismo, acaso, con la brillante arquitectura arábiga de la Plaza de las Ventas
en Madrid? A veces el arte puede ser el argumento ideal para acreditar la
muerte.
Sobre esa misma tierra caliente
donde alguna ocasión murieron los gladiadores, se levanta un par de tremendas
construcciones: el Panteón de Agripa y el complejo arquitectónico del Vaticano.
En su diseño, sus creadores implantaron las más notables capacidades humanas,
con el fin exclusivo de que los templos fueran una ofrenda preciosa para sus
respectivos dioses. El gran empeño es evidente, sobre todo, en las cúpulas de
ambos edificios, en cuya planeación debieron participar los artistas más
sobresalientes de sus épocas. Basta con aclarar que fue el legendario
Michelangelo Buonarroti el visionario de la gigantesca cabeza de la Basílica de
San Pedro, inspirado por la que llamó su hermana gemela: la cúpula de la
basílica florentina.
Lo que Stendhal padeció frente
a la Santa Cruz, en Florencia, no es exageración, presunción ni charlatanería.
Cada una de las cinceladuras sobre sus muros externos es la virtud del éxtasis
que el Renacimiento generó en la vida artística de Europa. Se nota en los
trazos el ansia del hombre por terminar para siempre con el oscurantismo de la
Edad Media y explorar los límites de su libertad creativa. Aunque, después de
todo, el motivo seguía siendo Dios.
En Florencia respiran las obras
supremas del Renacimiento, creaciones verdaderamente majestuosas. Ahí se
esconde de la intemperie, tras los muros de la Galería de la Academia, el
inmaculado David, sobre cuyo mármol Miguel Ángel proyectara el espíritu
renovador de la ciudad en esa época, a través, precisamente, de una figura
religiosa. El gran artista del ocaso medieval fue incapaz de idear más allá de
los límites cristianos, de la misma manera que sus demás contemporáneos; aunque
con ese pretexto, elaboraron obras majestuosas.
Italia, en su generalidad, es
la justificación perfecta de la religiosidad, especialmente del cristianismo.
Cada uno de los artistas que colaboraron en su soberbia construcción, tenía en
mente satisfacer su culto, y para ello persiguieron la grandeza en todo
momento. Provoca nostalgia suponer lo que aquellos grandes creadores habrían
podido hacer sin el peso de una divinidad sobre ellos. Sin embargo, también
resulta difícil imaginar qué tan lejos hubieran llegado sin la inspiración de
un ente superior a ellos mismos. El Coliseo es una pista, pero no puede
asegurarnos nada al final. Así que quizá, y lo afirmo sólo en tono de sospecha,
la religión nos conviene como pretexto para labrar y admirar las piezas de arte
más sorprendentes de nuestra historia. Y nada más.
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