Publicado el 3 agosto de 2012.
Entre
el ámbar y la memoria
No hace falta más que ir a
Praga y pedir una cerveza para entenderla por completo. Claro que el sabor del
fermento de cebada checo es delicioso, si bien son dueños de la denominación
Pilsen, nativa de su ciudad homónima. Mas el ritual de la orden en el bar
ocurre con una peculiaridad tan original como su pivo, ya que los meseros
juegan al memorama con las peticiones de los clientes: intentan recordarlas
todas sin la ayuda de una libreta; y no sólo la bebida, sino cualquier platillo
de la carta que les encarguen. Fascinantemente, cumplen con cada una de las
órdenes.
Praga es igual a la memoria de
sus meseros. Parece que decidió permanecer en el recuerdo de su majestuoso
pasado, cuando la realeza austro-húngara la saturó de palacios fantásticos,
dignos de cualquier leyenda de princesas y dragones. No hay respiro para la
mediocridad ni la indecencia arquitectónicas; cada pincelada pétrea fue
concebida con la misma elegancia de la construcción final. Sus estrechas calles
y acogedores callejones son el único sitio donde podría concebirse la aparición
de hadas madrinas.
Sin embargo, ya oscurecido el
cielo sobre Praga, toda ella es recubierta por una resina de ámbar para
fosilizar su belleza frente a nuestros ojos, como si viéramos al mosquito
milenario atrapado dentro de una piedra translúcida y pudiéramos adivinar su
vuelo antiguo y enterarnos de los secretos de su época. Asimismo, surgen como
susurros las historias de la metrópoli checa, desde cada uno de sus recovecos
góticos y sus pilares renacentistas.
Solamente existió un mesero que
se atrevió a tomar nota del espíritu de Praga, cuya osadía se vio obligado a
pagar con la vida a corta edad. No es que la ciudad provoque un malestar como
el de Gregorio Samsa, sino que la cápsula de tiempo dentro de la cual pervive
hace incomprensible al resto del mundo, y eso es lo que debe confundir a sus
habitantes. Desde el número 22 del Callejón del Oro, Kafka confirmó el
esplendor de su cuna con puño y letra, a sólo 100 metros del castillo que
inspirara su histórica novela. ¿O es que habrá otra manera de compararse frente
a Praga que como un bicho despreciable?
No hay nada de la memoria de
esta ciudad que ella misma olvide. Desde el medieval Puente de Carlos hasta los
últimos años de su régimen comunista, cada recuerdo permanece tatuado arquitectónicamente
alrededor de las aguas de la eterna juventud que riega a través de Praga el río
Moldava. ¿Para qué olvidar si lo puede conservar todo intacto? Incluso su
moneda, la corona checa, ha resistido el embate de la globalización económica
europea. Cada uno de sus rasgos permanecen intactos, como un poema aprendido y
disecado entre los labios de la Tierra.
Cuando se deja Praga, se le
recuerda como se memoriza un cuento de buenas noches que se le narrará a un
niño para que duerma con una sonrisa de esperanza. Aunque es un hecho que no
hay cuentista convincente ni palabras ideales para hablar del recuerdo perpetuo
de Praga como ella misma puede hacerlo, si bien lo ha visto todo en piedra
propia durante el paso de cada uno de sus siglos, y no hay virtud más
apreciable que la buena memoria.
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