Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

martes, 25 de octubre de 2011

Budapest, Hungría. Domingo, 3 de abril de 2011.

Domingo, 3 de abril de 2011.
Budapest, Magyarország.

Anoche hablé por teléfono con mis padres —desde que salí de México, no me había comunicado en ellos. Mi padre se puso a llorar, y a mí se me hizo un nudo en la garganta.
A decir verdad, ya cuento los días para regresar a casa. Infortunadamente, estas vacaciones se han convertido en una pesadilla. Estoy harto, extenuado.
Tolerar a tantos desconocidos durante un mes, es una prueba muy complicada. Levantarse temprano, desayunar a prisa, subir las maletas, y formarse para ganar un lugar en el incomodísimo autobús debilita cualquier cuerpo, cualquier ánimo. 
Si bien la gente es difícil —fría—, Budapest es una ciudad deslumbradora: sobre todo, su arquitectura. Mi amigo Manuel [Torres] tenía razón cuando aludió a la inspiración que genera esta capital imperial.
Las mujeres húngaras son preciosas —incluso más que las checas: su hermosura es exuberante. La mezcla de culturas destaca en sus rostros.
Hoy conocí el Castillo y el Bastión de los pescadores, y quedé sin aliento. Este último lugar, me recordó a la ciudad de Góndor de la película El señor de los anillos.
La vista desde la antigua ciudad, Buda, es cautivadora: el Danubio, los puentes...
Después de recorrer la calle peatonal de Váci, adquirí una gorra y una chamarra húngaras, y comí mientras admiraba la belleza de las meseras. A decir verdad, esta calle, a pesar de ser la más comercial de Budapest, estaba un tanto desangelada. Incluso los comerciantes eran mucho menos persuasivos que los praguenses.
Algunas tiendas cuentan con sótanos. Me metí a una, pero los dependientes no me inspiraron mucha confianza, y salí inmediatamente sin apreciar los productos. El precio de las playeras bordadas es una locura —más caras que en París. Como sucede en Praga, los precios en florines húngaros son muy engañosos, y lo constaté.
Presencié una pelea callejera entre un comprador y un vendedor.
Me subí al metro de la ciudad, y fue como hacer un viaje por el tiempo, a la época comunista: el vagón viejo y azul, y verde opaco por dentro. Las columnas plateadas de la estación, la suciedad y el descuido de las instalaciones, así como los vigilantes, le daban un toque lúgubre al cuadro.
Regresé temprano al hotel.
Vi un rato televisión antes de dormirme. Por la noche, el canal polaco —el mismo que transmite telenovelas— ofrece infomerciales, donde las protagonistas fornican —únicamente se tapan los órganos sexuales con asteriscos— mientras conminan al televidente a llamar, y contratar sus servicios. Supongo que no es raro, ya que tanto Praga como Budapest gozan de fama gracias a la industria pornográfica.
Mañana parto a Viena.



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